Andrés Múnera
Me gusta ver pinturas antes de escribir, para entrar un poco en calor, a veces lo consigo, por lo general me encuentro extraviado y hallado en la seguidilla de lienzos. Comienzo mis ejercicios de calistenia ocular, me detengo en la obra, generosa en desolación e imaginaciones turbias, del pintor de Bohemia, Alfred Kubin. Es en esos enormes abismos donde la humanidad en fila cerrada se dirige hacía su inevitable fagocitación por las fauces de lo ominoso, de inmediato comprendo el pasadizo que se descubre frente a mí al ver esas escenas de muchedumbres siendo deglutidas por cráteres o criaturas gigantescas. Entreví un poco, los cráteres comenzaron a tomar la forma de la plaza de toros La Macarena y las multitudes que Kubin esbozaba con frágiles trazos se empezaron a asemejar a jóvenes temerosos, con temblores, con hambre, una estampida de cuerpos vulnerados por voces de mando violentas que irrumpen como demoledoras emisarias de la promesa de guerra. Visualicé la plaza, la cuarta brigada, las escapadas –¡Están haciendo batida!– mientras nos escondíamos de los de uniforme: los que pedían papeles, entre el daltonismo, la varicocele, la búsqueda de tramitadores jubilados del ejército; así se gestionaba la zozobra de los que podían, otros terminaban en San José del Guaviare o en San Vicente del Caguán, deshierbando a tajo seco la manigua en busca de algún caracol venenoso u objeto filoso que surcara las venas por “servir al país”, ese país-cráter que veía en la pintura de Kubin. En esta rémora de traumas y disputas es donde se posiciona el universo mental y físico de Amparo (2021) primer largometraje de Simón Mesa Soto después de haber realizado Leidi (2014), mejor cortometraje en Cannes, y Madre (2016), mejor cortometraje en el Festival de Cine de la Habana.
…tal vez el muchacho en vez de irse para Caquetá terminé en Carepa, como estratificando nuestra cartografía según la capacidad de soportar sevicia y ruindad (las zonas rojas).
Mesa se zambulle en la perspectiva del conflicto dinámico, bajo el plazo perentorio de Amparo, Sandra Melissa Torres, premio a mejor actriz en la semana de la crítica del Festival de Cannes (en la potencia de su mirada reposa casi todo el peso de la película), la desesperada madre que debe reunir una gran suma de dinero en cuestión de horas para sacar a Elías, su hijo, a punto de ser enviado al sur del país a combatir la guerra. Abstracciones que me hacen pensar en la literatura de Rosero y Rivera, esos paisajes de duelo donde mujeres y hombres se confunden con gallinazos, carroña y tierra quemada. Así es como uno de los tramitadores de la libreta militar se lo hace saber a Amparo: por una suma de dinero específica se puede alterar un examen médico, si no se tiene el dinero pero se tiene alguna cantidad, tal vez el muchacho en vez de irse para Caquetá terminé en Carepa, como estratificando nuestra cartografía según la capacidad de soportar sevicia y ruindad (las zonas rojas).
El plazo perentorio como trámite y estética
En ese despliegue formal de los plazos perentorios, la propuesta en cuestión recordará a los vertiginosos meandros de otros cines como el de Cristian Mungiu, László Nemes o Fernández Almendras. Cámaras perseguidoras, laberínticos callejones urbanos y bocetos putrefactos de las metodologías corruptas institucionales. Mesa articula las verosimilitudes con las estéticas pecando, en ocasiones, en acentuaciones que perjudican la naturaleza acuciante del recorrido de la madre (el desplazamiento de su cuerpo permite que el espectador entrevea por las periferias del encuadre 4:3 una Medellín descompuesta). El conflicto de Amparo en este sentido se convierte en epicentro de vida, pero sin abocarse a la espectacularidad, a pesar de que los trámites más sensibles del viaje de la madre me terminen distanciando, sobretodo en algún momento puntual como la ejecución representacional de cierto monólogo y la construcción del vínculo con Víctor, el amante de la protagonista, presencia del armazón dramático no tan aceitada como los demás componentes de la maquinaria narrativa, aun así gracias al efectivo montaje de Ricardo Saraiva (habitual colaborador de Karim Aïnouz).
Mesa, junto al director de fotografía y productor de la película, Juan Sarmiento, conducen a la protagonista, a través del des-telar paulatino de oscuridades y luces intermitentes, a un vehículo psicológico de la luz como retrato evanescente de la ansiedad acumulada, los ojos de Amparo parecen regidos por la marejada que deja tras de sí un poema de Heli Ramírez: “Qué hacen tus ojos volando por las calles del centro… buscando los intestinos extraviados entre sí … qué hacen frente a la vitrina de la ciudad, no creo que puedan ver”; más allá del despliegue matizado de una luz oblicua que alegorice la esperanza al final del plazo inminente, los ojos de Amparo no tejen ejes de acción concretos en la espacialidad del encuadre sino que se ensamblan con el tejido invisible del ausente prometido, en este sentido, el hijo Elías, oficia como zarza ardiente, aún más cuando preferiblemente no lo vemos pero está él en todo.
Amparo en su gradación política y estética de acercamientos a espacios y a cuerpos, nos guste o no, se circunscribe en un campo heterogéneo de sentidos y afectos en el cine colombiano reciente, a la vez que funciona como dispositivo disparador de reflexiones, será porque en el momento que finalizo este párrafo, aún en alguna cuadra, está la patrulla guarecida sin placa, dormitando, esperando a la siguiente batida.