Martha Ligia Parra Valencia
En twitter: @mliparra
Héctor Abad Gómez, protagonista de la película El olvido que seremos, decía que, para enseñar a otros, son necesarios el conocimiento, la sabiduría y la bondad, y que el mero conocimiento no es suficiente. Su pretensión como profesor era alentar a pensar con libertad. Esta producción de Fernando Trueba nos acerca de modo amable a un hombre carismático y de múltiples facetas; y dialoga con su dimensión íntima, familiar, política, médica y docente. Dibuja el retrato vivo de un padre poco convencional y de un ser humano esencialmente protector. Alguien que no solo estuvo a la altura de su tiempo, sino varios pasos por delante.
La película establece un diálogo inteligente entre el pasado y el presente, lo privado y lo público, la razón y el corazón, la vida y la muerte. Esta última, nos acompaña desde un inicio con la cruda escena de El precio del poder, de Brian de Palma, la cual enfrenta al espectador con lo que vendrá, la violencia naturalizada: “Tanto latino dando bala”, dice el personaje de Héctor hijo. Y en adelante las referencias a la muerte seguirán: el niño Quiquín pide: “Yo lo que quiero es ver un muerto”; Marta, la hermana artista y estrella de la familia, baila la canción A la memoria del muerto; el protagonista mira su película favorita Muerte en Venecia, de Luchino Visconti, y lee a sus hijos el hermoso cuento de Wilde, El ruiseñor y la rosa. Este último, una alegoría de su historia y del sacrificio que hizo por amor a otros, en una sociedad ingrata.
Wilde, Machado, Neruda y Borges acompañan la memoria y los pasos de este hombre sensible y su legado, y nos recuerdan que la poesía sirve para apaciguar la angustia y “sobrevivir a las tristezas de la tierra”, como dice el poema Resurrecciones, de Neruda. El mismo que se escucha en la voz del protagonista: “Si alguna vez vivo otra vez, será de la misma manera… no quiero ser un elefante, ni un camello desvencijado, sino un modesto langostino, una gota roja del mar”.
Héctor Abad fue un filántropo, un rebelde con diversas y loables causas a las que dedicó la existencia y las incansables luchas; las mismas que hoy siguen siendo urgentes: la libertad de pensamiento, la búsqueda de una sociedad más justa y equitativa y la defensa de la vida.
“Ser bueno no solo no es fácil, sino que puede ser el mayor de los riesgos. Más aún en una época en la que la fotogenia de la maldad y la fascinación por la violencia ocupan de modo continuo, insistente, nuestras pantallas cinematográficas y televisivas, nuestra literatura y, lo que es peor, nuestra vida cotidiana”, declara un inspirado y siempre profundo Trueba a propósito de su protagonista. Su película apuesta por un hombre bueno que tuvo el valor de ser valiente. Alguien con un corazón bondadoso en un contexto hostil, y que fue fiel a sus convicciones hasta el final.
Javier Cámara está a la altura de su personaje y lo encarna a cabalidad. Su carisma y talento llenan la pantalla y sostienen la historia. Físicamente adopta la apariencia característica de Abad Gómez descrita así en la novela: “Siempre pulcro, siempre impecablemente vestido, de saco y corbata, siempre ingenuo y abierto y sonriente”.
Su película apuesta por un hombre bueno que tuvo el valor de ser valiente. Alguien con un corazón bondadoso en un contexto hostil, y que fue fiel a sus convicciones hasta el final.
La cinta capta en color la atmósfera del pasado para transmitir, con todos los matices, la dinámica cotidiana, las reuniones y paseos. Esta parte luminosa abarca lo que sería “un paréntesis de felicidad casi perfecto”. El presente, por su parte, está fotografiado en blanco y negro y recuerda la dura realidad, la zozobra, el clima enrarecido y la muerte que ronda.
Dentro del reparto, sobresalen las actrices Patricia Tamayo (Cecilia) y Aida Morales (Gilma), precisas y expresivas en cada gesto. Teniendo la película una gran figura central, logra al mismo tiempo el encanto de una obra coral, donde las escenas familiares están maravillosamente construidas, con espontaneidad y a través de planos secuencia. Trueba logra una película tan íntima como familiar, tan política como universal.
Solo un equilibrista como el director pudo asumir tantos riesgos: alguien como él con una filmografía diversa que reúne ficción, documental, drama, comedia, animación. El primero de los retos fue la adaptación, pues siempre se carga con la inevitable comparación. En este caso con la novela que, además de ser un bestseller, es una obra fundamental para entender la historia reciente del país. Sumado al hecho de tener un protagonista tan cercano en el tiempo como Abad Gómez, quien también había sido objeto del documental conmovedor Carta a una sombra, de Daniela Abad y Miguel Salazar.
Igualmente riesgoso era tener como protagonista a un actor español en el papel protagónico, y el hecho de abordar una producción de época para recrear la Medellín de los años setenta y ochenta. Excelente el cuidadoso diseño de producción de Diego López.
Como en la época que describe la película, continúan hoy las persecuciones y estigmatizaciones de líderes estudiantiles y sociales, y de quienes alzan su voz en contra de las injusticias. Abad Gómez fue víctima de la mezquindad de los privilegiados y de lo que en la novela de Abad Faciolince se describe como “epidemia cíclica de la violencia y violencia política hacia los opositores”. También ahora, los orígenes de la desigualdad, de la violencia y de la pobreza, permanecen sin cuestionarse.
Tomo el libro en el que se basa película, me detengo en algunos pasajes y releo algunas páginas con los subrayados propios. Revivo las emociones y encuentro lo que podría resumir el sentimiento final de la historia: “aunque la herida está ahí, en el sitio por el que pasan los recuerdos… pero más que una herida es ya una cicatriz”. El amor por la vida y el dolor más profundo, inspiraron la novela que logró arrebatar al padre del olvido. El cine hace ahora lo propio.