Óscar Iván Montoya
Gustavo Nieto Roa fue el primer colombiano que rompió el estereotipo del cineasta acosado por las deudas, desconectado de la realidad, envidioso de los triunfos de sus colegas extranjeros. Fue, a su vez, el artífice del primer taquillazo del cine colombiano con El taxista millonario (1979), que llevó un millón y medio de espectadores a las salas. Como si fuera poco, se dio el lujo de ser el primer cineasta colombiano que estrenó una película suya un 25 de diciembre, fecha reservada en décadas pasadas para los Steven Spielberg o los George Lucas.
Director, productor, guionista, director de fotografía y, en los últimos años, dedicado a la edición y escritura de libros, Gustavo Nieto Roa marcó una época y una tendencia del cine colombiano. Con Carlos el “Gordo” Benjumea conformó una de las parejas más recordadas y exitosas de la historia del cine nacional, imponiendo registros en taquilla imbatibles durante varias décadas. Su colaboración comenzó con Esposos en vacaciones (1977), siguió con Colombia Connection (1978) y El taxista millonario, y terminó con El inmigrante latino (1980). Además, Nieto Roa es el autor de notables adaptaciones de Aura o las violetas (1973), basada en la novela de José María Vargas Vila; y de Caín (1984), de Eduardo Caballero Calderón.
Con su propuesta de comedia a la colombiana y su buen gancho para conectar con el público, dio el primer paso para conformar una industria cinematográfica nacional, tan anhelada como esquiva. Gustavo Nieto Roa nunca fue santo de devoción del crítico Luis Alberto Álvarez, que enfiló cada vez que tuvo la oportunidad contra el humor basto y verbal de sus personajes y situaciones, y no le perdonó nunca que pensara antes en la taquilla que en la estética; sin embargo, reconoció la eficacia y capacidad que tenía para sobrevivir en la procelosa y traicionera industria cinematográfica: “Gustavo Nieto Roa hace cine colombiano y alguna vez ha ganado dinero con sus películas, para envidia y admiración de todos los metidos en esta industria y/o arte, incierta e impredecible (…) El talento de Nieto Roa consiste en lograr que muchas personas vayan a ver sus películas”.
Antes de entrar en materia, me gustaría preguntarle, ¿cómo fue su niñez en Tunja, en los años cuarenta y cincuenta, y de qué manera se interesó por el cine?
Me siento muy afortunado de haber encontrado mi vocación desde muy niño, en mi propia ciudad, desde el momento en que vi mi primera película a los cuatro años, cuando mi mamá me llevó a ver una película a la sala de cine de los padres salesianos, y me impactó tanto lo que vi, recuerdo que era una película de guerra, que cuando salí de verla le pregunté a mi madre: “¿Mami, cómo se hace eso?”, y ella me respondió: “No sé mijo, eso lo hacen en Estados Unidos”, y recuerdo que le respondí: “Mami, cuando sea grande yo quiero hacer eso”, o sea, que desde niño, aunque me tocó pasar por infinidad de oficios, yo sabía que iba a ser director de cine, porque siempre lo que más me ha gustado es hacer películas.
En una pequeña ciudad de provincias, que en ese entonces solo contaba con tres salas de cine, yo tomé la decisión de dedicarme al cine, con el apoyo de mi mamá, a la que siempre le gustaron mucho las películas.
Ya cuando estaba en el bachillerato, solía escaparme del colegio, sobre todo en las tardes, con lo que conseguí, aparte de ver más películas que nadie en Tunja, perder un año y que mis padres me metieran a un internado; entonces, lo que hacía era que me volaba en las noches, cuando ya todos mis compañeros se habían ido a dormir, y terminaba en la sala más cercana al internado, como a tres cuadras, en donde había descubierto un hueco en la pared por el que me entraba y veía dos películas cada noche, de nueve de la noche a una de la mañana. Al otro día mis compañeros y los profesores me decían: “¿Oye Gustavo, por qué te la pasas todo el día somnoliento, por qué se está durmiendo en clase?”
¿Y ese tipo de actividades a las que usted se dedicaba como el cine, la lectura de libros, la afición por la fotografía, no lo hacía ver como un bicho raro en una ciudad bien conservadora y parroquial como Tunja?
Efectivamente, yo si era un bicho rarísimo en mi época, para mis compañeros y profesores era una persona muy extraña, primero por mis gustos, y segundo, porque apenas comenzando el bachillerato, ya era locutor en la emisora de Tunja, radio Boyacá, y me daban permiso en el internado para ir a trabajar todos los días de cinco y media a las ocho de la mañana, y de las doce del día del día a las dos de la tarde. Lo de la radio, me di cuenta con el tiempo, fue la forma que yo encontré de acercarme al cine, porque la radio era el sonido, y como en Tunja en ese entonces no había manera de hacer cine, entonces la radio fue la manera de mantenerme en contacto con el cine, con los estrenos, con las noticias, con escribir los guiones para los programas, con aprender a producir un espacio o hacer de discjockey.
Luego, lo que había más parecido en Tunja a una escuela de escritura era el periódico del colegio, y me dediqué a escribir historias y crónicas; a continuación, caí en cuenta que el cine también era imagen, y me conseguí una cámara y me puse a aprender fotografía, y terminé siendo no solo cronista, sino también fotógrafo del Heraldo Juvenil. Por la misma época descubrí que en Bogotá –que en ese entonces quedaba a cuatro horas en bus– se podían alquilar películas en 16 mm. y llevarlas a Tunja, en donde comencé a exhibirlas en un circuito en los colegios.
Como te podrás imaginar, yo no tenía tiempo para estudiar, pero ganaba todos los años, y así terminé el bachillerato. Un día le pregunté al rector del colegio de los jesuitas: “Oiga padre, ¿cómo es que yo he pasado todos estos años sin presentar exámenes, ni nada?”, a lo que el padre me respondió: “Mire Gustavo, nosotros hemos reconocido en usted un talento especial, por eso es que ha ganado todos los años”, y debe ser verdad, porque desde entonces, y voy ya para los ochenta años, no he hecho sino repetir y repetir lo que hacía en el colegio cuando estaba “estudiando”. Para mí la vida ha sido de película, haciendo siempre lo que he querido hacer.
…yo si era un bicho rarísimo en mi época, para mis compañeros y profesores era una persona muy extraña, primero por mis gustos, y segundo, porque apenas comenzando el bachillerato, ya era locutor en la emisora de Tunja, radio Boyacá…
Hablaba usted de la radio, entonces me gustaría detenerme en ese aspecto, porque usted también trabajó en radio Sutatenza, la emisora más importante durante varias décadas en el país. ¿Qué le aportó la radio a su formación y a su trayectoria?
A mí siempre me pareció fantástico que yo, con menos de quince años, llegué a la emisora de mi ciudad, que no era muy grande ni de mucho alcance, pero era importante en la región, pedí trabajo sin haber estudiado locución, y el director, con solo entrevistarme durante quince minutos, me dio trabajo como locutor, aunque insistió que tenía que mejorar la voz, aprender a modular, a pronunciar con corrección. Desde luego que yo me dediqué a ejercitarme de una manera muy empírica, lo que me permitió desarrollar una voz, que me sirvió mucho, cuando un tiempo después me contrataron en radio Sutatenza, que por ese entonces era la emisora número uno de Colombia, que se había iniciado para llevar educación a los campesinos, pero que terminó siendo la emisora que todo el mundo escuchaba, en donde profundicé en la escritura de guiones y la redacción de noticias; fue una súper escuela de formación.
Pero antes de irme para radio Sutatenza, te cuento algo que me pasó en mi época de locutor en la emisora de Tunja, y era que por ese mismo tiempo Yamid Amat trabajaba en la Asamblea Departamental, en donde era el encargado de manejar y prestar los equipos de grabación. Él y yo éramos casi de la misma edad, él estudiaba con los salesianos y yo con los jesuitas, y como ya nos conocíamos, cuando yo tenía que entrevistar a un diputado, o al gobernador, iba donde Yamid y le pedía prestada una grabadora, y el un día me dijo: “Okey, yo te la presto, pero si me dejas echarme una palomita”, y la palomita consistía en que lo dejara hacerle preguntas a mi entrevistado, como si fuera un periodista.
Y así fue que se inició en la radio, sin haber estudiado comunicaciones o periodismo. El asunto fue que cuando a mí me llamaron de radio Sutatenza, el dueño de la emisora me preguntó si se me ocurría alguien para reemplazarme, y el primer nombre que se me ocurrió fue el de Yamid. Después él también se trasladó a Bogotá y se convirtió en uno de los periodistas más influyentes del país.
Fue en radio Sutatenza que conocí a Albert J. Nevis, un productor norteamericano de paso por Colombia, que andaba realizando un documental. Apenas me enteré le dije: “Mire, yo quiero ir a Estados Unidos a estudiar cine”, a lo que él me respondió: “¿Y por qué no lo hace?”, y no tuve más remedio que confesarle que no tenía dinero, que no tenía visa, y que no tenía el trabajo en Estados Unidos que se requería para que me dieran la visa. Para mi asombro el gringo me dijo: “Yo te ayudo a conseguir la visa y te doy la carta para la embajada, y te vienes a trabajar conmigo”. Y así fue como llegué a estudiar a New York University.
Durante esa época también estuvo en Munich, fue corresponsal de una agencia de prensa, viajó por medio mundo. Para un joven salido de la provincia, de una ciudad bien conservadora y tradicionalista, ¿cómo fue esa experiencia de haber vivido los años sesenta en el epicentro de los acontecimientos?
Cada vez que recuerdo las cosas que me han pasado, me reafirmo en que he tenido una vida de película, pues pensando que yo a los veinte años estaba estudiando y trabajando en New York, habiendo salido de un pueblito, porque eso era Tunja, un pueblito muy primitivo, muy colonial, inclusive Bogotá que era la capital, era una ciudad muy elemental, muy encapsulada en el tiempo, y llegar a una metrópoli como New York, con esos rascacielos que me hacían sentir como una cucarachita. Es un recuerdo muy emocionante. Sobrecogedor. Me sentía en otro planeta, que había desembarcado en Marte, me sentía por momentos mareado, pero también me sentía lleno de entusiasmo, de ganas de insistir para seguir estudiando, de trabajar como fotógrafo para ir a la universidad.
Eran unos horarios que comenzaban a las cinco de la mañana y terminaban a la una de la mañana del día siguiente, ahora que lo pienso fue un milagro que no me quedara dormido manejando para ir a la universidad o el trabajo, pero fue una experiencia maravillosa. Yo le doy gracias a Dios, porque no le encuentro explicación a cómo pude hacer tantas cosas, que hoy en día me fijo, y los muchachos tienen que estudiar varios años en academias y universidades para hacer lo que yo hacía cuando tenía quince años en radio Boyacá.
Para mi asombro el gringo me dijo: “Yo te ayudo a conseguir la visa y te doy la carta para la embajada, y te vienes a trabajar conmigo”. Y así fue como llegué a estudiar a New York University.
Después de todo este periodo formativo, llegaron los años setenta, unos tiempos muy fructíferos para usted, que fue el inicio de una época que genéricamente se denomina del “sobreprecio”, que fue el proyecto que impulsó el gobierno de Misael Pastrana para el fortalecimiento del sector cinematográfico, en el que usted fue uno de los cineastas que tuvo la oportunidad de hacer sus primeros trabajos como La molienda, Romance campesino, Ruido nacional, Román Roncancio, Mucho ruido y pocas nueces y Un domingo en Bogotá con Charles Bronson. A manera de inventario benévolo, raspando un poco la escoria y destacando los logros, ¿cómo evaluaría este laboratorio del cine nacional a casi cincuenta años del experimento?
La época llamada del sobreprecio no solo fue muy significativa para mí, sino para el cine nacional. Hoy yo me enorgullezco de que fui prácticamente el que inicié ese periodo. Cuando regresé de los Estados Unidos, en donde había trabajado en las Naciones Unidas haciendo documentales, y llegué al país con toda la intención de hacer cine, y pensé que me iban a recibir con los brazos abiertos, casi con alfombra roja, con la gente diciendo: “Ahí viene Gustavo Nieto Roa, que estudió cine en New York University, que realizó documentales para las Naciones Unidas, que hizo programas para la televisión norteamericana”, pero no pasó nada, a nadie le importaba. Cómo es la vida, yo quería hacer películas, pero no tenía medios para hacerlas.
Sin embargo, se dio la circunstancia de que mi hermano era superintendente de Industria y Comercio, y tenía un amigo que en ese momento era el secretario de prensa del presidente Misael Pastrana, el famoso periodista Julio Nieto Bernal, además de un cuñado mío que era funcionario en el antiguo Incomex. Un día me reuní con ellos, y prácticamente les lancé una llamada de auxilio: “Oigan, qué hago, estoy desesperado, en Colombia a nadie le importa el cine, nadie suelta un peso para invertirlo en una película, qué hago por favor, ayúdenme”.
Ellos me escucharon, y a los pocos meses se idearon una reglamentación la cual decía, palabras más palabras menos, que las salas de cine en Colombia tenían que exhibir un cortometraje colombiano antes de cada película, y que el sobreprecio que se cobraba por esa exhibición del corto, se lo repartían entre el dueño del teatro, el productor del corto y el dueño de la película principal.
La ley se hizo y se comenzó a ejecutar, y como en ese tiempo yo era de los pocos que ya había intentado hacer cortos, para mí fue maravilloso, porque las salas de cine exhibieron cientos o miles de veces La otra cara de mi ciudad, (1971), que fue el primer cortometraje que se exhibió amparado en esta ley, que se convirtió en mi despegue profesional, y que me permitió, posteriormente, rodar todos esos cortos que mencionaste, y muchos más. La ley del sobreprecio también sirvió para que muchos otros directores se lanzaran a la realización de sus propios trabajos, especialmente, los que habían regresado de estudiar en el exterior como Francisco Norden, Camila Loboguerrero, Ciro Durán, el mismo Luis Ospina, y otros como Mario Mitroti, Diego León Giraldo, Carlos Álvarez, fue con esa ley que se dio el primer paso para que el cine en Colombia tuviera algo de continuidad.
Ellos me escucharon, y a los pocos meses se idearon una reglamentación la cual decía, palabras más palabras menos, que las salas de cine en Colombia tenían que exhibir un cortometraje colombiano antes de cada película, y que el sobreprecio que se cobraba por esa exhibición del corto…
Gustavo, ¿por qué se interesó en Aura o las violetas, la novela de José María Vargas Vila, el gran iconoclasta de la literatura colombiana, para realizar su debut como director de largometrajes, qué le llamaba la atención de esta obra, cómo funcionaron los derechos de autor, y cuál fue el esquema de financiación?
Aura o las violetas es mi primer largometraje y una gran escuela para mí y para las personas que me acompañaron en esta aventura cinematográfica, comenzando por los actores, los directores de fotografía y sonido, el productor, el director de arte, el gran músico Blas Emilio Atehortúa, que me hizo la música original. La mayoría no tenía mayor experiencia, se podría hasta decir que sabían muy poco, pero que con esta película se iniciaron en una carrera que, en la mayoría de los casos, ha sido muy exitosa, como la de Toni Navia, que fue mi asistente de dirección.
Elegí Aura o las violetas porque la quería poner a competir con María, (1972), de Tito Davison, que había tenido un gran éxito de taquilla que yo quería replicar, porque pensaba, con mucha razón, que si a los espectadores les gustaba este tipo de películas, también le gustaría la de Aura o las violetas y, aunque la novela era de finales del siglo XIX, tenía algo que siempre me gustó de Vargas Vila, y era su condición controversial, que le permitió adelantarse a los tiempos, y también por la forma como retrató el comportamiento social, que era muy vigente todavía en los años setenta, inclusive en los tiempos modernos.
Lo que hice fue una adaptación a los nuevos tiempos, que eran y siguen siendo los mismos en el siglo XIX, los años setenta, o en pleno siglo XXI: una niña linda, inocente, es sacrificada en un matrimonio de conveniencia para salvar de la ruina económica a su familia. Su prometido es un adulto, casi un anciano, con mucho dinero, por supuesto, esquema que se sigue repitiendo hasta el día de hoy.
En cuanto a los derechos de autor, en esa época no tenía la menor idea cómo funcionaba ese apartado, nadie le prestaba atención. Ni siquiera consulté de quién eran los derechos de la novela, simplemente rodé la película siguiendo unos criterios de actualización, porque hasta el título era el mismo, con tan buena suerte que nadie rechistó, porque en estos momentos eso sería imposible.
Porque, si mal no recuerdo, la primera Aura o las violetas (1924), sí tuvo muchos problemas directamente con Vargas Vila.
Pero porque él estaba vivo, pero cuando yo hice mi adaptación, su familia tampoco dijo nada, o los dueños de los derechos de los libros.
Ya en la parte de la financiación, fue posible gracias a los cortos del sobreprecio, y también a la ayuda de mi familia, pues los logré convencer de que el cine era un súper negocio, el éxito de los éxitos, y hasta se endeudaron para financiarme, y tuve la fortuna que la película gustó bastante, fue mi primer éxito de taquilla, sobre todo en New York, que fue la ciudad en que la estrené antes de presentarla en Colombia, allá la vieron 150.000 espectadores, que eran algo así como el 10% de la colonia hispana. Con lo producido de su exhibición en Estados Unidos logré saldar la deuda con mi familia, que quedaron muy contentos.
Antes de continuar, le quiero preguntar por un trabajo de esa época en el que usted no fue el director, sino el director de fotografía, Camilo, el cura guerrillero (1974), el documental de Francisco Norden. ¿Por qué terminó trabajando en este documental, y qué le atraía más, trabajar con “Pacho” Norden o la figura de Camilo Torres?”.
Yo vivo muy agradecido con Francisco Norden, porque cuando yo regresé de estudiar de Estados Unidos, prácticamente era el único director con algún reconocimiento en Colombia, que acababa de hacer un largometraje documental titulado Se llamaría Colombia, que me impresionó bastante por lo bien hecho, y entonces lo busqué y le dije: “Mire Francisco, yo hice un montón de cosas en Estados Unidos, y ahora estoy en Colombia tratando de moverme, pero a nadie le importa que yo haya vuelto; sin embargo, estoy a sus órdenes para lo que necesite”.
Un poco después me llamó y dijo: “Oye Gustavo, quiero que me ayude con unos documentales”, que finalmente se llamaron La ruta de los libertadores (1970), que era más o menos la historia de Simón Bolívar y las huestes libertadoras en su travesía desde Venezuela hasta Bolivia, y ahí estuve acompañando a Norden haciendo dirección de fotografía, y a él le quedó gustando mucho mi trabajo, y ya cuando quiso hacer Camilo, el cura guerrillero, me llamó, y yo encantado de acompañarlo en este documental que fue un descubrimiento para mí, porque hasta ese momento yo no sabía nada la situación política y social de Colombia, de los movimientos guerrilleros, del partido comunista, del modelo alternativo que proponían al capitalismo, y fue a través de los personajes que Francisco Norden entrevistó para este trabajo, casi todos de su círculo familiar e intelectual, que me vine a enterar de que había unos movimientos y unos políticos, artistas y académicos de izquierda; que Camilo Torres luchó porque hubiera un modelo político y social más justo; y que la manera que él encontró de apoyar estas ideas fue metiéndose de guerrillero; entonces para mí fue una escuela de conocimiento muy grande, por la que le estoy muy agradecido a Francisco Norden.
…y le dije: “Mire Francisco, yo hice un montón de cosas en Estados Unidos, y ahora estoy en Colombia tratando de moverme, pero a nadie le importa que yo haya vuelto; sin embargo, estoy a sus órdenes para lo que necesite”
Y así como el cine mexicano tuvo su época de oro, usted también tuvo un periodo que se puede llamar dorado, que se inicia con la película Esposos en vacaciones, una propuesta paralela a la que en ese momento se estaba desarrollando en Colombia, que era más de un corte social, en la que imperaba el documental, con mucho activismo político a través del cine. Usted se arriesgó con otro tipo de cine, ni mejor ni peor que lo que había en el mercado o en los circuitos alternativos, sino más bien novedoso en su forma de cautivar al público. ¿Cómo llega a esta concepción del cine para el gran público, tan exitosa y tan recordada, que marcó una época en el cine colombiano, y que en el rubro de taquilla sigue siendo de las más vistas de todos los tiempos?
Cuando terminé de rodar Esposos en vacaciones y la vi por primera vez, no podía creer que yo había hecho esa película, así mismo cuando me preguntan cómo fue que cristaliza esa idea en mi cabeza, no puedo responder que lo hice de manera consciente, pensando en los posibles resultados, sino que simplemente las circunstancias del momento me llevaron en ese rumbo. Yo conocí a Carlos el “Gordo” Benjumea cuando él trabajaba en espectáculos de café concierto, y algunas comedias en teatro, y a mí me impactó mucho su estilo, e inmediatamente me dije: “Guauuu, yo tengo que hacer una película con este tipo”, y lo contacté y le propuse que nos uniéramos para hacer una película, a lo que él me respondió: “Claro, a mí me encantaría, pero, ¿qué hacemos?, ¿cuál es el guion? ¿ya tienes una historia?”. Por supuesto, yo todavía no tenía ningún guion o una historia estructurada, hasta que un día apareció Toni Navia y el resto del equipo con el que trabajé en Aura o las violetas, nos sentamos y decidimos hacer una comedia, con el Gordo Benjumea y dos actores más, que eran Franky Linero y Otto Greiffestein, junto con actrices muy populares en el momento como Lyda Zamora, María Eugenia Davila, Celmira Luzardo y Esther Farfán, una bomba sexual de la época, y con algunos ingredientes más, nos ingeniamos esta historia de tres esposos infieles que se les fugan a sus parejas y se van para Cali, donde tratan de conquistar a las chicas lindas, con tan mala suerte, que sus mujeres se les van detrás y les arruinan los planes.
En esa película hice de director, de guionista, de productor, de director de fotografía, pero sin el equipo que me acompañó, hubiera sido imposible sacarla adelante; además de que pude compartir con ellos y enseñarles lo que había aprendido.
Cuando la llevamos a salas de cine y veíamos las colas, era impresionante, increíble, en Cali, en Medellín, en Barranquilla, las filas eran de cuadras enteras a la redonda, y mi gran satisfacción era cuando veía la boletería agotada, eso era matiné, vespertina y noche. Con Esposos en vacaciones fue que descubrí ese filón de comedia a la colombiana, y ya enseguida estábamos pensando cuál sería la próxima película en la misma tónica, que se cristalizó en Colombia Connection, en la que nos reíamos y mofábamos de los héroes de la televisión y el cine como Kojak, La mujer biónica o el Agente 007.
En mi interior me decía: “No seas ridículo, cómo te vas a poner a rodar esa película, eso no tiene sentido, la gente se va a burlar, te va a despreciar”, y de nuevo la sorpresa fue que arrasaba en taquilla, y así fue como encontré lo que realmente quería hacer, sin una concepción preexistente desde el punto de vista social, político o cultural. No había nada de eso, era algo que me salía, algo que me fluía naturalmente.
Con Esposos en vacaciones fue que descubrí ese filón de comedia a la colombiana, y ya enseguida estábamos pensando cuál sería la próxima película en la misma tónica, que se cristalizó en Colombia Connection, en la que nos reíamos y mofábamos de los héroes de la televisión y el cine…
Colombia Connection es una historia planteada en términos de comedia, pero me parece que en el trasfondo hay una burla muy evidente al estado de las cosas, que se manifiesta principalmente cuando se muestra a los gringos como unos periqueros y unos corruptos. ¿Usted se planteó desde el principio esa burla tan abierta a un sistema de valores hipócrita y nauseabundo?
En todas mis películas, si uno mira con atención, siempre se van a encontrar motivos de reflexión y de análisis de unas problemáticas sociales, como la infidelidad en Esposos en vacaciones, y en Colombia Connection quise hablar del narcotráfico, que era un asunto del que apenas se hablaba, y no era algo de lo que los colombianos tuviéramos que sentir vergüenza, como ocurrió pasado un tiempo. Con esta película yo quise dejar la inquietud de que la producción de marihuana, que era entonces la droga más conocida, y la cocaína que ya se estaba imponiendo, iban a convertirse en un embrollo mayor.
En El taxista millonario y El inmigrante latino, sí los hice de una manera muy consciente al momento de escribir el guion y rodar las películas, siempre pensando en que los espectadores, aparte de divertirse, tuvieran un motivo de reflexión, y creo que se logró en parte por lo que tú mismo me dices.
Exactamente, y sucede lo mismo en El taxista millonario, que el planteamiento es cómico, pero una de las premisas dramáticas es el arribismo evidente en la sociedad colombiana, y que se hace patente cuando el taxista consigue plata y las mujeres le paran bolas, la vecina quiere casar a su hija con el nuevo millonario, y los pillos se ponen truchas a recuperar el botín. ¿De qué manera recuerda usted El taxista millonario, una producción que marcó un hito en el cine colombiano, así los puristas y la mayoría de los críticos la desprecien abiertamente?
El taxista millonario fue un súper mojón para el cine colombiano, y para mí también fue un momento muy significativo, y una gran sorpresa en términos de la reacción del público. Fue ahí que me di cuenta de que estaba realizando un tipo de cine que le hablaba directamente a la gente de lo que yo vine a calificar posteriormente como el “subconsciente colectivo colombiano”, y es que todos como sociedad tenemos ciertos deseos, ciertas ambiciones, pues todos como individuos queremos progresar, salir adelante, y cuando logras conectar con los espectadores con una historia que contenga estos elementos, el público se identifica y reacciona llevando más gente a la sala.
Y el caso de El taxista millonario generó mucha identificación, porque funciona como el retrato de la sociedad colombiana, en donde la gente se veía y decía: “Eso soy yo, así me comporto yo, así quiero ser yo”, es una historia de puro arribismo y, efectivamente, ¿quién en Colombia no ha sido arribista en algún momento de su vida?, y en un sentido más genérico, ¿quién no ha querido mejorar su calidad de vida? ¿quién no ha aspirado a ascender social o profesionalmente, sin que esto sea necesariamente reprochable?”.
Eso es lo que El taxista millonario muestra, por eso es que afirmo que dio de lleno en el blanco en lo que se refiere a estar conectado con el público.
Otro aspecto que me llama la atención de El taxista millonario, es que hasta bien entrados los años ochenta, la censura tuvo mucho peso a la hora de decidir cuáles películas se exhibían y cuáles se vetaban, sobre todo en lo que tenía que ver con los desnudos, las palabras groseras, y las manifestaciones políticas salidas de madre. ¿De dónde sacó agallas para introducir palabras consideradas vulgares, como el famoso hijueputazo del Gordo Benjumea a los galanes que le están piropeando la novia?
Creo que lo que nos funcionó en este caso fue el humor, que le quitaba gravedad a las cosas, y que tuvimos un trabajo en equipo muy compenetrado, que funcionaba a partir de ciertas ideas muy básicas, que luego las complementaba el Gordo Benjumea, las afinaba mi asistente Toni Navia y las ejecutaba visualmente Mario González, que era el director de fotografía. Que recuerde, fue entre chanza y chanza con el Gordo, que le encantaba bromear, que fuimos introduciendo nuestras ideas y el lenguaje con el que nos identificábamos, que era el que nos fluía, el que nos parecía más espontáneo. Era un poco la forma de protestar que teníamos ante unos diálogos más bien desabridos y sin gracia.
Lo que si hacía muy a conciencia era lo de los desnudos, primero, porque siempre me ha parecido que tanto el hombre como la mujer representan con su cuerpo la belleza del universo, y yo siempre quise introducir en mis películas mi admiración por el cuerpo humano, y siempre, desde Esposos en vacaciones, Colombia Connection y El taxista millonario, me las arreglé para meter un desnudo, y en esos momentos sí sentía algo de temor, porque pensaba: “Uy, me van a censurar la película por introducir cierta escena, me la van a recortar”, pero para mi sorpresa, no lo hicieron, y tengo que reconocer que fue un factor que contribuyó al éxito de estos trabajos.
Quiero dar un salto en la cronología de algunas de sus películas para enfocarme en Caín, primero, porque me parece que presenta otra faceta de su labor como cineasta, y segundo, porque es una adaptación de una novela de Eduardo Caballero Calderón. ¿Por qué se interesó en esta novela, y cuál es su balance de su acercamiento a este tema tan espinoso como es el conflicto armado colombiano?
Yo venía de estrenar El inmigrante latino y Tiempo para amar, ambas de 1980, y las dos con bastante éxito en taquilla, pero en ese momento estaba en problemas con Cine Colombia, porque el gobierno estaba encima de ellos cobrándoles unos impuestos elevadísimos por la exhibición de mis películas, entonces me tenían medio vetado, y mi productor en la época casi que me sentenció: “Gustavo, si no te van a seguir exhibiendo en las salas de Cine Colombia, yo no te puedo financiar”.
Por esta circunstancia, venía de un parón bastante prolongado para mi ritmo de producción, y por esa época fue que me invitaron a una fiesta en donde conocí a una señora llamada Tita Garcés, que me preguntó que a qué me dedicaba y le tuve que responder con algo de vergüenza que era cineasta, que en el momento no estaba trabajando, pero que, si pudiera, me encantaría adaptar la novela de Eduardo Caballero Calderón, pero que no tenía forma de financiarme.
…desde Esposos en vacaciones, Colombia Connection y El taxista millonario, me las arreglé para meter un desnudo, y en esos momentos sí sentía algo de temor, porque pensaba: “Uy, me van a censurar la película por introducir cierta escena, me la van a recortar”
A las pocas semanas a ella la llamaron a trabajar al Ministerio de Comunicaciones, y unos días después me contactó y me aseguró: “Si las cosas funcionan vamos a hacer la película con fondos de Focine”. Cuando se anunció el proyecto, el primero que me dijo a mí que esa película no se haría fue el propio gerente de Focine, que se llamaba Eduardo Nieto, y efectivamente, la mayoría de la comunidad de cineastas se pusieron en contra mía y del proyecto de Caín, que porque la propuesta mía era demasiado comercial, que porque yo ya había hecho suficientes películas, que era el colmo que el gobierno me fuera a financiar las películas, pero Tita se mantuvo en la raya y Caín se rodó, y fue hasta ese momento la película más costosa de la historia del cine colombiano, tuve el gusto de escribir el guion, Caballero Calderón me apoyó y me cedió los derechos, y quedó muy contento con el resultado.
Para mí fue un proyecto muy significativo, porque contaba una historia enraizada en el conflicto armado, que por esa razón se llama Caín, porque es la lucha entre hermanos, y traté a mi manera de entender el porqué de nuestra naturaleza violenta. Caín, a pesar de los contratiempos se pudo hacer y estrenar, y representó a Colombia en muchos festivales de cine, se exhibió en muchas muestras internacionales, y en lo personal, es mi película favorita por la temática que aborda, por las peripecias del rodaje, por el reparto, por el equipo que me apoyó en todo momento.
Después de Caín, y de algunas otras películas como Una mujer con suerte(1992), usted se retira durante un tiempo de sus actividades cinematográficas, y regresó en 1999, no como director sino como productor de Es mejor ser rico que pobre, la película dirigida por Ricardo Coral, pero escrita y producida por Dago García. ¿Cómo conoció usted a Dago García, por qué se motivó a enrolarse en este proyecto, pensó que algún día que Dago llegaría a ser lo que es en estos momentos?
A comienzos de los años noventa estaba en Ecuador trabajando para la cadena Ecuavisa, y en el momento quería realizar una serie, pero no encontraba los guionistas adecuados, entonces se me ocurrió venir a buscarlos a Colombia, y ahí fue donde me presentaron a Dago García y a su socio de apellido Salamanca, y ellos me dijeron: “Gustavo, nosotros acabamos de salir de la universidad, no tenemos contactos en los medios de comunicación, y si usted nos da la oportunidad con esta serie se lo vamos a agradecer”. Yo lo único que les respondí fue: “Hagámosle, y si quedo satisfecho, también les quedaré agradecido”.
Y efectivamente me escribieron un muy buen guion que se llamó La Baronesa de los Galápagos, serie que se basó en una historia real de los años treinta y cuarenta en las islas Galápagos. Fue un éxito en Ecuador y la compraron en muchos países, incluido México, en donde gustó mucho. Yo quedé muy agradecido con Dago, y él conmigo, porque, de alguna manera, este trabajo le dio cancha y le abrió las puertas de la televisión colombiana.
Que yo recuerde, fue por mitad de los noventa que Dago se inició en el cine con La mujer del piso alto (1995), un trabajo también dirigido por Ricardo Coral, una película como de autor, que no atraía mucho público, trabajos con un corte muy personal, hasta que Dago llegó un día, se me acercó y me dijo: “Gustavo, por qué no me ayudas a producir una película, tengo la idea, tengo los actores, el guion, hasta el título”, a lo que yo le respondí: “Muestre el guion Dago”, y apenas lo miré por encima le dije a quemarropa: “No Dago, con ese guion no vamos para ninguna parte, tiene que hacer esto y lo otro”, y así fue como terminé de coproductor de Es mejor ser rico que pobre.
Recuerdo que el día del estreno en Bogotá Dago dijo en la presentación: “Le agradezco a Gustavo Nieto que me ayudó con esta película y, sobre todo, me ha dado una lección que de ahora en adelante voy a aplicar”. Y lo ha puesto en práctica, y me queda la satisfacción de haber contribuido de esta manera con la carrera de Dago, como en su momento lo hice con Yamid Amat, con Toni Navia, y muchos otros, de darles un apoyo cuando estaban comenzando.
…le dije a quemarropa: “No Dago, con ese guion no vamos para ninguna parte, tiene que hacer esto y lo otro”, y así fue como terminé de coproductor de Es mejor ser rico que pobre.
Y después de mucho tiempo de no estar al frente de un proyecto cinematográfico, estrenó en 2007, Entre sábanas, una película protagonizada por Marlon Moreno y la actriz mexicana Karina Mora. ¿Qué lo motivó a salir de su retiro, y cómo se sintió con la adrenalina del rodaje, tomando decisiones, resolviendo percances?
La verdad yo había decidido unos años atrás no volver a hacer más películas, y me convertí en editor de libros. Un día llegó una señora a mi despacho diciéndome: “Publíqueme este libro”, y yo medio lo miré y le respondí: “No, ese no es un libro que le interese a esta editorial”, y la señora toda insistente me replica: “Deme cinco minutos y yo le leo su pasado”, y yo medio por salir del encarte le dije que bueno, y a continuación la señora sacó unos palitos, los tiró en el piso y me comenzó a contar mi propia historia, con datos que solo yo sabía, a lo que solo me tocó decir: “Guauuu, realmente usted tiene un poder especial”, y luego, ya deslumbrado del todo, le propuse: “¿Y usted por qué no me lee el futuro?”.
Entonces repitió la operación con los palitos, y comenzó a pronosticar cosas que sucedieron tiempo después tal como ella las había predicho, y entonces se me ocurrió llamarla y decirle: “Venga que me interesa publicar su libro” y, por supuesto, para que me volviera a leer el futuro. Cuando la volví a encontrar, lo que me dijo fue: “Mire Gustavo, usted nació para hacer cine, y lleva muchos años sin hacer una película, usted tiene que volver al cine porque para eso fue lo que nació”.
Se lo agradecí y me lo tomé muy en serio, porque comencé a pensar, y ¿ahora qué hago? Yo en ese tiempo ya estaba viviendo en Brasil, y una cosa que me llamaba mucho la atención, era que, en todas partes, especialmente en Sao Paulo, se veían montones de moteles, y yo me quedaba pensando en todos esos moteles, y en que tenían mucha demanda, igual que en Bogotá, o acá en Medellín, y ese fue el inicio de Entre sábanas, una historia que sucede en un motel.
El siguiente paso fue que llamé a un amigo mío brasilero para que me escribiera el guion, rodé la película, y de nuevo, para mi sorpresa, terminó siendo un gran éxito, no tanto en salas de cine, por la censura, pero sí en televisión cerrada y en Netflix, en donde lleva más de diez años, y según me cuentan, es la película que más ven los latinos, sobre todo por las noches.
Tuve la suerte de tener a Marlon Moreno como protagonista, en la que sufrió mucho y nos puso a sufrir mucho a todos, pero que al final fue muy cómico. Resulta que en los primeros días de grabación, cuando llega Marlon Moreno al set y le digo: “Bueno Marlon, quítese la ropa que vamos a comenzar la grabación”, y él me contesta todo desconcertado: Cómo así Gustavo que tengo que desnudarme?”, y yo le dije muerto de la risa que claro, que siguiera el ejemplo de Karina Mora que ya estaba desnuda totalmente, a lo que él me respondió de manera tajante: “Mire Gustavo, yo no voy a hacer esta película, me equivoqué”, a lo que yo un poquito asustado le dije: “Marlon pero si tienes un contrato, yo te expliqué bien, no me puedes dejar tirado”.
No me escuchó y se fue del set. Lo más gracioso sucedió a continuación, cuando Karina Mora salió corriendo detrás de él, completamente empelota, corriendo y gritando: “¡Marlon, no me puede hacer esto, yo acepté este papel solo para poder trabajar con usted!”. Igual, se fue, pero al otro día recapacitó, y me comunicó que lo había reconsiderado, y que sí iba a trabajar en Entre sábanas, lo que me tranquilizó mucho, porque me había quedado sin protagonista en pleno rodaje, y porque para mí Marlon es un súper actor, y también se convirtió en un gran gancho para la película.
…y le digo: “Bueno Marlon, quítese la ropa que vamos a comenzar la grabación”, y él me contesta todo desconcertado: Cómo así Gustavo que tengo que desnudarme?”, y yo le dije muerto de la risa que claro, que siguiera el ejemplo de Karina Mora que ya estaba desnuda totalmente…
Termino preguntándole por Mariposas verdes, (2017), una película con un tema muy duro, muy complejo y con mucha vigencia, como es el bullying o matoneo escolar, una situación que nos afectó y que sigue afectando a muchas generaciones. ¿Por qué decidió hacer una película con este tema tan delicado y cómo fue su experiencia de trabajar rodeado de este montón de jóvenes?
La razón por la que hice esta película fue porque me impactaron las noticias que vi en prensa y televisión sobre este chico que se suicidó para hacer un llamado de atención sobre el abuso a las personas que poseen una orientación sexual diferente, y me puse a investigar y me di cuenta de que son muchas las personas, hombres y mujeres, que se han quitado la vida por el matoneo, por las críticas destructivas, por la forma en que la gente los trata, simplemente por haber nacido diferentes; entonces me dije que ese era un tema que había que tratar, aunque el padre del chico que se suicidó, de nombre Sergio Urrego, se opuso a que se hiciera la película basada en su historia, y me tocó generalizar y modificarla, y el caso fue hasta la Corte Constitucional, pero gané en todas las instancias, y la película se hizo y se exhibió, con tan mala suerte en esta ocasión, que los exhibidores, comenzando por Cine Colombia, que lo primero que manifestaron fue que la temática atraía sobre todo espectadores de la comunidad LGTBIQ, que a su vez, les espantaba el público familiar, y me sacaron rápidamente de sus salas.
Hoy en día es mi película más vista, aunque pirateada, la han subido a todas las plataformas, está en Europa, en Asia, en Rusia, está en todo el mundo, pero pirateada, subtitulada a más de cuarenta idiomas, lo que me da a pensar: “Oye Gustavo, en este momento podrías ser millonario de cuenta de Mariposas verdes”, pero regreso a la realidad y me doy cuenta de que no me dejó mayores ganancias; sin embargo, me quedó la satisfacción de que es una película que se ha visto en todo el mundo.
Aprovecho ya de salida para preguntarle sobre su último proyecto, que es una película sobre la Madre Laura. ¿En qué fase de la producción se encuentra y qué nos puede adelantar?
Esta película es el resultado de un momento de reflexión en mi vida, en el que me dije: “Gustavo, usted tiene un poder muy grande para hacer películas que conectan muy bien con la gente, por qué no piensa en una historia de valores, algo que no sea la exaltación o la apología a algún bandido, como han existido tantos en este país”, y se me ocurrió que podría hacer una película sobre Laura Montoya, que fue una mujer extraordinaria, que se adelantó a la revolución femenina, y que no tuvo miedo de enfrentarse con la poderosa jerarquía eclesiástica, que se empeñó en llevar educación a las comunidades más remotas. Y bueno, he venido trabajando en este proyecto, ya está aprobado por el Ministerio de Cultura para poder comenzar a recaudar fondos. Espero rodarla y estrenarla en los próximos años.