Óscar Iván Montoya
Las imponentes montañas del suroeste, la ferocidad que palpita debajo de esta belleza, y la resistencia de un campesino a abandonar su finca cafetera, son los componentes más sugestivos de La Roya (2022), el segundo largometraje de Juan Sebastián Mesa. Después de su ópera prima Los Nadie (2016), su director posa de nuevo la mirada en personajes que son prácticamente invisibles a los ojos de una sociedad acelerada, intoxicada por el deseo de escalar socialmente. La vida de su protagonista, Jorge, transcurre entre la cotidianidad de sus labores, los amores con su prima Rosa, y clarividentes sueños con su padre, hasta que el reencuentro con sus compañeros de colegio lo empuja a abandonar lo alto de la montaña, y emprender un viaje de descenso que lo llevará hasta lo más oscuro de su interior, en donde, paradójicamente, hallará la luz que no pudo encontrar ni en los rezos ni en los rituales chamánicos.
La Roya es un homenaje a los campesinos en plena lucha contra los elementos, contra un Estado que los tiene abandonados desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, la resistencia de Jorge no está planteada en grandes frases, ni en desplantes al destino, o en un desafío a su entorno, es más bien una resistencia silenciosa pero no por ello menos eficaz. En palabras de su director: “Nos han enseñado que los héroes son los que viajan y regresan triunfantes. Pero hay mucha valentía en quien se queda porque es ir en contra de todo. Es un acto de dignidad, de permanecer, de nostalgia frente a un momento en el que ciertas cosas eran rentables. No todo el mundo tiene la valentía para aguantar esas condiciones. Y de eso me interesaba hablar, de permanecer como un acto valiente más que como un acto de tibieza”.
Aparentemente tus dos películas, Los Nadie y La Roya, son bastante diferentes: una se desarrolla en la ciudad y la otra en el campo, una es sobre gente que se quiere ir y la otra sobre los que se quieren quedar, una es en blanco y negro y la otra en color; en fin, nos podríamos seguir extendiendo, pero yo noto que existe una cierta continuidad entre estos dos trabajos, y es que las dos películas están interesadas en aquellos personajes que han estado invisibilizados en nuestra sociedad, tanto en el campo como en la ciudad: los equilibristas y saltimbanquis de Los Nadie, y los campesinos anónimos que se quieren quedar a toda costa en su tierra, no los exitosos que salieron y regresaron triunfantes de La Roya. ¿Por qué te interesan tanto estos personajes que viven un poco al margen de la sociedad, ocupando esos resquicios en los que prácticamente nadie desea estar?
No tengo tan claro que sea un proceso consciente, pues considero que uno va por la vida transitando y se detiene en ciertos lugares y en personajes que te conmueven de alguna manera. Creo que en ambos casos el punto de partida ha sido estar permanentemente indagando en mi propia historia, y en personajes y lugares que he podido conocer de cerca, y sentir que hay algo fuerte dentro de ellos, al contrario de lo que piensa mucha gente, que cree que no hay mucho que contar sobre ellos, pues no son necesariamente los que triunfan, pero yo siento que detrás de estos personajes invisibilizados existen una gran cantidad de pequeños actos revolucionarios y unas pequeñas victorias que a mí me ha parecido necesario rescatar, de detenerme ahí a tratar de entenderlos, no solo a ellos sino a nosotros mismos.
En La Roya está planteada la situación tanto del que sale de la tierra y regresa triunfante como la del que permanece. A mí me interesaba detenerme en los que nunca salieron del pueblo, y que, posiblemente, están enfrentando dilemas mucho más profundos y desafiantes en términos de quiénes son, qué quieren, cuáles son las cosas que confrontan al tomar este tipo de decisiones tan radicales que implican quedarse cuando la mayoría quiere irse.
Tu acercamiento al campo no es reciente, comenzó con tu primer corto Kalashnikov (2013), y se prolongó en Tierra mojada (2017, el otro corto que hiciste entre tus dos largometrajes, y así como muchos de nosotros, también tienes raíces campesinas o pueblerinas, y, como la mayoría de las personas que habitamos las ciudades, se puede decir que eres “agrodescendiente”. ¿Cuál es tu vínculo con el campo y las personas que lo habitan?
Crecí en un pueblo cafetero los primeros años de mi vida pues mi familia es de Pueblo Rico, un municipio del suroeste antioqueño, entonces tengo una relación muy profunda con lo rural, con esas montañas tan majestuosas, que yo normalicé, porque mucha gente cuando conoce estos paisajes se queda como embelesada viendo la cordillera y los cafetales, pero para mí era mi vida cotidiana verme rodeado de este paisaje. Soy hijo de montañeros, y en La Roya me interesaba mucho indagar sobre esta pregunta: ¿qué es ser montañero?, y plantear una serie de interrogantes sobre esta situación.
¿Y qué encontraste sobre el terreno cuando emprendiste la investigación que contextualizara la situación del campesinado en la actualidad? ¿Había mucho deterioro? ¿Ya no era Pueblo Rico sino Pueblo Pobre?
Es una verdadera confrontación cuando se ha pasado tanto tiempo por fuera. Uno sabe en el fondo que pertenece a ese lugar, pero tampoco se siente totalmente integrado. Creo que de esa dicotomía entre mis raíces y ese otro lugar en el que has hecho tu vida es que nace la pregunta que se convirtió en el germen de La Roya, conmigo de otro lado preguntándome constantemente “qué hubiera pasado si nunca me hubiera ido, o qué ha pasado con esas personas que se quedaron”.
Cuando volví fue una constatación que la gente con la que yo había crecido ya no estaba en el pueblo, que no había un relevo generacional, que su población estaba compuesta por niños y ancianos, y que el campesinado en estas condiciones está condenado a desaparecer, porque hay un abandono sistemático por parte del Estado, y que son estilos de vida y comunidades que posiblemente no sobrevivan.
Muchas de estas personas que salen de los campos y los pueblos, en los casos más benignos, salen en busca de oportunidades de educación y de empleo, pero existe un componente que atraviesa la mayoría de nuestras historias y vivencias, y es el conflicto armado. ¿De qué manera ha afectado el conflicto armado al suroeste, específicamente en los pueblos en los que rodaste tu película?
Evidentemente es una presencia que siempre está cuando se comienza a mencionar el campo y la historia del campo, y si bien en algunas zonas se habla del conflicto como algo que ya pasó, se habla de cierto modo en pasado, creo que gran parte de lo que ocurre en el campo está determinado en por todo ese montón de violencia que hubo a lo largo de los noventa y comienzos del siglo.
Igual, a mí en La Roya me interesaba hablar de otro tipo de violencia, un tipo de violencia más bien psicológica, más desde las ruinas que quedan, no necesariamente desde la violencia como un acto explícito, sino lo que queda después de la violencia: las casas abandonadas, los cafetales enmalezados, las cercas derrumbadas; queda como ese vacío, y me interesaba también hablar de ese aspecto, del tipo de violencia específica que enfrentaba Jorge.
Me enteré por tu amigo y productor José Manuel Duque que escribiste un guion robusto, con muchas escenas y locaciones que finalmente no quedaron en la película. ¿Cómo fue el trabajo de escritura, y una vez pasado el rodaje y el proceso de montaje, que sobrevivió de esa idea inicial?
Se trabajaron varias versiones, obviamente que cambiaron mucho en la confrontación con el terreno, con los actores, porque el guion por su misma naturaleza es muy maleable, al que uno no llega necesariamente a una versión final. Por ejemplo, durante el mismo rodaje, mientras organizaban las luces, el arte y demás elementos, lo primero que hacía cuando llegaba al set era reescribir muchas de las escenas, ya fuera los diálogos, porque caía en cuenta que lo que estaba escrito no funcionaba, o en un pequeño ensayo me percataba que el recorrido de los actores no era el correcto; entonces, casi que todos los días lo primero que hacía era reescribir.
Ya en el proceso de montaje se descartaron varias escenas por diferentes razones, porque no quedaban como querías, o porque había que sintetizar; pero, básicamente, desde el hilo narrativo se mantuvo como estaba planeado. La primera sinopsis está en la película.
¿Y cómo se dio la coproducción con Francia, quién es David Hurst y por qué se interesó por la historia de La Roya cuando era solo un proyecto?
A David lo conocí en un Festival en Cartagena, y ya después que estuve en un proyecto de escritura con la Residencia de Cannes, en donde también conocí posibles coproductores franceses, estaba también David, con el que surgió algo muy interesante, porque él es oriundo de una zona rural de Francia, de Burdeos, y entendió desde el principio de qué iba la película, incluso sintió mucha afinidad con su protagonista, pues le sucedió algo muy parecido, y es que cuando todos sus paisanos viajaban a las ciudades él fue el que se quedó y, finalmente, también tuvo que irse.
Es alguien con mucha experiencia, de una región con su propio fondo cinematográfico. Es una de las personas que más está coproduciendo con América Latina en estos momentos, en Colombia acaba de estar en el primer documental de Diana Bustamante como directora, en la peli que viene de Santiago Lozano, y acaba de terminar la de Theo Montoya. Es una persona que se enamoró de Colombia, que ya lleva un montón de películas, y que es muy importante para que muchos proyectos cinematográficos puedan existir.
La fotografía y el paisaje tiene una gran fuerza en La Roya, muy inmersiva, pero, me parece, sin que se note que el director quiso embellecer cada plano. ¿Cómo te planteaste tu acercamiento al paisaje sin dejarte embriagar por su belleza?
En la región y los lugares en donde rodamos, en donde usted ponga la cámara saca un plano bonito, pero a mí lo que me interesaba, primordialmente, era el hombre inserto en ese paisaje, y que más allá de un plano solitario de un lugar exuberante, era el personaje el que recorría ese espacio, que en ciertos momentos se puede volver muy agreste. Recuerdo que alguna vez tuve una conversación con un anciano en el parque de Ciudad Bolívar, que me pareció muy intrigante, y era, contaba el abuelo, sobre los altos índices de suicidios entre los campesinos del suroeste, y a mí me pareció muy extraño y me quedó sonando la pregunta del por qué. El señor me respondió, en parte, cuando mencionó la violencia de ese mismo paisaje tan bello, que se puede tornar en muchas ocasiones en claustrofóbico, con todas esas montañas rodeándote, en el que, en ciertos momentos, te puede embargar la sensación de que no hay nada más allá de esa cordillera infinita. Y a mí me quedó sonando esa idea en la cabeza.
Al principio no sentía que debía rodar planos generales, pero llegados a un punto, decidí que eran necesarios, y que debía hablar de la violencia de este territorio recorriéndolo con el personaje. Nosotros mismos fuimos testigos de esta agresividad, y nos tocó darnos cuenta de lo feroz que se tornaba en muchos momentos, y que moverse de un lado al otro durante el rodaje fue una cosa muy difícil.
Por eso, contar con una persona como Daniel como protagonista, que sabía moverse en el territorio, que conocía sus ritmos, fue primordial; además, que el paisaje está impreso en su rostro, en sus manos, en su forma de trajinar de un lado al otro, que es algo que le imprime a la película una veracidad indiscutible.
Y ahora que te detuviste en Daniel Ortíz, su protagonista, muchas personas coinciden en que tiene un aire de parecido con Giovay Quiroz, el ya legendario Zarco, de La vendedora de rosas. (Risas) ¿Alguien te lo ha mencionado o es simple sugestión mía y de mis conocidos?
Claro, total, sobre todo en la escena en la que se motila y se afeita, que además se dejaba esas colas, porque el mismo Daniel no se las dejó cortar, comenzamos a joderlo los del equipo con lo del Zarco. Finalmente, uno también se pregunta quién era el Zarco y se da cuenta que es una encarnación de toda la periferia de Medellín, que son hijos de desplazados la gran mayoría, de campesinos que nunca pudieron ser y que eso era en el fondo el Zarco: un campesino extraviado en la ciudad. Jorge era nuestro Zarco del suroeste, aunque éste se queda y asume su destino.
Como lo has venido recalcando, el territorio del suroeste es muy exuberante pero también muy dificultoso. ¿Con qué tipo de obstáculos se enfrentaron durante las cinco semanas del rodaje, a qué reservas de paciencia e inventiva tuvieron que recurrir para sacar adelante la peli?
Fue un rodaje muy duro por múltiples circunstancias. Uno por ejemplo, como espectador, ve las escenas y nota que está en lo alto de una montaña, pero llegar hasta allá es bastante complejo, y más aún con un equipo de rodaje de cincuenta personas, en plena lucha con los elementos, en contra del terreno quebrado, de los aguaceros o los solazos, de los derrumbes, de los lodazales. Todos los días se nos atascaba un carro, y era entender que esa era la cotidianidad de un campesino, y sufrirla de alguna manera, pues era verificar que el hecho de sacar una carga de café era casi una tarea épica, y también comprender la gran contradicción que implicaba hacer una película sobre un campesino y su cotidianidad, y que esa misma cotidianidad se convirtiera en tu peor enemigo, y lo digo porque, por ejemplo, estábamos rodando unos diálogos, y de repente prendían una motosierra en la montaña de enfrente, y tocaba aceptar que eso era lo normal en el campo, pero tampoco podíamos grabar unos diálogos con ese ruido a toda, entonces tocaba mandar a alguien en una moto hasta la otra montaña a encontrar al señor y pedirle el favor que parara un ratico su trabajo para nosotros sacar adelante el nuestro.
Era un inconveniente que en el momento de la escritura no contaba para nada, pero eso es lo bonito de hacer cine, que es encontrar soluciones para lo que vaya saliendo.
Y la escena del suicidio del papá de Jorge, ¿por qué la rodaste de esa manera tan particular, con ese gran colorido del guayacán florecido, con toda esa luz y esa exuberancia natural del paisaje?
Esa fue la única escena que se quedó fuera del rodaje, y nos tocó hacerla mucho después, esperando que el guayacán floreciera, y los guayacanes florecen una vez al año por diez días, entonces estuvimos un buen tiempo en esa espera, recibiendo fotos de un campesino todas las semanas, mirando los avances del árbol. Para completar, floreció en pandemia (Risas) y nos tocó ponernos a buscar otro guayacán.
Para mí era muy importante que fuera esa escena dentro de la peli, porque tenía mucho que ver con uno de los subtemas, del que hablamos hace un rato: del suicidio entre los campesinos, que es algo de lo que poco se ha hablado. A mí me interesaba mostrarlo de una manera muy digna: yo me lo imaginaba como la muerte de un samurai, también con referencias muy directas a la muerte de San Sebastián, utilizando como ambiente un guayacán, que es desde luego un árbol muy hermoso, pero recalcando cómo este árbol hermoso puede estar cargado de muerte y de dolor.
En la parte final de la película hay una escena que a mi modo de ver tiene mucho valor simbólico, que es la quema del cafetal, que viene a ser como un rompimiento definitivo con su pasado, literalmente en quemar las naves; y por otro lado, ya como un elemento de producción, ¿con quién se asesoraron para controlar las quemas y no se les convirtiera en un incendio forestal?
Desde lo simbólico está efectivamente el fuego como un elemento de reparación y de resurrección, y desde producción, desde luego éramos muy conscientes que no podíamos causar un incendio forestal, entonces todo fue controlado por un equipo de especialistas que viajaron desde Bogotá con pipetas y demás elementos para generar el ambiente que se requería. Te cuento que prendían el fuego y había que aprovechar el medio minuto que nos daban para apagar de nuevo el fuego, y luego prenderlo de nuevo. Lo prendían, rodábamos, lo apagaban de nuevo. Así funcionó, todo muy medido, hasta que logramos capturar lo que necesitábamos. Igual, estábamos muy sincronizados y la sacamos rápido y no causamos ningún desastre.
Me pareció curioso las múltiples variables de rituales que se dan a lo largo de la película, desde el nuestro, el cristiano, con todo su desfile de santos y rituales de los que no queda sino el cascarón vacío, pasando por la chamánica, y finalizando con el viaje de ácido del final. De las tres te pregunto por la segunda, por la presencia de la comunidad emberá, que ya habían estado en Tierra mojada. ¿Cuál es tu vínculo con esta comunidad?
Ellos han estado siempre ahí, incluso antes que nosotros, y ahora, en todos los pueblos del suroeste hay mucha presencia indígena, aunque también han migrado, o les ha tocado irse a las ciudades. Sobre todo habitan en los resguardos, y algunos en los núcleos urbanos, y todavía quedan vestigios de esa diferenciación entre unos y otros, también hay que decirlo, la mayoría de las veces, desde la convivencia. Me interesaba hablar del hombre en lucha con los elementos, pero también de cómo conviven los que estaban antes y los que llegaron después a estos territorios, y ahí está esa frase del himno antioqueño: “el hacha que mis mayores me entregaron por herencia”, y toda la carga que existe detrás de esa frase.
Cuando uno se da cuenta de los múltiples vestigios de colonización antioqueña, en el que todavía perviven la presencia de los colonizadores y de las comunidades indígenas, parece que estuvieran congelados en el tiempo, y por eso quise abordar en parte el asunto, pero buscando que no entrara forzado en la estructura, como algo exótico, sino como una relación de amistad entre Jorge y su amigo indígena, que pese a que vienen de mundos y de cosmogonías muy diferentes, pueden tener una verdadera amistad y comprensión.
Este acercamiento a la religión y a los rituales, la redondea la presencia de una especie de elemento mágico al final de la película, el viaje de ácido durante la fiesta campestre, que es el que consigue lo que no lograron los rezos a los santos ni el ritual chamánico: la revelación que había estado presintiendo en sus sueños, la de quedarse en su tierra. ¿Por qué quisiste introducir ese elemento extático, que le abre las puertas de percepción a su protagonista?
Siempre he intentado entender las diferentes formas de intervenir la realidad, porque la realidad está intervenida desde las diferentes miradas que se posan sobre ella. En el suroeste se recurre mucho al sincretismo para entender ciertos fenómenos naturales y humanos a los que no se tiene respuesta, y lo más curioso es que el sincretismo siempre tiene una fórmula mágica, y no solo en el campo se da ese fenómeno, en las ciudades también se da esa necesidad de abstraerse, en distorsionar la realidad, ya sea desde la fiesta, desde las drogas, desde la búsqueda de otras percepciones, siempre está esa necesidad de intervenir la realidad, algo que se da mucho con la música, con el tecno en el caso de La Roya. Yo, por ejemplo, he asistido a algunas fiestas tecno y las he sentido como una especie de viaje tántrico muy espiritual, con sus beats y sus bum, bum, bum, muy rituales, y que emparentan, en mi modo de ver, la ritualidad del campo y la ciudad, y como las dos, en el caso de La Roya, atraviesan y afectan a un mismo personaje.
Y precisamente ahora que mencionaste la música, ¿cómo fue la elección de la gama de géneros que suenan en la peli, porque hay desde guasquitas, pasando por el tecno, y finalizando con el reguetón que Jorge termina cantando en el cafetal?
La idea de la música venía atada al descenso del personaje, que comienza en lo más alto de una montaña. Yo siempre me imaginé el viaje de Jorge como un descenso a la oscuridad del personaje, que va bajando desde el pico de la montaña hasta lo más oscuro que es cuando está debajo del agua en la piscina, donde se confronta finalmente. Entonces, respecto a la música me interesaba mucho ir desde algo muy tranquilo, ir subiendo la intensidad hasta llegar a algo muy oscuro desde la música.
Qué pena en la semana del estreno de tu última película preguntarte por tu próximo proyecto, pero yo sé que la cosa funciona de esa manera, y que ustedes siempre que tienen la oportunidad están trabajando en diferentes frentes. ¿Cómo retomar con nuevos bríos después de estos años tan duros y continuar adelante, buscando cada día nuevas motivaciones?
Para todo el equipo es muy especial cerrar este ciclo tan duro con el estreno de La Roya en Colombia, y leer un poco cómo la gente la percibe, asimilar algo de toda esa diversidad de miradas frente a una misma película, me ha parecido súper interesante, desde el que se conmueve profundamente, hasta el que dice que qué pereza ver crecer el pasto, que qué es ese tueste (Risas). Sigo creyendo que esa es una de las cosas más bonitas del cine, que permite una multiplicidad de recepciones de un mismo fenómeno que es una película.
Ahora estoy escribiendo un nuevo proyecto que se llama Lovers go home, con su título en inglés y que transcurre entre Estados Unidos y Colombia, concretamente en Medellín. Te adelanto que es una historia de soledades distantes, con una pregunta existencial de fondo sobre en qué mundo es que estamos viviendo, y cómo aparentemente estos dos mundos tan distantes pueden tener muchas cosas en común.