Nuestra voz de tierra, memoria y futuro, de Marta Rodríguez y Jorge Silva (1974 -1980)

Sueños de revolución indígena

Andrés Felipe Zuluaga

“A castrar el sol, a eso vinieron los extranjeros”. Nuestra voz de tierra, memoria y futuro, rueda la historia de la resistencia de un pueblo que, entre niebla, diablos-rubios, cruces en la cima y en la muy fría parte superior de la Cordillera Central Andina, es desterritorializada, violentada, dominada: los sueños-heridos de los indígenas coconucos. Inyección de imágenes que viene a acontecer en nuestros cerebros miserables por una pareja de documentalistas que, desde hace muchos años, venían construyendo un sentido crítico de la memoria. Basta echar abismo a su filmografía para notar un compromiso político con los asuntos del otro; al punto de hacer aparecer dentro del otro-dominado una posibilidad de expresión audiovisual.

Esta cinta se enmarca dentro de unas resonancias temporales específicas: El tercer cine chileno y argentino; una re-invención de la imagen hacia la reacción social, la imperfección técnica como cuerpo de una ontología crítica de lo social. El equivalente en Miranda sería Aquinoticas1 haciendo “periodismo extendido” ENVIVO desde Instagram, luego de ser brutalizado por las máquinas acéfalas del Estado -Buñuel nos protege colega-, por lo que el binomio desastroso actual consciencia-pantalla debe funcionarnos al menos para hacer “ver” la farsa ceremonial del poder, primer close-up de silencio, cerremos ahí.

Sometidos a la (casi) imposibilidad de generar cierres, rituales, que nos impone las interacciones tecnificadas, homogéneas y desapasionadas de la masa social actual. Se adoptará un camino delirante hacia lo implícito; los “sentidos ocultos” a explorar en la obra irán con el criterio de lo corpuscular, del material profundo “escondido” en el texto (teoría-7 (fotografía, arte, sonido, guion, etc.), etno-eco-feminista, social-crítica, género, y cinematográfica-filosófica).

Marta Rodríguez lleva muchos años en la línea documental-etnográfica, desde Chircales (realizada con Jorge Silva en 1971) hasta la Sinfónica de los andes (2020), casi cincuenta años atravesando –y siendo atravesada– por la imagen-en-movimiento. El carácter de su obra es social, militante, comprometido, etc. ¿Cómo intentar “dar” cuenta de los sueños de un pueblo, mostrar un gran movimiento de molestia social, dar voz a la carne herida por su “prójimo”? Reto complejo, etno-onirológico diríamos, pedanterías sin más, pero hay que reconocer lo extraño y particular.

La representación de razas en la imagen colombiana ha pasado desde lo burgués-colonial, burgués-imperialista-racista, la fetichización de lo indígena, etc.

Combinación concisa entre la puesta en escena específica (terrateniente/diablo y sus dramas), sonidos endémicos-impersonalizantes de la comunidad coconuca, fotografía de archivo y aberrada en su mayoría, los testimonios crudos de violencia estatal-empresarial-católica (fusionados con incisos a la cotidianidad magia del pueblo) generan un malestar similar al sueño pesado, del tipo que exige tras su desaparición una acción inmediata ¿vomitar? Veremos más adelante.

Vemos pequeños intentos en Marta por generar una pregunta por lo femenino al interior de la cultura protestante, a pesar de que su eco-consciencia aparente ser un “feminismo natural”, vemos una insinuación de descontrol machista en embriaguez; cosa que no se enfatiza luego, ni por los trans-indígenas, ni por otro grupo interno. Este no es faro de este texto. La representación de razas en la imagen colombiana ha pasado desde lo burgués-colonial, burgués-imperialista-racista, la fetichización de lo indígena, etc. Para una mirada analítica al tema:

“Es cierto que en las últimas décadas la realidad ha sido una de las constantes en el cine nacional, pero esa mirada a la realidad tiene mucho que ver con una visión citadina, centralista y global del país (que es la visión de quienes generalmente pueden hacer cine), y no con sus diversas particularidades, que en suma es lo que más define a Colombia.” (La raza en el cine nacional. Una historia de exclusión, Oswaldo Osorio)

Así pues, se considera Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1974 – 1980) como primigenia en la sinceridad representacional de la multiplicidad étnica. No, la salida no era hacer un star-system indígena, ni mandar a los indígenas a estudiar actuación en Hollywood.

“Y si nos preguntan que quien nos dirige: le diremos el hambre y la necesidad”.

Quedan cerradas por el momento los desarrollos de tipo etno-antropológicas, feministas, hasta el momento en que se aparezcan de nuevo. Nos dirigimos en cambio –digerido lo anterior– a entenderlo como un asunto de memoria –temporal, cinematográfica, filosófica y de crítica-social–. ¿El arte de la memoria no puede ser el arte de una masa social con amnesia colectiva? ¿cómo acercarnos al movimiento de la memoria colombiana? ¿quizá es el cine y solo el cine quien debe ser el emisario de un tiempo diferente?

Tal vez por eso, y clonando un comentario extra-textual de la directora, Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1974 – 1980) es un mapa afectivo del inconsciente colectivo de una civilización violentada (deliciosa “intención” que logra a través de un documental-experimental; aunque es evidente que cualquiera podría sugerir una ficción “personaje social contra la dominación”, esta posibilidad me gusta mucho pero no será desarrollada).

Pretender materia cerebral es pretender que esa memoria viviente, habite contradictoria y extremista, entre las memoria propias de lo contradictorio-extremista; adherido al contexto actual regido por la dialéctica del exceso: “Un cristiano-latifundista eyaculándole en los hombros a un compañero de la Minga degollado”; “Un narco-latifundista eyaculándole en la espalda a un falso positivo”, y fíjese que no es casualidad el inciso del goce falocentrista, tanto la Iglesia católica, el ente sicaresco, el ultraderechista acéfalo (memoria inmediata) son desposeídos por un impulso de auto-categorización heterosexuada que al crear un velo masculinizado impide ver la compresión indígena-tierra, por lo tanto, “sí-mismos”-tierra. Casi como si su impotencia para empatizar con el amor-a-la-tierra tuviera un origen en su propia manifestación sexual-género.

¿Por qué digo que es un asunto filosófico? Dos razones: Teniendo al cine como la forma en que la realidad se hace realidad humana; a la realidad como cine irrealizado. Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1974 – 1980) “quiere” hacer ingeniería genética de los genes del recuerdo y del sueño, hacerse memoria. Donar su imagen al abismo infinito que soporta el olvido de la invención conceptual, para que este, a través de la palabra, vuelva a sacar de la Nada la memoria-firme de una violencia social. Haciendo aparecer una conciencia negativa, crítica.

…“quiere” hacer ingeniería genética de los genes del recuerdo y del sueño, hacerse memoria.

 Y acá es donde venimos con la segunda razón, el lenguaje político actual ha sido escindido del amor, vuelta a lo oculto-irrevelado (último close-up), nos queda un show mediático, comercial, cínico, viejo. Por eso, tomando “palabra europea” apelando al derecho de lo fuera-del-tiempo, el intento de consciencia social colombiana, implicaría una especie de desequilibrio mental: un “estoy persuadido de que nada de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás; pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no son sino quimeras de mi espíritu(Meditaciones metafísicas I, segunda meditación, René Descartes). En efecto, en un espacio donde el imperativo de pensamiento es un imperativo de locura no es el espacio de la diferencia (tanto el intento sincero de ser crítico absolutamente y como el juicio portador de ideología).

“Solo los que tienen ojos de ver, ven” le decía un campesino explicando el cerdo cabello amarillo y negro que aparecía “cerca a la puerta, allá-por-la-muerte”; ¿las realidades –sociales o no– se aparecen solo ante quienes las ven sin pudor, sin consenso? ¿y cómo es que el pacto social implica amnesia, y esa amnesia sabe tan poco a sangre?

A propósito de la nueva constitución chilena, de la lección de democracia que le dio al gobierno de turno la Minga indígena este 2020. El documental “relata” el progreso/proceso histórico del movimiento social indígena: en 1971 se plantea la primera línea, ya en el 1981 se consolida como una institución que vela por los derechos indígenas. Dionisio Márquez, en 1745, le cede un conjunto de tierra a la población indígena, porcentaje robado en su mayoría por la tripleta Estado-Iglesia-Terratenientes. Se plantea entonces el gran conflicto indígena, la tierra es un ente sagrado, la raíz, el principio, una forma de manifestar su propia consciencia personal, colectiva y transpersonal. La obra se plantea como una ontología del cambio, un elogio a la diferencia, un origen de acción social ¿y qué más puedo hacer yo que prestar mis órganos conceptuales para que esta “intención” cobre carne?’

El mero hecho de que se piense que el pensar mismo es una forma de individualización; el ejercicio de la posibilidad de mi pensamiento nunca tiene mi forma (“de creer lo contrario viene la poca voluntad de diferencia del inconsciente colombiano” según mi espíritu indígena). La dominación por sumisión induce este error sobre el pensar mismo, “siempre será un insulto a nuestro ser sumiso, el reclamar la tierra”.

La democracia silenciada solo se moverá cuando el cine, la memoria, el pensamiento, Lo otro encuentren un medio real para actualizarse: un cuerpo. Creo que ese cuerpo es la revolución (que viene por vía del arte del tiempo).

La ontología de la revolución es la crítica. ¿Qué es la crítica? “le golpearon los testículos, la cara y lo pusieron a beber gasolina” ¿qué es la crítica? “le quitaron la cabeza, lo orinaron y luego lo sepultaron” ¿Qué es la crítica? “220 cerebros asesinados por una idea”. La crítica es intelectual: la posibilidad del “no” como condición mínima de posibilidad de toda experiencia. Mantenerse-en-pie consistiría en micro-suicidios del yo-automático que nos sostiene habitualmente (Descartes indígena para estos posmos del exceso). Pero ese quizá sea la mirada de una “tierra” donde ser el ser-lo-obvio no signifique amnesia, me escucho y no sé lo que pienso, esta tierra mala fundamenta su lucha contra el origen de la diferencia: el pensamiento.

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Tiempo de Morir, de Jorge Alí Triana (1985)

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