Luisa M. Cárdenas
No recuerdo con exactitud lo que sentí la primera vez que vi Milagro en Roma, solo recuerdo que la vi en televisión sentada en la cama en mi casa de pueblo sin cinemas. Tengo la sensación de quedar con un nudo en el pecho al mismo tiempo de una sensación profunda de extrañeza y maravilla por lo que estaba viendo. Fue luego, cuando la pude ver en un cinema de la ciudad, que confirmé todas las razones de mi múltiple sensación. La película tiene varias capas de fondo en lo que cuenta.
“El amor hace breve la muerte” es el epígrafe con el cual nos inician en la película y nos sobrellevan hasta el final, pero es en este momento cuando se reafirma, puesto que durante toda la película se queda entrelíneas y permanece disimulado por un surrealismo untado de sátira. Todo desde momentos orgánicos que nos hablan de aspectos sociopolíticos de fondo.
Milagro en Roma, dirigida por Lisandro Duque, nos trae la historia de Margarito Duarte, un hombre de Filandia, Quindío, que después de encontrar el cadáver intacto de su hija, muerta desde hace doce años, en medio de un cambio del cementerio del pueblo; intenta la santificación de la niña en Roma, donde la burocracia será su mayor obstáculo para lograrlo. La historia suena mucho a temas e intereses de Lisandro Duque (si nos remitimos a la mayor parte de su filmografía) y, por supuesto, tiene un estilo permeado del realismo mágico de Gabriel García Márquez. Con toda la razón, pues la película es una adaptación del cuento La Santa y hace parte de la serie Amores Difíciles, la cual se compone de seis películas adaptadas de cuentos del escritor colombiano, quien además intervino en la escritura de los guiones.
De esta manera, a pesar de tener la participación del mismo García Márquez en el guion, se evidencia una forma sutil y militante de Duque de decir y hacer crítica de las cosas, que no son cualquier cosa: son asuntos religiosos y sociopolíticos relacionados con algunas idiosincrasias de la zona andina de Colombia. Pero también se trata de absurdos que provienen del Vaticano, la religión católica y su influencia en el poder y en el pueblo; absurdos como operar bajo la lógica de las etiquetas “primer mundo y tercer mundo”. O si no, ¿qué podemos decir de todo el monólogo que nos regala el embajador de Colombia en Roma? Mientras habla por teléfono con el vaticano y tiene a Margarito Duarte en su despacho escuchando:
“Que los países de alto desarrollo rara vez necesitan de un santo, mientras que las zonas pobres del planeta […] como Colombia, necesitan de esos estímulos, aunque sea para relajar las tensiones sociales. Pero ustedes tienen que comprender que lo hacemos pensando no sólo en los méritos de la niña, que sin duda son muchos, sino en el prestigio político y social de Colombia”.
Podríamos concentrarnos solamente en la anécdota de Margarito Duarte en ese peregrinaje con su hija, donde el amor se hace fuerte contra la muerte y de alguna manera sobrevive en lo sombrío y lúgubre de la situación. Pero, perderíamos ese picante que nos ofrece Duque en sus películas respecto a estos temas sociopolíticos, que suelen aparecer entramados dentro de los diálogos de los personajes y los sucesos a los que están sometidos.
… una forma sutil y militante de Duque de decir y hacer crítica de las cosas, que no son cualquier cosa: son asuntos religiosos y sociopolíticos relacionados con algunas idiosincrasias de la zona andina de Colombia.
Aquí, Margarito, más allá de su propia historia, representa en analogía un montón de historias de personas y situaciones que buscan una “oportunidad” con la creencia de que ese “primer mundo” es quien la puede brindar o solventar, cuando realmente por sí solas pueden ser suficientes, existen y se resuelven. Aunque, tal vez Margarito Duarte tuvo que pasar tantas cosas para entenderlo, para darse cuenta de que en sus propias manos tercermundistas estaba la solución. La metáfora se cuenta sola, ¿no creen?
Esto se ajusta con un diálogo de un figurante: “si esto hubiera sucedido en Armenia sería un milagro, pero como sucedió en Filandia es una coincidencia, ¡jum, qué tal!”. Este diálogo se da cuando afuera de la casa de Margarito Duarte está congregado el pueblo esperando noticias del obispo, quién ha ido a verificar el caso de la niña como posible santa y en medio de todo ocurre un eclipse que pone a todo el pueblo de rodillas a rezar. Pero el obispo se digna a detener la religiosidad y fanatismo de sus feligreses diciendo que el eclipse ya estaba avisado. Pero, pensemos por qué un santo le vendría bien a un país “tercermundista” si no es para enceguecer y generar fanatismos… (En fin, la hipocresía).
“si esto hubiera sucedido en Armenia sería un milagro, pero como sucedió en Filandia es una coincidencia, ¡jum, qué tal!”.
La película es muy sencilla en cuanto al lenguaje cinematográfico sin subestimar el mismo. Eso se acepta: es un filme de 1988 y creado para televisión, por tanto, su lenguaje que podría estar pensado para cine está un poco limitado a la lógica televisiva. Aun así, hay un ejercicio de dirección de arte y de propuesta fotográfica que va en la misma vía de la historia: se muestra un halo de misterio y un ambiente sombrío a pesar de normalizar y volver cotidiano el andar por Roma con una niña muerta en un baúl. Igualmente, a pesar de la baja calidad del sonido de la época, hay un enriquecimiento de la historia a través de acompañamiento musical, que en cierto punto es clave para el desarrollo de la premisa de la historia que tiene que ver con ¿quién es el santo realmente? La cual proviene del cuento directamente.
Pero quisiera retomar ese epígrafe inicial para recalcar el amor como acto de fe, no desde un ámbito religioso. De hecho, toda la película rehúye a enmarcar el amor de Margarito Duarte por su hija dentro de lo religioso. Podríamos decir que la religión es muy distinta de la fe o del simple creer. Eso que logra el protagonista se sustenta en su perseverancia y en el sencillo y puro sentimiento de que su hija es más allá que una muerta y más allá que una ficha política y religiosa; es una niña que simplemente está dormida. La fe de Margarito se sustenta en que Evelia es su hija, a quién ama profundamente.
(Curiosamente, siempre me he preguntado si no se trató de un caso de catalepsia. Pero, sigue siendo un realismo mágico que continúe perfecta doce años después de ser enterrada.)