Ciudades audiovisuales: BOGOSHORTS 19

Daniel Zorrilla Romero

Italo Calvino dice en su prólogo a Las ciudades invisibles, en las que el viajero Marco Polo le cuenta a Gran Khan historias de mundos posibles, no explorados, de formas no vistas, de espacios ignotos por el emperador, que solo existirán como relato, pues su poder no podrá llevarlo a conquistar esas tierras: “un libro (creo yo) es algo con un principio y un fin (aunque no sea una novela en sentido estricto), es un espacio donde el lector ha de entrar, dar vueltas, quizá perderse, pero encontrando en cierto momento una salida, o tal vez varias salidas, la posibilidad de dar con un camino que lo saque fuera” .

La propuesta de la décimo novena edición de BOGOSHORTS, que no propone ser construida como la trama de una novela, encaja muy bien con el modelo de ciudades que plantea Calvino: espacios con principio y fin, donde se camina sin rumbo fijo, donde el camino se traza en cada proyección y se olvida con el paso de las horas, luego de acaba la función. Algunas huellas quedan que permiten transitar esa ciudad del cine de cortometraje (que ya desde el diseño gráfico se hace evidente), pero siempre asediados por la pregunta: ¿Dónde estamos? Un ubi sumus que, más que interrogar por una coordenada exacta en el mapa de la ciudad cinematográfica, ayuda a reflexionar sobre el lugar de cada individuo en ese espacio del cine.

Probablemente la pregunta “¿dónde estamos?” no tenga una respuesta clara; quizá la mejor respuesta sería, como diría Marc Augé, en un no-lugar, en una tierra de tránsitos. Las ciudades cinematográficas que el festival ha construido, la extraña geografía nacional (que cuestiona desde su propia selección de cortos la pregunta por qué es lo nacional) sigue el ritmo de las islas errantes, con su movimiento personal, que conducen a las y los espectadores a las costas y derivas de espacios ignotos.

Sin poder creerme aquello que no soy, sin las capacidades del Marco Polo de Calvino, aunque sí con la misma fascinación por contar las maravillas del viaje, haré un recuento por mis paradas en varias de estas islas. Su extensión varía, es engañosa, omite, oculta, y, ojalá, invite; los cortos sobre los que leerá no los vivirá en la experiencia (leer sobre viajes es transitar los recuerdos de otro por un espacio que no se puede recorrer), pero seguramente podrá encontrar otros caminos que hacia estos lo guíen.

La ciudad sin límites: cortos experimentales (8 de diciembre)
Las fronteras en las películas experimentales son porosas, dejan pasar y a la vez son atravesadas por distintos elementos. Su núcleo está hecho de elementos dispares a la luz de la regla tradicional. Estas afirmaciones, sin embargo, pierden peso con el paso del tiempo, porque la porosidad parece ser un rasgo que ya otros géneros tradicionales (como la ficción y el documental) han incorporado. Sin embargo, no deja de ser un ejercicio interesante ver dónde empiezan a marcar esas fronteras invisibles entre géneros; cuáles son aquellos rasgos que permiten, aún, la existencia de este tipo de categorías en los festivales de cine, en las aulas de clase, en los talleres. Edward Small, en su libro Theory. Experimental Film Video as Major Genre, ofrece ocho características que le parecen intrínsecas al género: es un género que se produce con una alta independencia económica; pasa por un proceso a-colaborativo de construcción; es afín con los medios tecnológicos más allá de la cámara; tiene mayor afinidad con una aproximación fenomenológica de las imágenes mentales; evade, de ser posible, la verbalización de la imagen; y, por último, afirma que las películas experimentales no entretienen como la ficción ni informan como el documental, sino que se enfrentan a substancia misma del arte.

Sin embargo, no deja de ser un ejercicio interesante ver dónde empiezan a marcar esas fronteras invisibles entre géneros; cuáles son aquellos rasgos que permiten, aún, la existencia de este tipo de categorías en los festivales de cine, en las aulas de clase, en los talleres

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Las características de Small señalan más no determinan. Los cortos de la categoría experimental nacional, que en este año creció a dos secciones, pueden ser descritos bajo algunas de las características, especialmente la afinidad fenomenológica: son cortos que dejan sus huellas en la memoria sensitiva del cuerpo. La experiencia de asistir a salas para ver los nueve cortos permite la entrega a la exploración sensitiva más allá de vista. El cuerpo vibra con el sonido; la alteración de los ruidos cotidianos, de las melodías musicales, hacen de todos los cortos en un medio de exploración personal a través de otros significados que no están contenidos solo en el plano de la imagen.

En el caso del corto Intentos por dejarse caer dentro, del director Jonas Radziunas, la exploración de lo sensitivo pasa por la dislocación del espacio de lo real. Su corto incorpora sonidos de lo tecnológico, de las máquinas, o por lo menos de aquello que podríamos asociar con el sonido de lo tecnológico. Es un corto sobre la alienación, producto de la realidad pandémica y de la angustia política en la que nos veíamos en 2019 (y que pronto parece volver a repetirse). Su cortometraje, pensado en términos de Small, tiene enorme afinidad por los medios tecnológicos: en la pantalla se puede recorrer un bosque a blanco y negro, hecho de vectores y líneas modeladas en un plano por computadora; se ven imágenes a través de la televisión, noticias producto del ambiente político del momento. La cámara se mantiene en movimiento, tiembla, sigue al protagonista –Mateo–, pero también lo abandona. Se pierde en la arquitectura, que en su mayoría consiste en ruinas donde la tecnología, a forma de maleza, se toma el espacio. Su protagonista vaga por el espacio y a modo de soliloquio –porque el diálogo en esa sociedad no es efectivo, no conecta– expresa su angustia de no pertenecer, de vagar en la sociedad sin rumbo fijo.

A lo largo del corto la metáfora de la caverna platónica, así como del mundo como engaño de lo sensible (herencia directa de las posturas cartesianas) se pone en juego. ¿Si no es a través de los sentidos cómo accedemos a lo real? ¿Es suficiente que exista la consciencia de que existe algo más allá de nuestros sentidos cuándo lo único que tenemos para transitar el mundo son los mismos sentidos? La película no pretende dar solución a planteamientos metafísicos tan sempiternos, pero sí mostrar, de nuevo, el velo ilusorio que sostiene lo real.

En una misma línea teórica se encuentra el corto Ventalla, del director G. Galo, que presenta a un hombre que parece el vigilante de un mundo inaccesible. Este es un corto que traza sus significados con el pincel del cuerpo. Hay alto nivel de detalle en los planos en los que se muestra a su protagonista anónimo –que de manera jocosa coincide con el nombre del protagonista de Intentos…–, ya que la cámara recorre con un ritmo pausado su cuerpo que pulsa de desesperación. Este protagonista anónimo se encuentra encerrado en una habitación llena de pantallas. Proyecciones bosques, playas, ríos, elementos y espacios de la naturaleza, que contrastan con el espacio oscuro y derruido en el que se encuentra. Me queda grabado en la memoria el plano de una mano dubitativa, que quiere tocar una pantalla donde se proyecta un bosque, como si tocar la pantalla de alguna forma acercara a la realidad. Mientras esta mano se acerca, temblorosa, la otra mano la agarra y la aleja de la pantalla.

En el corto no hay espacio para la palabra. Los sonidos de la naturaleza, que provienen de espacios inidentificables, como si las pantallas por sí solas fueran capaces de producirlos, como si el recuerdo de cómo debían sonar estos espacios, fuera suficiente. Esto se mezcla con una música que pasa de lo armónico a los disonante a medida que el desespero y la angustia de su protagonista crecen. Este hombre anónimo vive alienado, por condiciones que no sabemos, por una cadena desconocida y oculta de causalidad, que lo ha llevado a la distancia y el extrañamiento. Las imágenes de este corto, en ese sentido, resultan más que todo un enigma. Lo que se esconde detrás de su experiencia parece diáfano, pero exige ser desentrañado por la mirada atenta que desenrede lo que el cuerpo intenta escribir.

Me queda grabado en la memoria el plano de una mano dubitativa, que quiere tocar una pantalla donde se proyecta un bosque, como si tocar la pantalla de alguna forma acercara a la realidad.

Mientras que el festival ha tomado esta deriva curatorial para hablar del cine experimental, uno que informa y reflexiona sobre los sujetos alienados, también abre el espacio a otras reflexiones sobre lo íntimo. Esto lo hace bajo la categoría de “la familia”. En el centro del dolor por la pérdida de un ser querido está el corto Lumbre, de la directora Carolina Mejía Salazar. Podría clasificarse este corto dentro de esta línea ya bien establecida del documental casero, en el que las grabaciones y fotografías son la base visual de la obra. Aquí la expresión sonora de la voz no alcanza, así que la palabra se transforma en texto y el sonido en una amalgama de distintas capas. Se pasa del ruido blanco a los sonidos de la naturaleza. El archivo familiar sede espacio a los videos de desastres naturales y videos de miradas microscópicas del cuerpo y de las enfermedades vistas desde un microscopio. La desaparición está marcada por el tema de la película: se inicia con la imagen del abuelo de la protagonista, que por una enfermedad empieza a deteriorarse rápidamente y en un intento por encontrar consuelo empieza a usar morfina, lo que se convierte en una adicción.

El cortometraje de Mejía Salazar aprovecha los recursos del montaje y la potencia de las imágenes del archivo social para narrar el derrumbamiento familiar, desde lo nuclear (viendo las imágenes sacadas del archivo científico) a lo macroscópico (la erupción de un volcán, un incendio forestal). Queda en la memoria emocional y sensitiva de mi cuerpo la imagen de unas grúas demoliendo una casa. A medida que el hogar y el pasado se desmoronan, así también se derrumba el hogar. Un corto con un espíritu romanticista, en tanto que encuentra en las fuerzas de la naturaleza la expresión del dolor humano; en lo sublime terrible de una erupción o de un incendio logra traducir lo horrendo del dolor por la pérdida de un ser amado.

Por una misma línea transita el cortometraje La cumbre, del director Felipe López Gómez; una paranomasia de Lumbre. Y no es solo una relación fonética sino narrativa: una mirada hacia los abuelos de la familia, con todo un tono de nostalgia. El peso de esta palabra se asume a cabalidad: el nostos (νόστος) griego significa tanto retorno, como hogar. A diferencia de los otros cortos de la sección de experimental, este no se acerca tanto a una verbalización distinta a la de imagen o a una búsqueda de otros materiales poco tradicionales para narrar su historia. Por el contrario, parece más cercano a las obras de Jonas Mekas con sus diarios, en las que el pasado capturado en las fotografías revive tan solo como remembranza de lo que no se puede recuperar. La voz de su abuela articula la añoranza por el lugar que, a modo de metonimia, significaba la familia. Sus imágenes son constatación de pérdida y ruina, aunque esto es filmado con un cariño que los colores en la imagen y el grano del dispositivo logran comunicar.

Tras las huellas del núcleo familiar está el corto (Sin asunto), de Guillermo Moncayo. Se mira este corto desde el extrañamiento lingüístico, pues los diálogos, que más que diálogos parecen susurros, están a un nivel sonoro realmente bajo, sobre el que se imponen los sonidos ambiente, las recreaciones sonoras de la emoción y la música. Aquellos diálogos están en español y son las interacciones entre el protagonista, un guardia de seguridad en un zoológico, que sufrió un accidente de tránsito, y el de su hija mayor. Él abandonó a su hija de niña y ella, ya una joven adulta, tiene que cuidarlo luego del accidente. La relación no logra enmendarse y las costuras del dolor previo se hacen evidentes, pulsan en la imagen.

Sus imágenes son constatación de pérdida y ruina, aunque esto es filmado con un cariño que los colores en la imagen y el grano del dispositivo logran comunicar.

Por tal motivo, el padre decide hacerle una carta que vemos a lo largo de la película por medio de subtítulos. Agregando al extrañamiento lingüístico, esta carta está escrita en inglés. Es un gesto que resulta extraño y no del todo claro en su propuesta, pues mientas ellos se escriben mensajes por WhatsApp, estos están en español. ¿Usa el padre el inglés para traducir aquello que parece no poder poner en palabras en su propia lengua? ¿Será que el perdón requiere una búsqueda en otras aguas del lenguaje para ser sincero? Es una pregunta que la película no pareciera pretender responder, que flota en la imagen del día a día de sus protagonistas, que van a terapia, cumplen con su trabajo, se van de vacaciones, siempre separados. Este cortometraje funciona como una carta con remitente, pero que no llega a su lector, que se desvía y llega, sin asunto, a las pantallas.

Alejándose de las aguas de lo familiar para adentrarse en los terrenos de lo social, se encuentra el último grupo de cortometrajes. La mayoría de estos cortos, quizá exceptuando Entusiastas, enfrentan problemáticas sociales que van más allá de un solo individuo. Comparten con alguna serie de documentales la mirada etnográfica, la pregunta por la injusticia e inequidad social.

Cruces, de Carlos Tobón Franco, se enfrenta a esos temas a través de la arquitectura y el paisaje. En sus imágenes abundan paisajes desiertos, playas con aguas bravías y muros, muchos muros que hacen evidentes las fronteras políticas y sociales. Su corto se mueve en el terreno del testimonio, en el que las voces sin cuerpo, las voces como espectros del pasado que acusan al presente, hablan de sus experiencias como migrantes; de la violencia de la policía, de las personas locales, del miedo a ser evacuados del lugar en el que hay intentado establecer un hogar.

Mientras en Cruces la arquitectura y las voces dibujan las formas de la opresión y división social, Fronteras visibles, de Christian Díaz Orejarena, hace de las paredes, los muros, la basura, el metal y las ramas, música. Su película es una mezcla de diario, documental y en ensayo, toda a ritmo de la champeta. Conceptos como gentrificación, racismo, exclusión, contradicción, opresión, extranjerismo, hacen parte de sus imágenes, así como de la letra de la canción que compone a lo largo de todo el corto. Está lleno de humor e ironía, señalando cómo se repite el ciclo colonial de opresión: él, un alemán que viaja a Cartagena con una residencia artística, intenta señalar, como extranjero, los problemas sociales de la sociedad, que organiza complejos turísticos y grandes edificaciones frente a barrios que enfrentan condiciones de pobreza. Las fronteras son claramente visibles: la arquitectura modernizada contrasta al instante con las edificaciones en ruina, desgastadas, que no están cubiertas del blanco de los hoteles.

Su crítica a la sociedad no está exenta de un propio autoexamen. La champeta, género que está estrechamente ligado con gran parte de la población cartagenera, le sirve de dispositivo narrativo en el que se mezclan los sonidos de la ciudad con la crítica de sus letras. Sin embargo, el cierre de su corto golpea en un punto nervioso: ¿no es su canción aquello mismo que él pretende criticar? ¿Al hacer la canción, y por tanto el corto, no está repitiendo la misma violencia y los mismos conceptos de opresión que aquejan a la sociedad que él estudia? El corto da un paso repentino de la risa al silencio. El plano final de la película, una imagen de mar en la que estas preguntas son enunciadas en alemán y en español, incapaz de dar una respuesta, porque probablemente no haya alguna que llegue a satisfacer a todo público.

El corto da un paso repentino de la risa al silencio. El plano final de la película, una imagen de mar en la que estas preguntas son enunciadas en alemán y en español, incapaz de dar una respuesta

La ciudad especular: cortos de ficción 1 (9 de diciembre)
La ficción parte del trabajo con lo real, así incluso solo por la materia prima. Los cortos de esta primera sección funcionan como un espejo manchado, uno cóncavo, que devuelven la imagen distorsionada. La imagen allí contenida no es una negación de la realidad, no es una mentira, es una realidad-otra, una reorganización de los elementos de la real, un cambio de perspectiva que permite leer las huellas del lugar que ocupaban las cosas, que dibuja nuevas formas y panoramas de interpretación.

El primer corto, La herencia, de Camilo Escobar, es una historia del peso del pasado, pero también sobre cómo la mirada transforma el espacio. Amalia viaja a la casa donde vivió su padre, que la abandonó cuando era una niña. En la casa se encuentra con Carmelo, su hermano, que parece haber vivido siempre con su padre. La conversación que ellos empiezan a tener nace del rencor y la rabia: ¿por qué después de tantos años, y además luego de haber muerto, su padre le pide volver a casa?

Toda la historia parece una esticomitia trágica, en la que cada personaje se responde con mayor rapidez, como en un duelo verbal. A medida que la verdad sobre su padre emerge en el discurso, la casa empieza a desmoronarse. Cada corte revela las grietas, la humedad, el desorden y lo sucio. La casa, que el comienzo de la película se ve prístina, bien conservada, con muebles y objetos caros, termina, a los ojos del espectador, derruida, llena de grafitis, sucia. Cabe hacerse la pregunta de quién está mirando la casa y cuál es la mirada que la ha transformado. Posiblemente sea la de Amalia, que a lo largo de la conversación entiende otros matices de su padre y disipa la imagen que tenía de él a causa de su ausencia. Escobar insiste, por medio de los diálogos y del espacio, que el pasado habita el presente. Sin embargo, el pasado no es un estado estático, no es inamovible. La emoción y la reflexión sobre el aquí y ahora modifica el tiempo de antaño, es capaz de darle nuevas formas al dolor.

Por una línea similar va Tránsito, del director Nicolás Gaitán Sierra. Este corto usa las formas del documental para contar una historia de desamor a través de Sofía, el heterónimo de su madre. La película abre con unas fotografías pequeñas, tamaño documento, en las que un texto explica que Myriam Sierra a veces se deja habitar por un heterónimo para afrontar y cambiar la monotonía del paso de los días. Aquí asume la voz de Sofía, que recibe la carta de un amor lejano. Fragmentos de esta carta se funden con la imagen de la película. Mientras vemos escenas de la cotidianidad, estas se van intercalando con las falsas promesas de amor.

A través de un camino distinto, que lleva a un cambio de región, de país y de lengua, está Lucía, de la directora colombiana, radicada en Nueva York, Victoria Rivera. Varios de sus cortos ya han participado en BOGOSHORTS y ha obtenido distintos premios por su obra. Este cortometraje, que en un espacio distinto podría ser presentado con el largometraje We the Animals, de Jeremiah Zaglar, habla de un espacio gobernado por niños. La autoridad adulta no ejerce su agencia allí. Es un hogar de paso, que al poco tiempo de la obra se revela que este lugar es una casa de acogida y que los niños están allí a la espera de un hogar. Lucía, la protagonista, encarna en el corto la idea de la espera. En contraste a su posición estoica, pero llena de fe, están los demás niños de la casa, que parecen haber aceptado con resignación la situación y han sacado partido de la falta de control que hay en el hogar. La dirección de arte del corto presenta un paisaje muy detallado de un lugar desahuciado, abandonado, derruido, donde es fácil llevarse la percepción de olores como la humedad, la suciedad, la comida pudriéndose, la madera podrida. Rivera construye una atmósfera donde es posible establecer una relación sinestésica a partir de la imagen. Sin embargo, todo este entramado visual y sensitivo trabaja en función de algo más, y es la idea del perdón, la unión y la reconciliación. A lo largo del día Lucía es víctima del maltrato y la burla de los otros niños, pero cuando cae la noche y la añoranza por irse de ese lugar tambalea, las diferencias y las riñas quedan a un lado para cerrar todo en un abrazo, en la unión de los cuerpos que buscan calor, pero también que se comprenden, como nadie más, en ese acto de unión.

Rivera construye una atmósfera donde es posible establecer una relación sinestésica a partir de la imagen. Sin embargo, todo este entramado visual y sensitivo trabaja en función de algo más, y es la idea del perdón, la unión y la reconciliación.

Una tierra hecha de escombros: sección documental (9 de diciembre)
En voz de Marco Polo, esta sería una de las tierras que con mayor detalle y placer podría describir. Es una de las secciones más deslumbrantes de la selección nacional. Algunas voces ya conocidas en el cine colombiano, como Aseneth Suárez y Patrick Alexander, reflexionan sobre el archivo ajeno, sobre la carga emocional y el encuentro a veces forzado con las imágenes de lo que ya pasó, que muchas veces no lleva a la acogida sino al rechazo.

Otras voces, esta novedosas en el panorama, como la de Julio Barrera y Jharol Mendoza, se cuestionan desde distintas orillas el rol del padre. La película de Barrera, Nuestros hombres ausentes, enfrenta el hecho de que en la ausencia quedan las huellas de lo que estuvo presente. Esas huellas a veces se convierten en heridas, otras en secretos o enigmas. Barrera encuentra en su familia que esas huellas han sido leídas como una maldición, como si la rueda del destino hubiera designado el desamor y el abandono como la marca familiar. Él, por su parte, enfrenta la angustia de poder caer y repetir esos pasos, por lo que decide darle forma a la silueta vacía del padre que lo abandonó (y de los padres que en su familia han abandonado a sus tías y abuelas), para crearse desde ahí un nuevo molde que pueda habitar como papá.

Mónica Taboada-Tapia, por el contrario, tiene una aproximación a temas y formas absolutamente distintos. Ya no es el núcleo personal de la familia ni el archivo, sino un trabajo de aproximación etnográfica. Su trabajo traza dos ejes de lectura: las condiciones paupérrimas en las que muchas de las personas de la comunidad wayuu viven, especialmente con la falta de acceso a servicios públicos y, especialmente, al agua. Por otro lado, cómo es la vida de una mujer trans en esta comunidad, en la que por su género termina en estados de mayor marginalidad, dentro de un grupo que ya de por sí vive afectado por esa misma condición.

El último documental de la sección, Superficies, de Cristina Motta, es el de mayor impacto para este viajero. Recordé unos versos que Miguel Hernández le dedica a su amigo Ramón Sijé en su elegía:
Quiero excavar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.

Motta habla de los cuerpos enterrados entre basura y escombros. De las mujeres desaparecidas que se saben están aplastadas por toneladas de tierra que nadie remueve. Hacen parte, muchas veces como muestran sus planos silentes y prolongados, del paisaje. En su cortometraje se siente el deseo de querer excavar en la tierra, incluso si es con los dientes, de despedazar aquella materia orgánica con la que los cuerpos se han ido fundiendo.
La función con el paisaje de los cuerpos, su putrefacción y desaparición no es solo entre pilas de tierra sino también en los ríos. Motta revisa los cuerpos acuáticos y reflexiona cómo pareciera que, por momentos, hay resistencia a la muerte, a la desaparición: los cuerpos flotan hacia la superficie, no son arrastrados por la corriente ni se hunden en el peso del mar. Formas de resistencia incluso desde la muerte; sueños de que la injusticia no pase impune.

Sembrar imágenes para recoger mundos posibles: sección animación (10 de diciembre)
Aunque no es el tema de todos los cortos en esta categoría, los cortos Gal, montaña de fuego, de Jairo Tarapuez Jaramillo, y El canto de las moscas, de Ana María Vallejo, que se enfrentan al campo colombiano, a la violencia, a posibilidad de transformación, cultivo y trabajo sobre el territorio.

El corto de Vallejo recoge algunos de los poemas de la escritora colombiana María Mercedes Carranza, de su poemario El canto de las moscas, en el que ella hizo una cartografía de la violencia en Colombia a través de poemas muy cortos que tenían el nombre de distintos municipios en la región. Hay una mezcla de materiales y estilos de animación que surge de las nueve artistas plásticas que colaboran en este cortometraje, que lo hace un cuerpo coral, armónico, que recoge el dolor desde distintas materialidades y perspectivas. Esta propuesta hace de la lectura del conflicto una reflexión que lleva a pensar que el trabajo sobre este consiste en un análisis que no lleva a formas cerradas, a respuestas absolutas. Por el contrario, es el diálogo y la interpelación del lenguaje literario poético, con el plástico visual y el audiovisual, en el que los tres ofrecen líneas de fuga, pero también puntos de encuentro.

La sección de animación de este año del festival deja, sobre el panorama de animación, semillas de distinta clase. Cortos, como Los chicos sí lloran, de Melanconnie, en los que la música define las formas de las imágenes, que vibran y se movilizan en el espacio, pulsando con los acordes para guiar con sus letras y sus imágenes hacia una reflexión sobre la violencia de género.