Del realismo mágico al realismo trágico

Hugo Chaparro Valderrama

Laboratorios Frankenstein

A finales de los años 80, el cine colombiano y las circunstancias de un país agobiado por los cambios que impusieron los poderes paralelos al poder tradicional –los padrinos de la mafia, la guerrilla y los paramilitares, que irían conquistando posiciones cada vez más invulnerables–, transformaron la visión de nuestro drama cotidiano y su reflejo en la pantalla. Rodrigo D. No Futuro (Gaviria, 1988) se concentró en la intimidad de personajes registrados con el tono de un documental, descubriendo en la ciudad de Medellín un mundo que hasta entonces era visto como el tema de noticias que seguían el viejo lema periodístico: “Si sangra, vende”. Años más tarde, la tradición que fue surgiendo para observar la ineludible sordidez que define en gran parte a Colombia, redescubrió a Bogotá con una historia policíaca: La gente de La Universal (Aljure, 1995). Al impacto que abrumó la moral conservadora cuando vio Rodrigo D., siguieron las imágenes de Aljure, que tuvieron un efecto no menos contundente aunque atenuado, en cierta forma, por tratarse de una historia ubicada mucho más en el ámbito de la ficción que en un registro inmediato y testimonial de nuestro caos. La ruindad dejó entonces su marca y era inevitable suponer que el país de Juan Valdez se encontraba amenazado por los mundos escabrosos que cruzaban el umbral de los periódicos a la pantalla en un vaivén interminable. Cuando se estrenó La vendedora de rosas (Gaviria, 1998), el testimonio se matizó por la alternancia entre el drama y las situaciones en las que se revela un lirismo desolado y sobrecogedor que salva momentáneamente a los personajes y explica su fragilidad en el mundo –la vendedora le dice a un niño en la película: “Para qué zapatos si no hay casa”–. Un tercer largometraje prolongó el nuevo estilo: Soplo de vida (Ospina, 1999). El formato del cine policíaco expresó, como en La gente…, hasta qué punto vivimos en una realidad cercana a la ficción más alucinada, donde todos somos detectives y todos, sin saberlo, podemos ser las víctimas. La tragedia que sufrió la población de Armero el 3 de noviembre de 1985, sepultada bajo un mar de lodo, es el punto de partida para un film donde se muestra de qué manera se conjuran nuestros miedos en un país cada vez más olvidado por el Sagrado Corazón de Jesús y sus milagros. El amor y sus riesgos, la solidaridad entre las víctimas de un poder incierto, la maternidad frustrada, un amargo desapego que hace de los personajes individualistas tratando de encontrar su redención, hacen parte de una trama donde incluso el resplandor de la belleza es opaco. La cita del Génesis que antecede a la película –“Entonces Dios formó al hombre del lodo de la tierra e inspiróle en el rostro un soplo de vida”–, en el paisaje colombiano nos sugiere que la vida se puede reducir exactamente a eso, a un leve soplo.

Prohibido arrojar cadáveres
Uno de los testimonios más sombríos y aleccionadores de la historia cinematográfica en Colombia es La Virgen de los sicarios, de Barbet Schroeder. Estrenada en el 2000, despidió el siglo XX y nos dio la bienvenida a un nuevo siglo habitado por demonios. En su título se encuentran reunidas la religión y la muerte de una geografía donde no hay superstición posible capaz de remediar nuestras miserias. Sin pudores para ver y analizar una situación no menos impúdica como el asesinato, Schroeder adaptó la novela de Vallejo recurriendo a la razón sin caer en el escándalo; subvirtiendo el lugar común de la tragedia a través de un relato donde el malestar se descubre agazapado en el tono emocional de una historia inquietante por su amargo y comprensible escepticismo. La escena en la que el joven criminal y su amante ya maduro descubren a un perro callejero gimiendo por sus patas fracturadas, cifra las virtudes y destrezas de este film: el sentido en que la forma realza la ética de lo narrado. La cámara de Rodrigo Lalinde y el montaje de Elsa Vásquez enriquecen el carácter de la escena. El rostro y la voz de Germán Jaramillo, en el papel del escritor que regresa a la ciudad donde creció, después de años de ausencia, en contrapunto con la voz y la presencia de su efebo (Anderson Ballesteros), incapaz de liquidar al perro, con un miedo que recuerda a la criatura adolescente disfrazada tras la máscara del pistoloco, describe simultáneamente el abismo y las afinidades de la relación que tiene la pareja; lo confuso de un amor cercado por la muerte.

Sin pudores para ver y analizar una situación no menos impúdica como el asesinato, Schroeder adaptó la novela de Vallejo recurriendo a la razón sin caer en el escándalo…

Acaso el público, a principios del este siglo, sea mucho más cínico –o moralmente mucho más aventajado ante sus propios dilemas– que nuestros antepasados cinematográficos. Desde el primer largometraje realizado en Colombia –El drama del 15 de octubre (Di Doménico, 1915) (1)–, la inocencia y el candor se terminaron, quebrantados por la muerte. Años más tarde, los hábitos cambiaron para transformar el gusto y la pasión por el género del melodrama, erizándonos la piel en La tragedia del silencio (Acevedo, 1924), Alma provinciana (Rodríguez, 1926) o Flores del Valle (Calvo, 1941). El público evolucionó al ritmo de una época cambiante en sus criterios. Los espectadores dialogaron, polemizaron y entablaron relaciones pasionales con el cine. De esta manera, nos fueron preparando para ver los temas escabrosos del futuro, heredándonos la transformación del país y sus criterios para enfrentar con la razón, un tanto más fortalecida, el exterminio que nos ha tocado en suerte.

“Prohibido arrojar cadáveres”, se lee en el aviso de un potrero donde se ve un cadáver en La Virgen de los sicarios. El muerto que infringe la prohibición es un reflejo de otras tantas paradojas que evidencian lo grotesco y nos mantienen vigilantes, observando de qué manera se viola en Colombia nuestra armonía civil, cada vez más extraviada.

Bolívar siglo XXI
En un país sin líderes notables –o con líderes frustrados por el crimen: Rafael Uribe Uribe, Jorge Eliécer Gaitán, Luis Carlos Galán–, la epopeya se descubre en el esfuerzo individual, en las vidas que resuelven sus dilemas evitando sucumbir a la tragedia, en los héroes legendarios condenados a morirse de tristeza o decepción.

Uribe Uribe repitió su historia a finales de los años 20 –Rafael Uribe Uribe (o el fin de las guerras civiles en Colombia) (Vásquez, 1928)–, seguido por María Cano (Loboguerrero, 1989). El heroísmo cinematográfico se prolongó en Bolívar soy yo (Triana, 2002), que reunió dos tradiciones colombianas: los equívocos históricos y el sainete nacional.

El ingenio de encontrar personajes y tiempos diversos en el transcurso de una trama, llevado al extremo de comedia literaria por Mark Twain en Un yanqui en la corte del Rey Arturo, anima la curiosidad por conocer lo que habría sucedido con Bolívar de haber deambulado por el siglo XXI. Los delirios del héroe según su director, Jorge Alí Triana, la excelencia de un actor como Robinson Díaz, y el guión de Manuel Arias y Alberto Quiroga, establecen un juego de espejismos en el que los umbrales de la realidad se confunden y plantean un vaivén de situaciones que justifican la parodia del caos hecho ironía.

El ingenio de encontrar personajes y tiempos diversos en el transcurso de una trama, llevado al extremo de comedia literaria por Mark Twain en Un yanqui en la corte del Rey Arturo, anima la curiosidad por conocer lo que habría sucedido con Bolívar de haber deambulado por el siglo XXI.

La razón por la cual el presidente de la República es secuestrado por Bolívar, rodeados ambos tanto por la geografía del río Magdalena como por aquellos “actores del conflicto” que todos conocemos –los guerrilleros panfletarios y los soldaditos que parecen de plomo en su acartonamiento burocrático; la primera dama que sirve de comodín caricaturesco a la historia; los traidores fantasmales que agobiaron a Bolívar–, indica una apuesta por invertir los términos de un cine político que tuvo su lugar en Latinoamérica con singular fortaleza a partir de los años 60, cuando la mezcla de ficción y sociología le otorgaba un carácter primordial a la segunda. En Bolívar soy yo, la realidad impulsa una ficción que utiliza el testimonio y lo aprovecha en beneficio de su lógica disparatada, rebasando la circunstancia inmediata y describiendo el panorama de la locura a la que estamos sometidos. El sueño de la Gran Colombia se reduce en Bolívar… a una Colombia fragmentada por el miedo, recreada en la ficción con argumentos que acaso nos permitan suponer la salida de su oscuro laberinto.

El soldado romántico por excelencia es así una semblanza de otros personajes solitarios en medio de la adversidad. La suma del género policíaco, del cine testimonial, del miedo que respira la pantalla al mostrar el vértigo y las transformaciones de ciudades como Medellín o Bogotá, donde día tras día se pueden encontrar, eventualmente, episodios semejantes a los de otro género del cine, el del horror –sin que nadie pueda repetir para aliviarse: “¡Estoy en una película! ¡Estoy en una película! ¡Estoy en una película!”–, hacen parte del impulso creativo que ha situado al lenguaje audiovisual en un nivel superlativo a principios del siglo XXI, por encima de otros órdenes imaginarios, enriqueciéndose mutuamente y por contraste la herencia de los pioneros y la tradición renovada por sus hijos.

Del realismo mágico al realismo trágico
Si el cine latinoamericano de los años 60, según el crítico uruguayo Jorge Ruffinelli, había “disuelto al individuo en el personaje colectivo y el primer plano en planos medios y generales”, en los años 90 y principios del 2000 el individuo ha recuperado su lugar con planos cerrados, resurgiendo en historias como las narradas por los directores colombianos que intentan mostrar un país íntimo, asediado por dramas que recrean, a escala personal, el drama comunal. (2)

En la medianoche del 15 al 16 de julio del 2000 se estrenó en la televisión colombiana Directo Chapinero, de Carlos Mario Urrea. Aprovechando el video digital, que garantiza una calidad cercana al celuloide –y al bolsillo de los productores–, Urrea filmó la que se podría considerar una declaración de principios ante el país que nos ha tocado en suerte al término del siglo XX e inicios del XXI.

Eric Burdon interpreta, en la primera secuencia y al final de Directo…, dos canciones que definen el tono de la historia. Cuando empieza la película, Burdon canta a la Madre Tierra que espera por nosotros, acentuando el dramatismo de un entierro en el que los deudos sepultan al amigo muerto. Al final de la película volvemos a escucharlo, cantando acerca de los buenos tiempos que se fueron y que, tal vez, se desperdiciaron… En medio de las dos canciones avanza la hora y media del film, su sentido del honor –y del horror– digno de una fantasía surreal: los protagonistas, cansados de esperar una justicia ilusoria, arruinada por la impunidad, se toman la ley por mano propia y reciclan el estilo vengativo de un país que perdona con dificultad. Al desconcierto que sorprende cuando la historia se hunde en la venganza, convirtiéndose las víctimas en victimarios –contratan a un par de sicarios, ensanchando así el círculo de la desgracia–, se suma una ventaja tecnológica: la actitud de una generación que muestra, con recursos como el video digital, el sueño de las imágenes hecho realidad en la pantalla.

…Urrea filmó la que se podría considerar una declaración de principios ante el país que nos ha tocado en suerte al término del siglo XX e inicios del XXI.

El vínculo entre la película de Urrea y Kalibre 35 (1999), de Raúl García, a pesar de sus diferencias dramáticas y estéticas, se descubre en la intención de ambos directores por presentar sus “manifiestos generacionales”, sus ideas acerca de cómo y qué hacer ante un país desconcertante por su cotidianidad y por las estrategias que permiten realizar una película.

El eje central del guión de Kalibre… es el asalto a un banco por parte de un grupo de cineadictos que tratan de obtener el dinero necesario para realizar su proyecto por encima de las dificultades. La anécdota permite que el espectador descubra cuáles son las condiciones que distinguen al cine colombiano: ¿industria, arte o artesanía?

En Colombia, el cine es un asunto laborioso: evoluciona mucho más rápido el ojo del director y del público que las circunstancias de producción. Los cambios de formato y emulsión en el film de García, el uso de la cámara y de la banda sonora –que subraya los vaivenes emocionales del relato–, la forma como parte esencial del contenido, son aspectos que resumen las posibilidades del cine colombiano: el problema no es cómo hacer qué, sino con qué.

En Kalibre… el asalto al banco resulta destartalado; la muerte se pasea en medio de un tiroteo; el sueño del cine es cada vez más lejano; se contrastan realismo y simbolismo; se aventura una tesis sobre el legado audiovisual del mundo a través de un anciano (Gustavo Angarita) que lo cuida en lo profundo de una cueva; se muestra lo que significa una obra en movimiento o, en otras palabras, las inquietudes visuales y narrativas de una época que busca renovar el rumbo y, tal vez, el futuro que le aguarda a la pantalla.

¡Que viva la patria!
Desde el patético humorismo que esbozara Jorge Gaitán Gómez en Mamagay (1977) –declaró el director que en un país “donde tenemos diez millones de analfabetos culturizados por el cine mexicano, es difícil entrarle a ese pueblo sin darle una dosis de pueblo”–, cruzando por el populismo de El taxista millonario (Nieto Roa, 1979) y por la “internacionalización” de ese populismo en El inmigrante latino (Nieto Roa, 1980), los matices del retrato nacional se han prolongado con una esencia semejante en la ironía pero un sentido del oficio cinematográfico diferente en la ambición de sus propuestas.

Pena máxima (Echeverri, 2001) es una apuesta por el tipo de comedia que desviste y sitúa al espectador en el lado oscuro del “¡Ay, qué orgulloso me siento de ser un buen colombiano!”, cuando ese orgullo representa la deformación del fanatismo futbolístico, la expresión desapacible del rencor y del oportunismo, el valor que no es ningún valor a la hora de probar quién es más aventajado en la viveza y la trampa.

Pena máxima (Echeverri, 2001) es una apuesta por el tipo de comedia que desviste y sitúa al espectador en el lado oscuro del “¡Ay, qué orgulloso me siento de ser un buen colombiano!”…

Un sistema de producción animado a escala doméstica por el guionista de cine y televisión Dago García, sostenido con el estilo de un Samuel Goldwyn local por el ingenio con el que ha logrado financiar varios largometrajes durante un lapso envidiable: Posición viciada (Coral, 1998); Es mejor ser rico que pobre (Coral, 1999); Te busco (Coral, 2002); El carro (Orjuela, 2003). García escribe las historias –Es mejor…, Pena máxima, Te busco–, y los directores se encargan de su realización. Se trata de aventuras pensadas con la perspectiva del público inmediato que consume sus películas, aprovechando la forma como éste pueda verse reflejado sin mayor complejidad, burlándose de sí mismo con sus caricaturas. La comedia televisiva hecha cine le otorga a estas producciones un estilo coherente y reconocible. Dago García no es un escritor iconoclasta o afectado por la vanidad. Hace parte de ese público al que se dirige desde una posición privilegiada: de su escritura depende el cine que produce, así como también el melodrama nocturno que anima un televisor. A un lado y otro del espectáculo audiovisual hecho comedia o melodrama, el conocimiento del público le permite moldear sus relatos sin decepcionarlo. Te busco nos recuerda el repertorio de arquetipos nacionales que recorren las telenovelas en el territorio del Sagrado Corazón de Jesús, mientras Pena máxima sugiere el penalti permanente en el que nos sitúa nuestro sentido de patria cuando se reduce a un partido de fútbol o cuando honramos nuestra cultura del monocultivo: un Nobel, un premiado corredor de autos, un pintor subastado en Christie’s, un cinco a cero de Colombia sobre Argentina, un par de ganadores en los Grammy, un largo y beneficioso consuelo gracias a los buenos hijos de una familia descompuesta por el drama y la violencia.

Gracias Divino Niño por los favores recibidos
En el cine colombiano el esmero puede ser tortuoso y los resultados precarios. Aun así, también hemos tenido hijos, hermanos o tíos que saquen la cara por nosotros. El primer golpe de suerte lo tendría El milagro de sal (1958), de Luis Moya Sarmiento. Su producción refleja la actitud ante el país y la postura vergonzante que tenemos al otro lado de la geografía nacional. Luis Moya llegó a Colombia desde México presentando credenciales de realizador, lo que sería refutado por personajes que antes habían conocido a Moya; la elección del argumento fue un azar veleidoso –a cambio de una costosa producción de época fue preciso, según su productor, Antonio Ordóñez Ceballos, “pensar en un argumento fácilmente aceptado por los mercados internacionales, para los cuales el folclore no sirve. Al fin nos decidimos por El milagro de sal, un tema interesante, fácil y cinematográfico”–; al Ministerio de Comunicaciones la película le molestó porque no servía al turismo ni a la propaganda, así como tampoco expresaba “una modalidad característica” del colombiano; los actores hicieron lo que pudieron, pero su rigidez reblandeció la tragedia del relato transformándolo en melodrama. Teresa Quintero, David Manzur, Bernardo Romero Lozano, Julio E. Sánchez Vanegas concentrado en su papel de malvado, padecieron, a finales de los años 50, la sal de una película que viajaría de milagro al Festival de San Sebastián. ¿Su recompensa? El concepto de la crítica afirmando que a pesar de sus modestas intenciones El milagro de sal había conquistado la simpatía de la concurrencia.

…al Ministerio de Comunicaciones la película le molestó porque no servía al turismo ni a la propaganda, así como tampoco expresaba “una modalidad característica” del colombiano…

A principios de los años 90, el presidente de la República sería un decidido publicista de otra película: La estrategia del caracol (Cabrera, 1993). El mandatario le recomendó a su pueblo ver la historia de Cabrera, que no se desplazó en los ojos, locales e internacionales, con la parsimonia de los caracoles. Premiada en los festivales de Valladolid, Huelva y Biarritz, el título de la película, además de referirse a la forma como unos inquilinos se van con su casa a cuestas, amenazados por un desalojo, fue también una “lección de estrategia” para el cine colombiano y su público. La confianza en las imágenes domésticas fue evidente por las cifras de taquilla. El romanticismo de la historia, que enfrentó al poder vs. los desposeídos con el triunfo de estos últimos, también condujo estratégicamente las emociones del público, que vio en La estrategia… un reflejo de su condición, un triunfalismo que redimió desde el terreno imaginario la impotencia ante la arrogancia burocrática y una celebración por el tipo de relato que ofrecía la película al premiar el esfuerzo de los inquilinos que resisten al desalojo, acercándose, cautelosamente, a un final feliz donde la retaliación por las desgracias y esfuerzos padecidos se resuelve en una burla sobre las veleidades del poder.

La esperanza continuó en otros festivales con Rodrigo D., La vendedora de rosas, Pena máxima y Los niños invisibles (2001), de Lisandro Duque –según el propio Lisandro, “un alto al fuego en la pantalla colombiana”; una película que brilló excepcionalmente en medio de las balas y la violencia cinematográfica por el tratamiento de sus personajes infantiles y el carácter entrañable de su historia–, descubriéndose una nueva perspectiva en el ojo de los directores que fueron encontrando su camino para tratar de explicarse –y explicarle a públicos distintos y distantes del ámbito doméstico– el carácter surreal que nos define.

La vida en el imperio de la muerte
La violencia de una guerra interminable, la zozobra ante una realidad precaria, el país que se derrumba, hacen parte de un lúcido y desgarrador testimonio sobre la vida a punto de caer en el abismo. Un abismo que nos llama desde hace ya un par de siglos. (3)

La primera noche (2003), de Luis Alberto Restrepo, hace de la tragedia el material de un relato sobre los conflictos recientes del país. El uso del flashback, que tanto aprovecharan los directores del cine policíaco norteamericano de los años 40 para fragmentar el tiempo y el espacio y darle a sus relatos un tono inestable y ansioso mientras que los personajes resuelven el misterio, subraya en La primera noche el carácter de sobresalto emocional que sufren sin ninguna tregua los protagonistas y el público.

El juego de contrarios que se atraen, se rechazan y se enriquecen por contraste, establece en la película parejas que definen cómo está en juego la vida, asediada por la situación extrema de la muerte. En la historia, dos hermanos toman opciones distintas –la guerrilla y el ejército–; dos madres tienen cada una dos hijos enfrentados a la fatalidad del caos; la fórmula del campo vs. la ciudad invoca el miedo con matices diferentes; el espejismo de la solidaridad se ve amenazado por la ruindad; las mujeres retan a los hombres y les dan su fortaleza para evitar que naufraguen; la permanencia y la quietud en la calle, donde los recuerdos moldean la historia, se oponen al vértigo inicial, cuando huir garantiza la vida; a la confusión del rumbo que tienen los personajes, un cartel propone, desde la vitrina que sirve como irónico telón de fondo a la película: “Viaje al fin del mundo”.

…la fórmula del campo vs. la ciudad invoca el miedo con matices diferentes; el espejismo de la solidaridad se ve amenazado por la ruindad…

La mayoría de los planos son cerrados y acercan la mirada de una forma dolorosa a las circunstancias narradas. La cámara subjetiva, que describe el miedo de un soldado al que persiguen los paramilitares, es la visión de un país acorralado por el miedo. No hay alegatos ni discursos morales, cada escena es una semblanza de la vida nacional; su descripción es suficiente para comprender el punto de no retorno al que hemos llegado. El guión sugiere, no ofrece conclusiones. Confía en la inteligencia del espectador para que sea él quien elabore sus propios argumentos. Aprovecha el drama que se vive tanto en la pantalla como fuera del teatro para crear una ficción de lógica devastadora, trazada con la perfección de un círculo. El final abierto, cuando la pareja se interna en la ciudad sin saber con precisión a dónde ir, nos habla de un destino impredecible, de la suerte con la que sobrevivimos, días tras día, de milagro. Si el poder está en el centro, la periferia es el territorio por el que huyen los que han perdido su punto de equilibrio, los desplazados, aquellos a los que les robaron el eje de sus vidas y escapan de la muerte que representa ese poder.

La primera noche: el adjetivo que califica a la noche anuncia la multiplicación de otras noches posibles, el preámbulo de una incertidumbre que no cesa. La película es así tan dolorosa como necesaria: humaniza la crónica cotidiana de nuestras miserias y nos regresa el país con argumentos mucho más contundentes que las manipulaciones periodísticas. Más allá de la encrucijada sobre la que se apoya esta película, su permanencia en el tiempo la asegura una afirmación implícita en cada uno de sus fotogramas: la necesidad de arriesgarlo todo por hacer de la vida un acto de coraje que atenúe, de alguna manera, el imperio y la soberbia de la muerte.

Felizmente, a la publicidad engañosa se contrapone la sinceridad de ese mismo país reinventado en sus películas, advirtiendo cómo ignorar la historia y sus pesadillas es otra forma de perder la guerra.

En caso de emergencia: ¡sálvese quien pueda!
De búsquedas frustradas, terquedad e ilusiones están hechas las ficciones del cine colombiano. Sus personajes tratan de contrarrestar las miserias de un país que los obliga a sobrevivir en condiciones extremas. El miedo los desplaza del campo a las ciudades o por rumbos donde el sálvese quien pueda es una ley. De una historia a otra, la escapatoria, la persecución o el escondite pasajero antes de seguir corriendo lejos de la muerte, definen una tradición y un estilo narrativos; evidencian hasta qué punto estar en movimiento es más seguro en medio de la guerra que la incierta y riesgosa mansedumbre de un blanco inmóvil sobre el que es más fácil disparar. El cine evidencia los temores de su público, sus fantasías y las pesadillas más terribles que se viven en una realidad devastadora. El diálogo que tienen las películas con su audiencia permite que esa misma realidad sea comprendida con más y mejores argumentos. Colombia y sus vergüenzas han hecho de esta geografía, de manera accidental, un lugar fílmico por excelencia: pocos países se obsesionan tanto con su imagen en el exterior aunque la casa, de puertas para adentro, sea un caos. Felizmente, a la publicidad engañosa se contrapone la sinceridad de ese mismo país reinventado en sus películas, advirtiendo cómo ignorar la historia y sus pesadillas es otra forma de perder la guerra.

Notas

1. La historia del cine en Colombia es una película en sí misma. Nuestro primer largometraje, El drama del 15 de octubre, registró el magnicidio de Rafael Uribe Uribe, al que un par de artesanos masacraron en el mes de octubre de 1914, cuando iba hacia el Congreso de la República a presentar una ley sobre indemnizaciones por accidentes de trabajo. El drama…, realizado por una familia de inmigrantes italianos, los hermanos Di Doménico, fue sepultado por el escándalo que desató cuando los asesinos fueron contratados para protagonizar en la ficción los papeles que habían interpretado un año antes en la realidad. Se dijo entonces que el film era “inmoral”, que los criminales aparecían “gordos y satisfechos, en una glorificación criminal y repugnante”, que el general Uribe Uribe estaba en los carteles que anunciaban la película como un torero o un cómico. Para empeorar las cosas, cuando El drama… se exhibió en la ciudad de Girardot, cercana a Bogotá, un espectador secreto –quizás el primer crítico irascible del cine colombiano– disparó contra el telón, asesinando por segunda vez al militar.

2. Un ejemplo asombroso del papel del individuo como hilo conductor del drama comunal lo presentó el realizador Jaime Osorio en su película Confesión a Laura (1991). Excepcional en su estructura y en la notable dramaturgia que conducen con sabiduría sus tres actores –Vicky Hernández, Gustavo Londoño y María Cristina Gálvez–, es difícil destacar cualquiera de sus elementos cuando el equilibrio entre cada uno de ellos es tan preciso: el guión de Alexandra Cardona logra la excelencia literaria en sus parlamentos; la dramaturgia bendice a cada actor; la fotografía de Adriano Moreno, con su atmósfera de forzado enclaustramiento, matiza el desarrollo de la trama; la edición de Nelson Rodríguez mantiene el ritmo de esta aventura, en la que sus personajes conjuran la tristeza con la evolución de un tímido y discreto amor que se manifiesta lentamente. Un film que honra la memoria del cine colombiano desde una perspectiva singular, renovando el lugar común del 9 de abril de 1948, cuando fuera asesinado en Bogotá el líder liberal Jorge Eliécer Gaitán. Confesión a Laura, tal como la definiera el crítico Luis Alberto Álvarez, tiene la fuerza de la modestia: por la sencillez de sus personajes, por la concentración en un reparto breve y elocuente, por la sagacidad que condujo el riesgo de la producción recreando la Bogotá de los años 40 en La Habana de los años 90, haciendo realidad el sueño de un relato entrañable para la memoria del cine colombiano.

3. “Colombia ha sido un país de guerra permanente. Quienes han tenido tiempo de contarlas nos recuerdan que en el siglo XIX, después de los 14 años de la Guerra de Independencia, que concluyó con la batalla de Ayacucho en 1824, durante el resto del siglo se libraron ocho guerras civiles generales, catorce guerras civiles locales, dos guerras internacionales con Ecuador y tres golpes de cuartel. No por azar la centuria termina con la Guerra de los Mil Días, que es al mismo tiempo la última del siglo XIX y la primera del siglo XX”. (Gonzalo Sánchez, “De amnistías, guerras y negociaciones”, en Memoria de un país en guerra, Bogotá: Editorial Planeta, 2001, pág. 329).

Tomado del libro: Del realismo mágico al realismo trágico, Editorial Debate. 2005.