El tercer cine colombiano

Carlos Álvarez

 

Al cine colombiano lo que sí le ha faltado, entre otras cosas, es una seria reflexión sobre su condición.
Haberse puesto a pensar qué clase de cine era factible y necesario en un país como Colombia, subdesarrollado, dependiente y capitalista atrasado.
Pero lo cierto es que esta reflexión ha estado siempre ausente.

Ni por parte de los cineastas, para tratar de orquestar su obra en un territorio cierto; ni de los productores, en la medida en que esperaban recuperar sus dineros invertidos en el cine y obtener ganancias; ni por parte de los críticos, para los cuales podría suponerse que ese era su oficio.
Esta negativa a buscar la identidad, a constatar hechos o a fijar algún tipo de pautas teóricas culturales no hizo sino estar acorde a los bamboleos erráticos del cine colombiano en los últimos años, en que la producción se incrementa y continua y recurrentemente se habla del último film, como “el verdadero inicio del cine colombiano”.
Hoy es más imperativo que nunca la necesidad de hacer esa reflexión. Pero pretenderlo implica un trabajo largo y sistemático, que por supuesto, no se podrá evacuar en un sólo texto.
Hace once años hablábamos con Fernando Birri y decíamos que en 5 años a más tardar, la industria del cine colombiano sería floreciente y próspera y nos daría feliz trabajo a todos.
A los pocos años ya nos habíamos dado cuenta del error de apreciación.
Pero, por suerte, nos dimos cuenta.
La industria de cine en Colombia no era posible y desde esa época no ha sido tampoco posible.
Y hoy con 11 años de por medio, se ve cada vez más lejana.
La equivocación partía de basar la formación de una industria de cine en las buenas intenciones de los realizadores o críticos de esa época, y no pensar en las condiciones económicas que son las que dan lugar a una industria cinematográfica en un país capitalista y dependiente. Los realizadores que desde esa época llegaron con las sanas intenciones de hacer films que se pusieran al lado de las nuevas olas que inundaban el mundo, vivieron en carne propia la ineficacia de sus artísticas intenciones y sin entrar a juzgarlas, derivaron fácilmente hacia el mercantilismo más mediocre, envolviéndolo, eso sí, con papel regalo de colores, para ocultar sus patrañas con visos seudo-artísticos.
A ellos, la llamada “generación de los maestros” (Norden, Angulo, Mejía, Pinto, González), se les puede acreditar su frustración inicial, rápidamente tapada por un reacomodo vitalizador dentro de la burguesía, que necesitaba realizadores de cine que publicitaran sus “triunfos y adelantos”, en tantos aspectos de los que tienen que hablar: sociales, industriales, urbanísticos, etc. Para ellos hicieron y siguen haciendo documentales en brillantes y primorosos colores kodak.
Pero la industria no se formó. El atraso capitalista de Colombia no daba para eso. Los inversionistas no habían descubierto que ahí también podía haber ganancias y preferían ir sobre seguro con sus supernegocios en la construcción urbana, los latifundios, el comercio u otras actividades menos riesgosas y más conocidas.
El arte que propusieron los artistas del cine de principios de la década del 60 nunca los convenció y más bien los llenó de una desconfianza abstinente.
Además, si había un cine que abarcara todas las pantallas, con gran calidad, solvencia técnica, buenísimos argumentos y protagonistas hermosos y hermosas, ¿para qué ponerse a experimentar en Colombia, con técnicos novatos, directores incultos y actrices aindiadas? El neocolonialismo era económico primero y cultural después, y ambos unidos llevaron a que nunca hubiera una industria colombiana de cine.
Los intentos han sido esporádicos, pero persistentes en estos 14 años. Unos se propusieron hacer películas cultas como Bajo la Tierra (Santiago García, 1968) o Tres Cuentos Colombianos (Alberto Mejía y Julio Luzardo,1964); a otros les dio por inspeccionar los géneros que desde el exterior causaban furor en Colombia, para copiar la fórmula y llenarse de plata. Entonces hicieron películas de vaqueros colombianos copiadas de los vaqueros italianos, a su vez copiadas de los vaqueros americanos. Aquileo Venganza (Ciro Durán, 1967), o El taciturno (Jorge Gaitán, 1969). Algunos preferían las coproducciones para asegurar algún mercado en el extranjero como Lizardo Díaz que trae ilustres desconocidos (ilustres en su casa) para dirigir sus coproducciones como Y la novia dijo… (Gaetano Dell-Era, 1964) o Amazonas para dos Aventureros (Ernest Hoffbauer, 1974).
Irremediablemente, todos estos trabajos han llevado al fracaso o por lo menos, a proseguir los trabajos aislados sin que la industria organizada aparezca.

El neocolonialismo era económico primero y cultural después, y ambos unidos llevaron a que nunca hubiera una industria colombiana de cine.

El cine da para todo y por eso no se le puede pedir al señor que hace telenovelas romanticonas con el más preciso interés mercantil, que se apreste a una discusión cultural sobre el cine que debe hacerse para Colombia, porque este señor tiene objetivos muy precisos y ni con todos los argumentos posibles de por medio, cambiará su negocio. Pero tampoco los críticos supieron ubicar este tipo de manifestaciones dentro del contexto colombiano y no solo para orientar a su público lector.
Algunos se burlaban despreciativos, pero no profundizaron en el hecho social, ideológico, ni económico.
Por eso, a los pocos años, y reflexionando para quiénes tiene validez este mecanismo, nos pudimos dar cuenta de que era un error de enfoque al creer y desear la aparición de esa industria de cine en “cosa de cinco años”. Porque era estar totalmente dentro de los esquemas de “ellos”.
Del cine de los países capitalistas desarrollados, cuando nosotros nos debatíamos en la pobreza más subdesarrollada, aunque siguiéramos soñando en grandísimas cámaras de panavisión, o inmensas grúas y multitudes de superproducción.
Simplemente nos dimos cuenta de nuestra colonización cultural, cuando deseábamos una industria de cine como existía allá, mientras acá no había ni película virgen para filmar.
Entonces, había dos caminos a tomar. O seguíamos creyendo que el cine era sólo la industria que produce largometrajes con actores, colores y besos, o pensábamos que el cine era “otro” medio de expresión y que se podía hacer uso de él (como de la literatura, música o pintura) haciendo caso omiso de las imposiciones y patrones impuestos por la industria de origen imperialista.
Desde la exteriorización de esta dicotomía (1968) el cine colombiano ha caminado en dos vertientes, de las cuales, evidentemente creemos que sólo la segunda representa una posición cultural válida, mientras que en la primera se anidan los oportunistas, los comerciantes de todos los pelambres, los cocteleros del cine. Podría pensarse que es una división de clases, si no fuera que el origen ineludible de todos los cineastas es la burguesía o la pequeña burguesía.
Pero sí lo puede ser en la medida en que un cine, el de los cocteleros, se alinea de oposición al pueblo, al lado de los intereses de la burguesía y al otro lado, el de quienes creen y utilizan su cine para hablar de los conflictos de ese pueblo, de sus luchas, alegrías, derrotas y victorias.
La división es evidente y es de clases, aunque sea por opción.
Algunos de los postulados teóricos del tercer cine colombiano que datan de 1968, son los siguientes:
1. “El cine para América Latina tiene que ser un cine político”
2. “Tiene que ser el ‘cine de los 4 minutos’. Su tiempo clave”
3. ” Será hecho, con las mínimas condiciones. No importa tanto la hechura como lo que se diga”

  1. “Tiene que ser cine documental”
  2. “Hoy peleamos con el cine en la mano. Mañana las condiciones cambian, y pelearemos con otra cosa. No somos inmutables. Es decir, este cine, como todas las actividades en América Latina tendrá que ser terriblemente dialéctico”.

Pero sí lo puede ser en la medida en que un cine, el de los cocteleros, se alinea de oposición al pueblo, al lado de los intereses de la burguesía…

Hoy, hechas las mismas experiencias de realización, podemos repensar estos agresivos postulados.
1. Es cierto, en América Latina la vida política se nos mete por todos los poros. La violencia cotidiana, signo indudable del Tercer Mundo, nos abarca en cada minuto desde la mañana hasta la noche. Son las ínfimas condiciones de vivienda, en que el 50 % de les familias viven en una pieza donde duermen, cocinan, y “viven”. Y son familias de cinco personas como mínimo.
Es la desocupación de los hombres y el sub-empleo de las mujeres. Son los dos platos de agua con pan que constituye el alimento diario de toda la familia, desde los niños recién nacidos para los cuales no hay leche. Es la falta de educación y la desnutrición crónica.
Toda esta violencia cotidiana, soterrada, cruel, asesina, es la que conforma ese mundo político apremiante y opresivo. Entonces, ¿cómo no hacer un cine que refleje todo este mundo y que no sea radicalmente o abiertamente político?
Claro que hay otro mundo lleno de colores, niños gordiflones y condiciones opulentas de vida que es el de la burguesía, pero precisamente para ellos y para alabarlos está la otra vertiente del cine colombiano opuesta a la nuestra.
Por lo tanto no exageramos cuando pedimos y practicamos un cine de resonancias políticas explícitas.
2. El cine de los 4 minutos fue una variante táctica para un cine sub-desarrollado.
Veamos.
El cine postulado como un aglutinante de discusión social, no consiste solamente en producir un film, sino en crear los canales de distribución y exhibición, ajenos al sistema capitalista de exhibición.
Si es un cine que pretende cambiar toda la forma tradicional de “ver” cine, este cambio parte de otro tipo de relación con el público, y esa discusión es un diálogo abierto entre el público y el film y entre los espectadores mismos. Pero no dentro de las creencias individualistas sino dentro del diálogo político de los espectadores participantes.
Entonces, el público es el 50% del film. Los films son apenas detonantes de una discusión sobre una realidad mostrada en el film y sirven para abrir la revisión de esa realidad encubierta por los medios de comunicación oficiales y por la ideología burguesa.
Al hacer films de 4 minutos que abarcarán hoy el problema de la mendicidad, mañana el de la alienación religiosa, pasado mañana el de la represión estudiantil y así sucesivamente, podríamos tocar muchos temas y abrir la discusión sobre puntos que permanecían ocultos o tapados.

Al hacer films de 4 minutos que abarcarán hoy el problema de la mendicidad, mañana el de la alienación religiosa, pasado mañana el de la represión estudiantil y así sucesivamente, podríamos tocar muchos temas y abrir la discusión…

Claro que son films “incompletos”, más bien “provocadores”, que apenas enunciaban el problema y que eran “completados” por los espectadores.
La necesidad era precisa. La historia de nuestros países ha sido ocultada o tergiversada sistemáticamente, con estos films la revisábamos aunque fuera provisionalmente y se abría paso a la discusión y racionalización de todos estos conflictos sociales, con el único fin de preparar su cambio definitivo.
Hoy podemos concluir que si bien muchos otros films han necesitado un tiempo mucho mayor para profundizar su discurso, el “método del cine de los 4 minutos” tiene la misma vigencia de hace 6 años, pues los films más largos necesitan más recursos, más tiempo y son por esto mismo mucho más esporádicos que los cortísimos films de 4 minutos, retrasando la posibilidad de tocar muchos temas que urgen la necesidad de ser vistos a través de la óptica del cine.
3. Las condiciones para hacer un cine “aparte” en Colombia continúan casi iguales. Puede haber más medios, pero continúan siendo los más precarios imaginables, por lo tanto, se seguirán haciendo con las mínimas condiciones e intentando que su contenido cubra los posibles defectos de construcción.
En una época se disculpó la mala factura de los films con su contenido, pero es un gran error. Películas tan mal construidas como Carvalho (Alberto Mejía, 1969) no tienen ninguna disculpa y antes por el contrario perjudican el tipo de mensaje contenido pues lo hacen ilegible. Una cosa es trabajar con pocos medios y otra cosa trabajar sin aplicar lo mejor posible esos pocos medios para obtener el mejor film posible.
Este es un punto aclarado, aunque no siempre asimilado.
4. Es cierto. El Cine de los países subdesarrollados debe ser fundamentalmente el cine documental. Nos permite aproximarnos más fielmente a la realidad que urge ser mostrada. Exige menos aparataje cinematográfico para su construcción y menos experiencia, que nunca la podremos tener en cantidad, pero sobre todo, permite que el realizador saque su obra de la realidad más objetiva, haciendo diluir todas sus aspiraciones de “director de cine” en la necesidad de ser fiel y combativo trabajador por el cambio de esa realidad.
Lo hace olvidar un poco de sus conflictos internos, estrictamente personales, para dar a su film un mayor contexto social.
El documental es una terapéutica contra los deseos ocultos de todo realizador subdesarrollado de volverse, alguna vez, un gran director de cine, como esos de por “allá”. Allende estos territorios subdesarrollados.
Claro que no se puede ser tan sectario, como para no saber que hay temas que pueden trabajarse mejor y más profundamente desde una óptica argumental, de puesta en escena con actores y dentro de una duración que se acerque a los patrones tradicionales del cine industrial.
Eso es claro, pero, ¿cuándo podremos conseguir el dinero para hacer uno o tres largometrajes argumentales, con actores y el aparataje que eso implica en tiempo y trabajo?
¿Qué director del tercer cine puede abandonar sus trabajos habituales para sobrevivir y dedicarse tres meses exclusivamente a “su” largometraje?
Proponer hacer cine documental, con la relativa facilidad que hay para su filmación, es también proponer otra forma de terapia para nuestros sueños de cineastas. Si nuestras aspiraciones apuntan muy alto, moriremos podridos y desgraciados con nuestros sueños sin realizar. Y cuando digo apuntar no muy alto, no es en cuanto al contenido político de nuestros films, sino en cuanto a toda una metodología del cine.
Porque leyendo alguna revista de cine, nos podemos dar cuenta de la forma como filma un joven principiante en Europa o Estados Unidos. El dinero, el equipo humano, las máquinas, los laboratorios, etc., con que cuenta y como esas posibilidades no existen, ni existirán dentro de un proyecto de industria capitalista del cine para Colombia, entonces tenemos dos opciones: o ponernos a llorar y añorar tiempos o países en donde nuestras fantasías pudieran materializarse, o buscar el método y el tipo de cine, que sin ser tal vez el ideal (pero una cosa es lo ideal y otra lo posible), nos permita hacer cine. Y hacer un cine vital, influyente sobre la realidad, participante de ella.
Es muy posible que debamos hacer cine argumental, pero mientras llega ese momento o continuamos hablándonos mentiras como hasta ahora, o preferimos utilizar nuestro tiempo mejor y hacer esos films cortos, pobres de medios de realización, documentales y muy políticos que hacen fruncir el ceño despreciativamente a tantos proyectos de “directores” de cine que esperan sentados todavía a que el buen capitalista se convenza, por fin, que invertir sus dineros en el cine es buen negocio y que así, sentado esperándolo, está el artista que hará duplicar sus ganancias.

Es muy posible que debamos hacer cine argumental, pero mientras llega ese momento o continuamos hablándonos mentiras como hasta ahora, o preferimos utilizar nuestro tiempo mejor y hacer esos films cortos…

Por lo menos, como una buena conclusión, podríamos decir que después de los 30 años, el hombre subdesarrollado, el cineasta del Tercer Mundo, debería perder su inocencia y pasar a otro estadio superior.
5. ¿Cómo no ser dialécticos? Cuando optamos por el cine que camine al lado del pueblo, ¿cómo ser inmutables?, cuando el pueblo tiene todo por cambiar, todo un mundo por ganar.
Tiene para perder su desnutrición, su falta de vivienda, sus faltas de educación, la castración de todas sus posibilidades humanas y ganar todo lo contrario.
Cuando la lucha se da en tantos terrenos, cómo vamos nosotros a proclamar sagrado nuestro oficio de cineastas, si lo que queremos es estar al lado de ese pueblo que lucha por conquistar, arrebatándolo, su vida futura de hombres plenos, no recortados.
Todos estos puntos, que teóricamente nos separan del intento de cine industrial colombiano, siguen teniendo hoy total vigencia, con sus más y sus menos.
Todos estos eran puntos claros, elementos propios para una teoría de cine colombiano, que obviamente los cultores del cine industrial ni siquiera produjeron. Sus films, o fueron películas como Préstame tu marido (Julio Luzardo, 1973), comedia rosada con figurones de la televisión o Camilo Torres (Francisco Norden, 1973), largometraje de entrevistas a burgueses redomados que se proclaman todos consejeros del cura guerrillero y prácticamente autores de todos los pasos que en su vida dio una de las figuras culminantes de la historia contemporánea colombiana.
Pero el objetivo mismo de los dos films los limita de entrada.
El primero, planteado como un “éxito” de taquilla, no tiene mayores aspiraciones que copiar el esquema del cine mexicano. El segundo, en cambio, retoma la figura de Camilo Torres para explotarlo comercialmente, sabiendo que llenaría los cines. Con este objetivo fundamental, todos los demás están subordinados. No hay indagación seria, no hay construcción cinematográfica, no hay ni siquiera una idea predominante del realizador, que se quiere presentar como un objetivo investigador, como si todavía alguien creyera que la objetividad existe, para explicar precisamente a un hombre que se opuso frontalmente al sistema burgués porque no creía en él y en cambio sólo aceptaba su destrucción.
Todavía pudiera aceptarse la realización de este film, con el objeto de destruir políticamente a Camilo Torres. Esto por lo menos implicaba asumir una posición, combatible o no pero era algo. En cambio es exactamente la mediocridad de los comerciantes que hoy venden iconos del Ché en todas partes: en las camisas, en los collares, en las hebillas de las correas.
Estos dos largometrajes son las dos culminaciones del cine comercial colombiano, que han tenido exhibición en círculos comerciales con colores y grandísima alharaca alabatoria de los gacetilleros de los periódicos.
Este es el cine que la otra vertiente del cine colombiano ha hecho y él cine que nos proponen como camino oficial para Colombia.
Nuestros films en cambio, son unos pocos: Chircales (1972) y Planas (1970) de Marta Rodríguez y Jorge Silva; El Hombre de la Sal (1969) y Los Santísimos Hermanos (1970) de Gabriela Samper; Oiga Vea (1972) de Luis Ospina y Carlos Mayolo; Padre, ¿dónde está Dios? (1972) de Crítica 33, Mar y Pueblo y La hora del hachero (1970) de La Rosca; Un día yo pregunté (1970) de Julia de Álvarez y Asalto (1968), Colombia 70 (1970) y ¿Qué es la Democracia? (1971) de Carlos Álvarez. Lista demasiado magra, demasiado esporádica y sobre la que hay que reflexionar más de una vez.
Todos estos films, en diferentes medidas han tenido difusión muy amplia, de miles de espectadores.
Esto ha sido un triunfo neto. Una falla parcial es que han sido distribuidos por canales creados por los mismos films y atendiendo a las necesidades propias de grupos políticos diversos, en cambio de unir esfuerzos y crear un solo canal, con lo cual el número de exhibiciones llegaría a cifras mucho más grandes.
Una experiencia cercana y conocida es la de ¿Qué es la Democracia? Fue exhibida para 100.000 espectadores en un año. De julio de 1971 en que el film sale, a julio de 1972 en que es secuestrada.
Número de espectadores contados exhibición por exhibición dentro de todos los públicos: universitarios, colegios de secundaria, sindicatos, obreros en barrios, obreros en fábricas, clínicas, concentraciones campesinas, en fin, un público para el cual cada uno de estos films representa un esfuerzo, aunque sea pequeño, a su lado, de parte de su causa de explotados, y acompañados con discusiones de una gran riqueza y de resultados palpables.
Este recorrido lo han hecho todos los films mencionados con total solvencia, lo cual debería llevar a los realizadores colombianos del tercer cine a plantearse su oficio del cine con un mucho mayor rigor del que los buenos resultados hasta hoy permiten deducir.
Hoy creemos encontrarnos ante otra dicotomía o paradoja, pero esta vez en la parte interna del tercer cine colombiano.
Veamos cómo todo este trabajo cinematográfico ha tenido gran utilización popular, es decir, les ha sido útil a ellos, a buena parte del pueblo, pero, tal vez, por otro rezago pequeño burgués, vemos con tristeza cómo todo esto no ha tenido ninguna gravitación en el cine colombiano visto en su conjunto.
Tal vez no es un rezago pequeño burgués sino una legítima pasión y amor por el cine.
Y el pesar es cuando se le ve en manos de arribistas y farsantes que con tanta facilidad fabrican sus productos fílmicos y con tanta facilidad le llegan a un público amplio.
Esta constatación deprimente no es para deprimirnos más, sino para ajustar nuestra visión y si es que no ha sido correcta, enmendar los errores y seguir adelante.
Y que le sirva a alguien, a algún país en donde la experiencia nacional de cine sea más atrasada que la de Colombia, para que tengan referencia de un camino que pueden llegar a recorrer.
El Tercer Cine Colombiano nos da pie para:
1. La constatación de la efectividad y sinceridad política de nuestro cine.
2. Pero su ejemplo no se ha extendido. Los cultores del tercer cine son escasos y no aparecen los más jóvenes que le inyecten vitalidad y sangre más joven.
Muchas veces nos hemos preguntado, por qué no crece cuantitativamente el tercer cine colombiano en comparación al teatro experimental o político. Las razones aparentes son varias, pero no hay una definitiva.
Por ejemplo, el teatro ha recibido mucho más apoyo de las universidades o empresas particulares que han fomentado sus grupos de teatro. Implica menor costo y permite palpar el resultado más rápidamente. Y tal vez, lo más evidente, es que al no haber en Colombia una tradición de teatro comercial, no ha sido posible mercantilizarlo, como es el casi ineludible inicio de los realizadores: los comerciales publicitarios para TV o pantalla grande.
Además el origen de la gente de teatro, es en las universidades, mientras que la fuente de la gente de cine, son casi siempre esos clubes de desechos humanos que son las agencias de publicidad, y en donde los valores son algo diferentes de los que priman en una universidad.

…el origen de la gente de teatro, es en las universidades, mientras que la fuente de la gente de cine, son casi siempre esos clubes de desechos humanos que son las agencias de publicidad…

Pero tampoco en las universidades ha cundido el ejemplo como para lanzar jóvenes al oficio del tercer cine.
En alguna parte debe estar la falla como para no poderla percibir con claridad.
3. A este ritmo el cine colombiano se nutre hoy de publicistas o de hombres que trabajan al unísono de esta mentalidad.
Y es el sentido del cine que predomina. Esta es una constatación real, para que nos ilusionemos de que es el tercer cine el que tiene la mayor gravitación general.
La mayoría de sus hombres siguen pensando en fantasmas.
Unos piensan que primero hay que crearse una solvencia económica y social para que “coman y vivan los niños”, cuando esto, más una buena casa y buen automóvil esté al día se puede comenzar a acumular dinero y lanzarse, entonces sí, a hacer el soñado largometraje. Aunque hayan pasado 10 años desde la idea original.
Es algo así como programar la cabeza durante 5 años de comerciante del cine, para luego sacarle la tarjeta y meter la que lo programa como un director de cine culto.
¡Por favor!
Pero la verdad es que estos son todavía los argumentos que tienen cabida en las cabecitas fílmicas de los realizadores… Lo que ocurre es que las cabezas quedan amañadas a la primera tarjeta, que es la de hacer dinero, porque causa más satisfacciones económicas y menos peligros y la otra alternativa para hacer cine se ahoga ahí.
Otros menos ingenuos han adoptado un método más expedito, pero no menos deshonesto.
Basados en un decreto que autoriza un sobreprecio por cada cortometraje en color no menor de 7 minutos, muchos se han arrimado y han conformado toda una tendencia de cortometrajes en donde, como en una receta de cocina, hay de todo lo que está de moda.
El cine mundial capitalista para venderse bien, recomienda: paisajes exóticos, color y una denuncia. Sobre todo la denuncia. Con todo esto bien revuelto y adobado con mucha publicidad personal más una elegante presentación al ser servido a la mesa (cocteles con vestido largo, whisky, “premiere” y palmaditas de felicitación en la espalda) se consiguen pingües ganancias y ser considerado por muchas señoras y otros cuantos engañados, como un director de “cine comprometido, político, izquierdista y crítico”.
Esto que parece un chiste, hoy confunde a todos y los realizadores concluyen sus aspiraciones cinematográficas ahí.
Y otros siguen pensando que la industria la harán los buenos ricos con plata y siguen esperando. Pero son las almas en pena que ven fantasmas de colores.
Entonces el cine colombiano hoy son, o los que hacen los cientos de comerciales para anunciar jabones, “brassieres” o urbanizaciones, o los que hacen sus cortometrajes de sobreprecio y “denuncian”, o los que sueñan despiertos.
El tercer cine político no está ahí. Está en otro lado.
Y claro que sí es de lamentarse que sean las tendencias más reaccionarias y oportunistas las que primen en el otro lado del cine, pues ahí también podrían y debían existir realizadores que afrontaran su oficio de cineastas colonizados, por lo menos con seriedad. Pero hasta ahora no ha ocurrido.
Este es el cine oficial de Colombia, que aún dentro de esta “amplia democracia” se permite leves autocríticas que sirvan para apuntalarles el sistema.
El otro cine, diferente al cine oficial, es el cine documental, político, en el formato de 16 mm.
Entonces dejémonos de espejismos y volvámoslo a ubicar en donde estaba, dejando constancia de que lamentamos no exista otro cine en Colombia con vigencia social y validez humana.
Al cine colombiano no lo conformará la industria de largometrajes. Ni la industria se conformará de largometrajes.
El cine de un país no son sólo sus largometrajes, sino también sus documentales, sus cortometrajes argumentales, cuando se hacen.
No es la forma de envasar el producto, sino su contenido, ya sea con argumentales o documentales de largo y cortometraje.
Por eso desgastar energías en la conformación de la industria de cine, no es lo que importa, sino darle contenido con el suficiente valor al cine que se haga, en la forma que se haga.
Hay industria de cine con contenidos culturales vergonzosos o fascistoides, pero son industrias de cine.
No es eso, lo que deberían querer quienes sueñan despiertos con la “industria de cine de largometraje”.
Y este es el punto fundamental que se debe plantear el tercer cine colombiano: que sus contenidos cumplan los primeros postulados que se ha propuesto.
Y esto, hasta ahora, es seguro que lo ha hecho. Con sus limitaciones, dudas y fallas.
Romper la idea del largometraje de actores, ha sido una tarea dura pero necesaria.
Ha sido romper la colonización cultural de decenas de años en el campo de cine.
Esto implica por otra parte, tres puntos, para la construcción del tercer cine colombiano.
1. Inventar todos los días nuevas formas de producción, pues la lucha principal será por construir el film.
El realizador del tercer cine está limitado por todas partes, especialmente por la economía.
Pero hace films. Uno cada año, cuando está con suerte, pero ahí están cumpliendo su objetivo.
El otro cine, ni siquiera cumple el objetivo económico que es su premisa fundamental.
2. Profundizar toda la tarea de exhibición, que es el otro 50% del film. Pero ahora sí coordinando la exhibición en todos los films y nuevamente en todos los niveles.
3. Profundizar el discurso de los documentales.

El realizador del tercer cine está limitado por todas partes, especialmente por la economía.
Pero hace films. Uno cada año, cuando está con suerte, pero ahí están cumpliendo su objetivo.

Aquí hay un fenómeno que al realizador del tercer cine colombiano le ocurre. Y es su visión fragmentaria de la realidad, producto del origen social.
Tiende a “impresionarse” por las injusticias del sistema capitalista y las vuelca en sus films, pero los films corren el riesgo de volverse impresionistas sin cumplir otros objetivos importantes. Por ejemplo, ¿a qué público se le está hablando? ¿Cuál es la utilidad para ellos de ver reflejados sus problemas? ¿En qué tono debe hacerse este discurso?
Es decir, cómo hacer que estos films, inscribiéndolos en un movimiento social general, le sean útiles para racionalizar los mecanismos de opresión, o vislumbrar formas de liberación.
Se corre el riesgo, siempre presente, de dar una visión documental parcial de la realidad, cuando hay que buscar las visiones más totalizadoras, además de inscribir el problema dentro del conjunto social en que se mueve.
El “de dónde viene y para dónde va” de los conflictos sociales. La dialéctica de la realidad.
Obviamente no es el cine de los 4 minutos, que es otra alternativa más, sino el contenido general que debe tener el cine colombiano para que tenga validez social y cultural y claro que artística, que por sobreentenderse, no hay necesidad de mencionar.
Sobre este contenido, que para un país oprimido, expoliado, subdesarrollado debería ser muy claro, no se aparece así.
El camino está lleno de trampas y facilidades equivocadas. El hecho concreto es la no producción de films de contenidos sociales honestos y la pululación del oportunismo en todas sus formas.
La reflexión sobre la condición del cine colombiano se hace necesaria comenzarla o recomenzarla ya.
El tercer cine ha dado pasos importantes, pero todavía cortos y tímidos pasitos en su conjunto.
El otro cine se debate en la desorientación cultural, en sus opciones sinceras, y el oportunismo, en las deshonestas.
El cine, como toda la cultura colombiana, deberá buscar su contenido más vital en las fuerzas de vanguardia que hoy traducen los mejores sentimientos libertarios del pueblo.
Para que se intente poner a la par y contribuir con su grano de arena a las nuevas tareas de la liberación.
De lo contrario será un cine muerto, y no es esa la dirección en que trabajamos hoy.
El tercer cine colombiano dará esa batalla. De esto estamos seguros.

Revista Cuadro No 4. 1978.