Juan Sebastián Muñoz Sánchez
Los años noventa dejaron en simultáneo en todo el cine latinoamericano una serie de películas que trascendieron de formas diversas en el imaginario cultural. Algunas películas trascendieron en la taquilla, otras en la crítica, otras en taquilla y crítica y otras más se convirtieron en películas de culto que alimentaron lo que podría considerarse una cultura urbana extensa que al menos trazaba los rasgos de una humanidad de asfalto, en la dinámica de una supervivencia incluso violenta, de gente enviada a la deriva, que se aferra con todo lo que puede a lo que se encuentra.
Colombia fue uno de los países capitales en ese desarrollo temático, con películas que aportaron considerablemente a toda una época de clásicos generacionales, por la que pasaron películas tan importantes como Rodrigo D: No Futuro (1990), La estrategia del caracol (1993) y La vendedora de rosas (1998). Pero tal vez la película más representativa del entramado urbano de supervivencia en Colombia fue La gente de la Universal (1993), de Felipe Aljure, todo un tejido social entre la autoridad y el crimen que cruza pasiones enardecidas por la búsqueda inmediata del beneficio propio.
El exsargento de la policía Diógenes Hernández (Álvaro Rodríguez) es dueño de una pequeña y escasa agencia de viajes de nombre ‘La Universal’, en el mismo apartamento donde vive en compañía de su esposa Fabiola (Jennifer Stephens), quien hace las tareas de secretaria. El único que le ayuda a Diógenes en las tareas detectivescas de la agencia es su sobrino Clemente Fernández, quien mantiene un romance frenético con su tía política. Desde la cárcel, Gastón (Ramón Aguirre), un mafioso español acusado del homicidio del amante de Margarita (Ana Aristizabal), su amante actriz pornográfica, contrata los servicios de ‘La Universal’ para seguirle los pasos a la mujer.
Aljure separa sobre los códigos del legendario film noir para rediseñarlo en todo el centro de Bogotá, dentro de cuyos márgenes siempre se mantiene la historia. La trama de Aljure, escrita con Manuel Arias y Guillermo Calle, está sostenida sobre personajes no especialmente complejos pero arrasadores, impulsivos y tan invariables como para que cada choque produzca explosiones dramáticamente sustanciosas. Esa violencia cómica de cada personaje no solamente estimula la propia comedia, sino que eleva un individualismo que se extiende como principio sobre una pequeña sociedad contagiada por un hedonismo irresistible.
El diseño sonoro, de Valentin Kirilov y Alexander Bachvarov, está lleno de detalles que dibujan el fondo de la ciudad, con la radio, el tráfico, la sala de cine y otras señas particulares, pero también impulsa la emoción precisa con efectos discordantes puestos en primer plano. Aljure y el prestigioso cinefotógrafo vasco Gonzalo Berridi apuestan por emplazamientos sorpresivos que aportan una mirada extensa de los espacios, reforzada por lentes angulares, además de aportar al espíritu desenfrenado de la película con movimientos incisivos y rápidos que casi simulan el delirio, muy cercanos a la estética videoclipera.
Por supuesto, la terna que encabeza el reparto, conformada por Álvaro Rodríguez, Jennifer Steffens y Robinson Díaz, en el reto constante de armonizar esa intensidad, tiene éxito en ese objetivo y, además, incide con gran acierto en miradas, gestos y palabras que llenan de significado cada escena.
La connivencia entre la legalidad y la ilegalidad, el socavón fructífero de la pornografía que emula por momentos el giallo y la condensación de la arquitectura del centro de Bogotá convierten ya de por sí a la película en un documento para reflexiones que no caducan. La edición de Antonio Pérez Reina superó el reto de integrar todas esas personalidades frontales en primeros planos, todas esas transiciones de un individuo a otro, toda esa fragmentación de importancia transversal, necesaria en la forma y en el fondo, que tiene que ver con el estilo de Aljure y con la profundidad instintiva de una sociedad de risotadas, de garras prestas a amar y a matar.