Memoria, de Apichatpong Weerasethakul

Sobre el tiempo y su memoria

Hugo Chaparro Valderrama

Laboratorios Frankenstein ©

 

Para aliviarse de las rutinas audiovisuales y narrativas del cine industrial tómese tres Weerasethakules al día.

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Notará el alivio cuando lo desconcierten sus películas –Blissfully Yours (2002); Tropical Malady (2004); Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives (2010)– y se pregunte, antes que por las anécdotas de sus historias –¿dramas pasionales, relatos de fantasmas, enigmas mitológicos?–, por la forma como están narradas y por el interés de Apichatpong Weerasethakul para hacer del cine una experiencia sensorial; por los motivos de un director que se sitúa al margen de lo explícito, optando por lo metafórico y sus misterios.

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Nada nuevo y siempre excepcional cuando la historia del cine recuerda vanguardias que desconcertaron al público. Un perro andaluz, de Buñuel y Dalí, a finales de los años veinte, hizo que el cine ladrara con sus acertijos surrealistas. “Esta película iba dirigida a los sentimientos del inconsciente humano”, dijo Buñuel, “por lo tanto, su valor es universal, aunque resulte desagradable a cierto grupo de la sociedad aferrada a los principios puritanos de la moral”. Juan Ramón Jiménez presentó el delirio en el Cineclub de Madrid advirtiendo: “Lo que quiero es que el film no os guste, que se proteste. Sentiría que os agradase”.

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A la estirpe del perro –que interesa tanto en el Festival de Cannes– la prolongaron directores arqueológicos: George Hugnet (La perle); Michel Gorel (Bateaux parisiens); Robert Flaherty (Twenty-four Dollar Island); Maya Deren (Meshes of the Afternoon) y una legión extranjera de realizadores que se aventuraron a explorar territorios desconocidos del cine.

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No es imposible relacionar la idea de Flaherty para filmar Twenty-four Dollar Island con la perspectiva metafórica de Weerasethakul. Flaherty quería que su película de veinticuatro dólares sobre Nueva York fuera “un poema cinematográfico, una especie de poesía arquitectónica en la que la gente tan solo se emplea con carácter accesorio, como paisaje de fondo”.

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Un carácter accesorio que sirve para expresar las ideas que deciden la suerte de los personajes en Memoria. La presencia de Jessica (Tilda Swinton) –y de todos los que giran a su alrededor, algunos de ellos como fantasmas de su memoria creativa–, es el hilo conductor que ata los nudos del misterio en el paisaje de fondo de sus emociones.

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El primer plano de la película retarda el vértigo del mundo y nos sitúa en el ritmo de un rompecabezas, que cada espectador armará según su intuición, cuando vemos una cortina en la penumbra donde se despierta Jessica una noche, saltando del sueño a la vigilia por un estallido que aturde su equilibrio. Lo invisible del sonido influye así en las visiones reveladas por la cámara y en las escenas que moldean las preguntas de la historia.

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Escuchamos la banda sonora del silencio, quebrantada de repente por el estruendo de unos automóviles que parecen aullar con sus alarmas y resaltar, con su ruido de monotonía vulgar, el aire tenue en el que se sostendrá la voz de Jessica, cercana a los susurros.

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Tan enfático en llamar la atención del espectador sobre el sonido como Ida Lupino en Outrage (1950) –cuando Lupino hizo de los pasos en la noche por calles solitarias y del pito de una camioneta los elementos dramáticos que sugieren el drama de la violación que sufre Mala Powers por uno de tantos miembros del sexo trípode–, Weerasethakul y su equipo de sonido nos obligan a escuchar con atención tanto su banda sonora como a recorrer los planos en los que se descompone cada escena del rompecabezas.

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Una banda sonora que decide el vaivén de la memoria según los recuerdos fantásticos que permiten unos restos humanos de 6.000 años de antigüedad; los sueños con perros fantasmales que tiene la hermana de Jessica (Agnes Brekke) y que invaden fortuitamente, con la libertad de la ficción, la ciudad por la que se pasea Jessica iluminando las calles con su piel y su abrigo blancos; la recreación que un ingeniero de sonido llamado Hernán Bedoya (Juan Pablo Urrego) hace en un estudio de la explosión metálica que persigue a Jessica, honrando con su talento el nombre de la banda en la que toca Bedoya: The Depth of Delusion Ensemble (el ensamble La profundidad de la ilusión); el déjà vu por el que Jessica toma prestados, sin saberlo, los recuerdos del otro Hernán Bedoya de Memoria (Elkin Díaz, quizás el mismo ingeniero de sonido, pero envejecido y con una memoria inagotable, solitario en un rincón del mundo), narrándole Jessica a Hernán un fragmento de su historia como si fuera una vidente que vislumbra sus recuerdos cuando recorre la habitación del hombre al que acaba de conocer: al fin y al cabo el pasado y sus muertos continúan existiendo en el recuerdo que los demás tengan de ellos y pueden ser parte de una memoria compartida; los sonidos del mundo que Jessica descifra en la línea de un poema sobre el insomnio, una línea que podría definir su búsqueda intangible del misterio cuando percibe que “el aire jadea”.

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¿Cuál es el sonido que se escucha en el centro de la Tierra según Memoria? ¿En ese túnel donde se descubrieron unos restos milenarios hasta que los descompuso el caos? ¿Cómo podríamos escuchar –o imaginar– los sonidos que se desvanecieron para siempre? ¿Qué dicen los monos aulladores cuyo lenguaje interpreta el Hernán Bedoya que vive solitario en el campo, con una certeza inversamente proporcional a las sugerencias de esta película y sus fragmentos que dejan en suspenso a la razón y recurren a las emociones?

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Todo es posible en Memoria como todo es posible en un sueño surrealista. Tras la aparente sencillez de la puesta en escena y las pausas de la contemplación que impone el tiempo narrativo de la historia –aunque no sobra preguntarse: ¿es en realidad una historia o una serie de acontecimientos que se entrelazan alrededor de un sonido?–, se agazapan las variaciones alrededor de la memoria según Weerasethakul, cambiantes como el significado de una trama que no es lineal y no obedece a las costumbres del inicio, el nudo y el desenlace de la tradición, tanto como a la poesía si consideramos cada escena como un fragmento independiente de lo que se construye alrededor de algo tan veleidoso como los recuerdos y sus evocaciones; como la luz que ilumina la biblioteca y la galería en las que Jessica se sumerge de repente en la penumbra.

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Hernán Bedoya, no el que tuvo la ilusión de conocer Jessica en el estudio de sonido, me refiero al Hernán Bedoya real –una palabra dudosa en Memoria–, tiene poderes extraterrestres para descubrir la historia que atestiguó en el pasado una piedra, para dormir con los ojos abiertos observando el cielo, para considerar que los sueños son un invento del hombre.

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¿En qué dimensión habrá transcurrido su existencia? ¿Por qué enfatiza en “los humanos” cuando habla de que inventaron los sueños? ¿Acaso pertenece a una especie sideral? Los diálogos insinúan, sin revelarnos del todo, la perspectiva que tiene del mundo –Bedoya y todos los personajes de esta película, que también parece un sueño que observamos con los ojos abiertos–. Algo semejante a lo que sucede cuando Jessica, en un restaurante donde almuerza con su hermana y con su cuñado (Daniel Giménez Cacho), evoca a un odontólogo que supone muerto. ¿Es acaso la memoria tan frágil como las flores con las que trabaja Jessica? ¿Sus vestigios pueden desaparecer cuando explota un volcán y sepulta una vez más la arqueología de lo que antes fue amnesia?

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En el mundo paralelo de Apichatpong Weerasethakul todo es posible: que pasemos de un mundo cotidiano como el de las ciudades que filma la cámara, a recreaciones tan fabulosas como las que inventó en los años cincuenta y sesenta Ray Harryhausen; que se invente, con los artificios de la ciencia ficción, una jungla donde sea posible sospechar que nos ha sido revelado parte del misterio por el que Jessica se obsesiona con un sonido quizás proveniente del espacio exterior.

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El lugar común nos dice: el cielo es el límite. Ya ni siquiera es así cuando no hay límites para viajar al espacio. Mucho menos cuando para un director como Weerasethakul el cielo es una frontera que observa con planos que parecen extasiados por la arquitectura flotante de las nubes, por el territorio que minimiza la Tierra, donde podemos imaginar al personaje de memoria implacable que es Bedoya dirigiéndose a otros recuerdos, en otros planetas.

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Termino recordando la historia con la que se narra cómo fue inventado el arte de la memoria. Sucedió en el siglo V a.c. Invitado a un banquete, el poeta Simónides de Ceos se retiró un instante para atender a dos mensajeros que hablaron con él en la puerta. En ese momento, el salón donde transcurría el banquete fue aplastado por el techo que se desplomó sobre los invitados. Se dice que Simónides recordaba dónde y con quién estaba sentado cada uno de ellos y así fue como los familiares supieron quién había muerto y en dónde. El arte de la memoria fue así otra invención humana.

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Un arte que recurre a nuestra capacidad de observación y a nuestras emociones como puede suceder cuando vemos por primera vez Memoria y, luego, si regresamos a ella, descubramos, como Simónides, otros matices que no habíamos registrado en el salón donde transcurrió su banquete cinematográfico.