Liliana Zapata B.
¿Qué son los conductos? Quizás unos ajenos como las tuberías por donde corre toda la podredumbre de la ciudad o aquellos por donde circula la electricidad, u otros más intrínsecos, como aquellos por donde circula la sangre, el odio, la rabia, el bien, el mal, el perdón, y hasta el exorcismo de los propios demonios. O será también la sucesión de tropiezos en los que se adentra un personaje, una suerte de “túnel”, como lo expresara el director de cine colombiano Camilo Restrepo en una entrevista para la edición de 2020 del programa anual “New directors new films 2020”, del Film at Lincoln Center y el MOMA de la ciudad de Nueva York.
Sea cual fuere la interpretación, es tan propia como lo es la adaptación hecha por el mencionado director en Los conductos (2020), de la historia de su amigo Pinky, quien perteneció por años a una secta liderada por un hombre que se hacía llamar el Padre. Pinky –quien se interpreta a sí mismo en la película– al liberarse finalmente de esta secta, se obsesionó con el único deseo de matar al líder para evitar que les hiciera a otros lo sufrido por él mismo. El filme, con una estética y un estilo muy propios de Restrepo, y con una clara intención por comprender las dinámicas sociales como ya lo hiciera previamente en La impresión de una guerra (2015), nos permite entrever las vicisitudes de este hombre marginado a través más de sus pensamientos que de sus hechos, mientras mezcla esta historia con la de otros, también en los bordes de la sociedad; como lo aclara el director: “…yo podía construir un filme comenzando en la experiencia de Pinky, pero desarrollar esta experiencia hacia una meditación del país como un todo…, por eso decidí incluir otros aspectos de Colombia incluyendo un personaje histórico llamado Desquite… y los payasos de un programa de televisión…”.
Sin caer en sobre-explicaciones innecesarias y trayéndonos los hechos en su mayoría a través de imágenes sin diálogos, vamos involucrándonos en esa especie de ensoñación y anomalía de la que pareciera buscar Restrepo que hagamos parte. Nos vamos encontrando ante una representación de la realidad, más que ante la realidad misma. Si no nos dejáramos envolver por esto desde el principio, los diálogos podrían parecernos imposturas; sin embargo, al identificar que el realizador busca reflejar “un estado de la mente” de los personajes que va introduciendo, más que un entorno convencional, las piezas encajan en total armonía. Después de ver la cinta y de escuchar al director, comprendemos que estamos más cerca de las alucinaciones o sensaciones de una mente que ha sido manipulada y doblegada, más parecido al material de un sueño, que ante una realidad lineal y convencional.
Enfatizando en esto, frases como: “El grupo era un cuerpo en el que cada órgano se conectaba a los otros por la fe que teníamos en el grupo, en el padre y en Dios. Una fe que permitía a cada uno tener fe en sí mismo y sentirse extraído por el milagro de un mundo que nos había tomado siempre por menos que nada”, y “la suma de todos nuestros odios el padre lograba convertirla en amor entre nosotros diciéndonos exactamente lo que queríamos escuchar”, además de que nos permiten dilucidar el adoctrinamiento del que eran víctimas el protagonista y sus “amigos”. Nos queda clara la presteza del autor, adentrándonos en ese universo de la mente y sus elucubraciones más profundas, pues nos creemos cada frase a pesar de que no se compadece con el contexto del individuo que las menciona.
Una fe que permitía a cada uno tener fe en sí mismo y sentirse extraído por el milagro de un mundo que nos había tomado siempre por menos que nada”
En términos más estéticos, la película es original en el uso de la luz, de la cámara y de la puesta en escena, de la que podríamos decir que es una a la que no nos tiene muy habituados nuestro cine. Allí, y en el hecho de contar una historia de relegación social sin caer en la ya tan común narrativa colombiana e incluso latinoamericana, radica en gran parte su mérito –y lo que la ha llevado probablemente a sobresalir entre otras de género y contenido similares–, pues entendemos el dolor, la rabia de Pinky y el repudio por su pasado, sin ser partícipes de nada particularmente fuerte o agresivo, ofreciéndonos una mirada frontal pero creativa de un tema tan ampliamente manoseado. La violencia, excepto quizás por una escena de asesinato que no es del todo directa, Restrepo la convierte hábilmente más en un telón de fondo que en el fin último del largometraje: una violencia rampante que hace entender que la elección de los tres relatos no sea quizás arbitraria; pues con Pinky entendemos sin demasiados detalles que el Padre coaccionaba a sus “elegidos” a matar, a robar y a un sinfín de actividades ilícitas y delictivas a través del típico lavado de cerebro de las sectas; y con las tres historias, que hay unos conductos que las unen, por los que corren la indiferencia de una sociedad que desecha y desprotege, en lugar de cumplir su rol de cuidar y dar a cada uno un lugar digno.
Con todos los elementos que nos traen para profundizar cintas como esta, entendemos la necesidad apremiante que tenemos de encontrar propuestas disruptivas en nuestro cine, y se exacerba nuestra capacidad de ser críticos y exigentes con los detalles estéticos y con la verosimilitud de las historias que queremos que nos cuenten.