Verónica Salazar
Una película documental, animada, segmentada en cortos, narrada por cada protagonista. Rara vez vemos piezas tan particulares y diversas en el cine colombiano. Esto es Relatos de reconciliación, una pieza que nació como resultado de una investigación social en pleno posconflicto en el Putumayo, territorio que muchos conocen porque se menciona superficialmente en los noticieros para contar alguna tragedia y luego olvidar. Es precisamente esta dinámica la que el largometraje busca evitar, y ojalá transformar.
Con un montaje estratégico que atrapa, personajes reales que abren su intimidad al micrófono y las imágenes que acompañan cada narración, se va armando un rompecabezas de violencias que son bastante comunes en Colombia. Esta factura, más el significado que carga, resulta en toda una experiencia que nos comprueba que sí pasan esas cosas que los medios nos dicen que no pasan. Se nota la sincronía y el detalle de las ciento cincuenta personas que trabajaron en este proyecto transmedia, dándole voz a esa población que los medios tradicionales y el Estado han buscado callar, muchas veces a la fuerza.
“Cuando estoy solita lloro de ver la injusticia de la vida”. Aventurarse a construir un producto como este es un salto al vacío en el contexto de nuestra industria; toca fibras delicadísimas y relata lo que pocos se han atrevido a retratar de manera tan detallada. Probablemente a esto se debió su muy discreto paso por unas cuantas salas de cine. Este largometraje reúne 16 historias, ilustradas con siete técnicas diferentes, y contadas por sus respectivos protagonistas: las víctimas del conflicto armado colombiano.
Hay de todo: narrativa, temática y, cinematográficamente hablando, masacres, narcotráfico, maltrato infantil, violaciones, desaparición, reclutamiento y desplazamiento forzados… Toda la crueldad que alguien se pueda imaginar quedó plasmada en las animaciones, dirigidas por Rubén Monroy y Carlos Santa, que llevan los relatos de los actores sociales, en audios directamente tomados de entrevistas. También hay diversidad en las perspectivas desde las cuales se cuentan los acontecimientos; todas las víctimas han participado en procesos de reparación, algunas han sido apoyo para las demás, unas apenas logran reconocerse como víctimas, muchas hablan desde la esperanza y la aceptación, otras aún no se atreven a perdonar, mientras algunas se dan entre sí el apoyo que al mismo tiempo necesitan.
A pesar de ser una serie de relatos llenos de dolor, la violencia que caracteriza a Colombia y el terror que muchas veces fingimos no ver, el largometraje evidencia que su intención es crear, reconstruir, tejer la memoria y, en la misma medida, la sociedad. Tanto por el ambiente que logran adecuar Santa y Monroy como por los testimonios literales de las víctimas. Son voces que reflejan un profundo dolor, pero también esperanza.
“Contarlo es una cosa y vivirlo es otra”, dice una de las protagonistas narradoras. Sin embargo, Retratos de reconciliación es un producto que logra acercarnos al posconflicto y lo que este revela. Esta película construye memoria, es una clara muestra de resistencia no solo desde lo audiovisual, sino también desde la investigación, el arte, y el trabajo social, y un proceso de tejido, de unión, de perdón y reparación. Un proceso que la población menos vulnerable del país eligió ralentizar –e incluso impedir–, pero que es fundamental para algún día darle cierre a este larguísimo episodio de violencia en el campo.