El concursante, de Carlos Osuna

O la soportable levedad de los concursos

Gonzalo Restrepo Sánchez
Escritor, cineasta y comunicador social

Parafraseando el título del libro de Kundera, pero acomodado a este análisis del reciente filme de Carlos Osuna, si el escritor checo plantea las dudas existenciales en torno a la vida en pareja, Osuna plantea, mediante la metáfora, la relación “en pareja” entre el ser humano y la malparidez de la vida; a través del concurso de una olla de presión, en pueblos desarraigados, escudriñando la conducta humana y el tema recurrente de las injusticas sociales.

Para el caso de la película, el chico protagonista, Cristóbal Torres (Ronaldo Tejedor), un joven sin empleo ni estudios, habitante del barrio Nelson Mandela, de Cartagena de Indias, idealiza el interés de conseguir una olla para el restaurante de su mamá, quien lo amenazó con echarlo de la casa y del negocio si no regresaba con el aparejo. Y es que este arquetipo de seres humanos a través de sus actos lingüísticos —y el gracejo particular del Caribe colombiano—, patentizan su disquisición de vivir en algunas escalas sociales marginales.

Al analizar la película, evitando el spoiler e independientemente de su criterio y sonoridad “champetúo”(1) —término utilizado en algún momento de la historia caribeña para referirse displicente a los pobres, en su mayoría afrodescendientes y que asistían a los bailes de picós—, Fubini (como se citó en Hormigos, 2010) piensa que la música constituye un hecho social innegable, que presenta mil engranajes de carácter social, se inserta profundamente en la colectividad humana, recibe múltiples estímulos ambientales y crea, a su vez, nuevas relaciones entre los hombres.

Otro acierto en la historia caribeña del cineasta Osuna y después de observar la película, son algunos actores ocasionales y muchos de ellos habitantes de su marginalidad y su espacio. Y es que, sin la arbitrariedad subjetiva de personaje alguno, todo lo observado en la cinta debe ser así. Ahora, el mejor concurso de la vida es persistir por lo se quiere, estemos en el terreno que queramos. “Y es que el hombre debe estar enfrentado al mundo con una actitud básicamente competitiva” (Nietzsche).

Esta película, en clave de comedia pues, es asimismo una aproximación a la idea del concurso —en la vida— sobre el caos. Y es que de la diosa Caos, nació el destino. Caos fue la primera de todas las deidades que llegaron a la existencia en el nacimiento del cosmos. Por eso, no debemos cuestionar nada. El concursante (2019) llega al cine del Caribe colombiano —aunque su cineasta no lo es—, para ratificar la emoción sobre la marginalidad y sus consecuencias en general: que la sociedad se niega mirar a los ojos, lo que está a la vuelta de la esquina. Todo lo demás es pasajero, ante la incuestionable idea que todos nacemos para morir algún día.

Y es que de la diosa Caos, nació el destino. Caos fue la primera de todas las deidades que llegaron a la existencia en el nacimiento del cosmos.

A veces, la ansiedad, el recelo y la confusión es observada en una larga fila de seres marginales en la historia de Osuna. De pronto, permite analizar una invasión de cuerpos, quienes sin cambiar sus “vainas”, por tener algo tan tangible como una simple olla, es lo más próximo de representar un estado de ánimo en imágenes para celuloide. Y es que las filas (para los pobres y algunos ricos) permiten ver el otro lado de la vida: “callejear sin rumbo”.

A modo de conclusión, pues, la película de Osuna permite toparse con una cruda realidad, sin el tono frío e indiferente que mimetiza las actitudes de algunos jóvenes de estas barriadas, para quienes cualquier adjetivo de desaliento o desmoralizador, el dios Caos les da algunas coordenadas para subsistir. Esta forma de habitar el mundo, parece, substancialmente, la unión de dos grandes vacíos: el del muchacho al que encarna Rolando Tejedor y sus motivaciones finales.

Así que son diversas las voces sobre el orden social, la abyección y la marginalidad en el cine colombiano de largometrajes de ficción. Además, con rasgos distintivos en todas las cintas donde se exponen la violencia y la penuria. El cineasta brasilero Glauber Rocha —Dios y el diablo en la tierra del sol (Deus e o Diabo na Terra do Sol, 1964)— hizo en su momento su atinado alegato al sectarismo, a la intimidación y a la pobreza en América Latina, con el agregado de fanatismo y rituales violentos del hombre, para luego rebelarse contra la iniquidad y las falsas deidades.  

(1) En ese sentido, “champetúo”, o de “clase baja” son utilizados como eufemismo de “negro”. Ese es un punto de partida poderoso para comprender el espacio en el que surge la champeta. En palabras de Catalina Ruiz-Navarro: “El Joe (el gran Joe) acostumbraba a decir en sus discos ‘champetúo’ haciendo un llamado a su historia, a su raza, a su barrio de negros pobres a los que llamaban ‘champetas’, un mote que antes se usaba para referirse a un cuchillo hechizo, oxidado y sin filo: lo más burdo de lo burdo; una palabra que alguien pensó idónea para referirse a los negros de la ciudad” (Gabriel Corredor Aristizabal).      

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