David Guzmán Quintero
Escuela de crítica de cine de Medellín
“Ganaderos y baquianos
caporales y encargados
los indios y los copleros
todos llaneros templados
opusieron a la muerte
su coraje y su valor
contra aquellas injusticias
que el gobierno desató.
Pero esta matanza fiera
no era de azules y rojos
era pueblo contra pueblo
era hermano contra hermano.”
—Teatro La Candelaria, Guadalupe años sin cuenta.
El año pasado estuve conversando con un amigo argentino con el que comparto constantemente extensas conversaciones sobre cine. Avanzada la conversación, me dijo que nunca había visto alguna película colombiana y me pidió que le recomendara cinco. La primera que vino a mi cabeza fue Chircales (1968 – 1972), de Marta Rodríguez y Jorge Silva. Al día siguiente recibo un mensaje de mi amigo que dice: “Acabo de ver chircales… Uff que fuerte que es!! Es muy crudo. La verdad que de los mejores documentales que vi…” Claro, lo anterior es solo para redundar sobre una verdad preconcebida: a nadie se le ocurriría por un segundo considerar la insensatez y el despropósito de poner en tela de juicio que la señora Marta Rodríguez es la documentalista más importante en Latinoamérica, y que los espectadores tenemos la fortuna de poder seguir gozando de que hoy, a sus casi noventa años, siga añadiendo títulos impecables a una filmografía tan prolífica como impoluta, pues las únicas imperfecciones en su cine son las que demanda con vehemencia.
Entonces hay que hacer el recorrido, pues la filmografía (y este, su último trabajo, sobre todo) de Rodríguez está fuertemente marcada por sus influencias tempranas. Cuando hablamos de demandar, hay que detenerse en las raíces de doña Marta Rodríguez, que coinciden con dos tendencias cinematográficas. Yendo cronológicamente de atrás hacia adelante, el primero de estos sería lo que se denominaría Tercer cine, donde las películas responderían, más que a una satisfacción estética, a unas urgencias sociopolíticas en Latinoamérica. “Sus rasgos esenciales son el salir a la calle rechazando los equipos pesados, con bajos presupuestos y a favor de un equipo liviano muchas veces cámara a la mano, condiciones que permiten trabajar con los sectores populares y por lo tanto acercarse a una problemática social; rompiendo con las viejas formas y los estereotipos”, describiría la propia Rodríguez 1 . Nombres importantes surgirían de esta corriente: Tomás Gutiérrez Alea en Cuba, Glauber Rocha en Brasil, Rodríguez en Colombia, entre otros.
Colombia, además de ser parte de esta corriente, ya contaba con antecedentes en un documental de denuncia. Ramiro Arbeláez y Carlos Mayolo citan a Asalto (1968), Carvalho (1969), 28 de febrero de 1970 (1970) y, obra notable tanto del cine colombiano como del Tercer cine, Chircales, como parte de este antecedente. Vale la pena detenerse en Chircales, no solo porque es constantemente referida en esta última película, sino porque representa la causa de lo que motivó al cura a alzarse en armas. Aquí lo único que vemos son familias esclavizadas, condenadas (desde la persona más joven hasta la más vieja) a una perenne cadena de la que ningún miembro podrá salvarse; nadies cuyas deudas cuadruplican sus ingresos; alfareros que han sido negados por sus dirigentes, olvidados por su dios y reducidos a máquinas de trabajo por un patrón. De Chicales Arbeláez y Mayolo escribirían: “Circunscrito a una familia de alfareros que trabajan en la fabricación de ladrillos en las afueras de Bogotá (chircaleros), el film logra trascender este contexto y universalizar el hecho de la explotación, ubicando además las condiciones particulares dentro del marco sociopolítico colombiano.”
1 “El cine independiente colombiano”, Martha Rodríguez, Documento Cinematográfico Latinoamericano No. 11, Bogotá, 1984-1985.
Y en cuanto al segundo momento, caben resaltar los nombres de dos de sus profesores: uno, Jean Rouch, un cineasta francés cuyo reconocimiento es debido a hacer cine etnográfico, lo que influiría notablemente en el pensar de Rodríguez. Y el segundo nombre es el de uno de los dos personajes principales de su última película (codirigida con Fernando Restrepo): el padre Camilo Torres, quien sería su profesor en la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional y con quien realizaría un trabajo en Tunjuelito, al sur de Bogotá, durante 1958 y 1959, que terminaría siendo Chircales.
“Circunscrito a una familia de alfareros que trabajan en la fabricación de ladrillos en las afueras de Bogotá (chircaleros), el film logra trascender este contexto y universalizar el hecho de la explotación…
Ahora, este último relato no solo da continuidad a una filmografía nacional y autoral, también se inscribe perfectamente dentro de lo que es el cine documental en los últimos años. Por un lado, esto de difuminar esta línea que divide el documental de la ficción, y viceversa, ha sido algo que ha tomado mucha fuerza con lo que llaman documental de creación, cuya máxima promotora es la española Martha Andreu. En segundo lugar, satisface la tendencia del documental colombiano, primero, con este cine político que mencionan Mayolo y Arbeláez, que ha tomado tanto protagonismo desde la firma de los acuerdos de paz y los paros (Del otro lado, 2021; Amor rebelde, 2021; Cicatrices en la tierra, 2022); y, segundo, las películas autorreferenciales (Amazona, 2017; The smiling Lombana, 2018; Clara, 2021). Entonces, para abordar Camilo Torres Restrepo: el amor eficaz (2022), considero pertinente, primero, limpiar su título. Como buen documental contemporáneo, sería tan erróneo llamarlo ‘documental’ como lo sería llamarlo ‘ficción’. Tiene de documental la definición de Bill Nichols: presenta hechos que pueden ser corroborados. Sin embargo, además del material de archivo, lo que más está presente es una puesta en escena, una representación, una apuesta performativa, que tiene lugar en algún sitio espaciotemporal entre la realidad y la cabeza de doña Marta Rodríguez. Entonces ahorrémonos los rótulos y reduzcamos la definición a: una película que conjuga inteligentemente las imágenes en movimiento, las imágenes visuales y las sonoras. O sea, estamos hablando de una buena película.
Entonces abordemos al primer narrador. El epíteto con el que Camilo Torres ha pasado a la historia parece paradójico: el cura guerrillero. Pero visto con detenimiento, no es estrambótico en lo absoluto. Si es que los sacerdotes se dedican a predicar la palabra de dios (que parece ser la del amor), un cura (i.e., persona preocupada por lo que le rodea) sensible, fácilmente podría haberse dado cuenta de que inculcar el amor eficaz es una tarea difícil (por no decir imposible) cuando hay una explotación violenta a los campesinos, que trabajan la tierra para exclusivo beneficio de un terrateniente; cuando someten a niños a extensas, inhumanas e irresponsables horas de trabajo arduo; cuando la población indígena, siendo la que ocupaba esta tierra de dios y del diablo primero que todos, vive rezagada, en las márgenes del Estado; cuando existe un conflicto armado que azota ferozmente a sectores de la población y a nadie le importa; cuando tenemos índices de inseguridad alimentaria que supera el cincuenta por ciento de los hogares colombianos y cincuenta mil niños menores de cinco años padecen desnutrición.
Ahora, la segunda narradora del relato, que es la propia autora. “Una mujer comprometida”. Que es introducida por una canción dedicada al cura, que tiene frases como: “Cristo no viste de frac”. Esta narradora, que es el hilo que comunica cada evento, es una mujer de más de ochenta años, de voz cansada y, lo más importante de todo, respaldada por un conocimiento de campo adquirido durante cinco décadas de trabajo con las comunidades marginadas. Es ella quien tiene la autoridad de cuestionar a Camilo Torres. Es una conversación íntima donde la causa (Rodríguez y su obra) confronta a la consecuencia (Torres), pero no a la propiedad de sus acciones, sino a la decisión misma de haberlas hecho. Rodríguez reconoce a Camilo Torres como su maestro, como una figura que la hizo ver en el cine una necesidad, como un amigo cercano con el que se reencuentra y se desahoga, lo que deja entrever, a su vez, una urgencia de Rodríguez por hacer esta película en su intento por comprender el porqué lo hizo y si era consciente de lo que hacía y las consecuencias que iba a traer.
Ahora, la segunda narradora del relato, que es la propia autora. “Una mujer comprometida”. Que es introducida por una canción dedicada al cura, que tiene frases como: “Cristo no viste de frac”.
El recorrido que trasiega Rodríguez en su conversación con la figura espectral y fantasmagórica de Camilo Torres abarca su vida familiar, su formación como jesuita y la influencia de Tomás de Aquino en su filosofía, pasa por la persecución política de la que fue víctima y su eventual asesinato. Rodríguez directora y Restrepo deciden respaldar el discurso con un material de archivo preciso, tanto del mismo sacerdote y quienes lo refieren, como de la marginalidad que lo llevó a tomar las armas. Rodríguez interlocutora cuestiona esta última decisión, y, ¿quién mejor? Ambos fueron movidos por las mismas causas, interesados por las mismas problemáticas, molestos por la misma indiferencia. Sin embargo, tomaron medidas diferentes.
Posteriormente la película coge un rumbo aparentemente distinto.
Se ha hecho mucho énfasis en los acuerdos de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y se ha insistido en diálogos de paz con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), guerrilla a la que perteneció Camilo Torres y con la que más difícil ha sido negociar. Otras estrategias políticas de esta guisa han sido tomadas a través de la historia de la turbulenta realidad colombiana, como el Frente Nacional por el General Gustavo Rojas Pinilla. Pero la violencia no ha sido erradicada. Suponiendo que milagrosamente, de repente, dejen de existir los grupos armados de hoy, eventualmente, a este paso, seguirán surgiendo más y más. Las dos vertientes que influyen en la rotunda mayoría de problemas colombianos siguen pasando desapercibidas: el hambre y el Estado sordo.
Y a esto es a lo que se desvía la película: a las marchas y movilizaciones de los últimos años, especialmente la del año pasado, que fue una protesta sin precedentes. El pueblo, encolerizado, exigía una vida digna para todos, que la vida digna dejara de ser un lujo reservado para unos cuantos. ¿Creen que todos los colombianos comen tres veces al día? ¿que todos pueden acceder a una educación superior? ¿que todos tienen el lujo de enfermarse porque eso implica suspender el sustento en base al rebusque (que son nueve millones de colombianos los que viven así)? ¿que todos tienen la posibilidad de acceder a un sistema de salud al que le importe sus padecimientos? ¿que todos cuentan con servicio de acueducto? Si la respuesta es afirmativa, piénsenlo dos veces.
Claro que los acuerdos de paz son importantes y Colombia necesita urgentemente dejar de ser desangrada por la violencia que la lleva azotando por décadas, pero no es la solución definitiva afrontar las cosas conforme vayan viniendo. Mientras no se combata directamente a la causa de todo, en el proceso seguirán muriendo miles de Camilos Torres.
Esto es lo que hace, en conclusión, el último trabajo de Rodríguez, codirigido con Restrepo. Una película que está a la altura de la reputación que la respalda. Con un discurso sociopolítico en su papel principal, desafiando las formas, y utilizando todos los recursos a su disposición para poder comunicarlo con una elocuencia madura, responsable, pertinente y oportuna.