Danny Arteaga Castrillón
Algo traen consigo quienes han habitado los umbrales de la muerte y han regresado, un algo que además los transforma, los resignifica. La enfermedad es un azar que parece sensibilizar la memoria, llevarla a los momentos más recónditos del pasado, y no solo para quien la padece, sino también para quienes ama. En tránsito es el retrato de la construcción misma de ese proceso, traducido en las imágenes de sus realizadores, Liliana Hurtado Scarpetta y Mauricio Vergara, que compartieron juntos, como pareja, tras la leucemia que le fue diagnosticada a Liliana.
La película es una suerte de polifonía en la que convergen las voces de los realizadores y de los miembros de su familia, que surcan la historia y se contraponen para urdir un trenzado, una constelación de formas y sentidos, de símbolos y palabras, de imágenes y sonidos, que nos acercan a los hemisferios de la memoria, a la latencia de la vida y a las incertidumbres de la muerte, más el nudo que los une.
En tránsito toma el material que deja la cercanía de la muerte para construir vida, para hacer un arte móvil, que irradia sentidos, vitalidad. Las imágenes contienen trozos concretos que anuncian la enfermedad de Liliana: las fórmulas médicas, la hematología, el diagnóstico, la explicación documentada, las palabras científicas en cuyas etimologías se buscan respuestas y de las cuales, incluso, brota poesía, más cercana ella a un sentido sobre el porqué su cuerpo se enfrenta a esa condición. Y se alterna esto con aquellas propias de lo onírico, pero no de esas provenientes de los sueños nocturnos, sino de la brumosa frontera entre la vida y la muerte. Son imágenes hechas de una oscura belleza: siluetas ominosas, reflejos que devuelven presentimientos y temores, danzas surgidas de los llamados de Hécate, como esa diosa liminar ubicada en la frontera entre el mundo espiritual y el terrenal.
Todo ello se mezcla de forma aparentemente azarosa, agobiante incluso, pero es porque estamos atestiguando la construcción convulsa de ese tránsito, que va desde los gritos del cuerpo, la enfermedad misma, los sueños de la inconsciencia y el regreso a la vida, el renacer. Pero en medio de ese viaje se anteponen otros momentos, que representan, quizá, el corazón de la historia: la familia y el amor. Aquí la película se enfoca en cómo la enfermedad de Liliana toca a quienes ama, cómo se extiende hasta ellos y también los transforma.
Se suma, entonces, la historia de Mauricio, que, movido por el diagnóstico de su esposa, evoca a su madre fallecida años atrás por una depresión. Las imágenes de su memoria se entreveran con las anteriores. Tienen un carácter más nostálgico, pero no están allí solo para ilustrar un recuerdo, sino para corresponderse a los pensamientos de Liliana y sus delirios. Mauricio, en sus reflexiones, busca incluso semejanzas en ellas, como el retrato que él mismo hizo a su madre y que asocia con el de su esposa antes de ser hospitalizada. Hay allí, además, una recreación sutil de su pasado y un ritual sobre la tumba, una purificación que toma quizá el aspecto de la reconciliación con lo inevitable.
Se suma, entonces, la historia de Mauricio, que, movido por el diagnóstico de su esposa, evoca a su madre fallecida años atrás por una depresión. Las imágenes de su memoria se entreveran con las anteriores.
Pero también están presentes la madre y el padre de Liliana. A través de ellos se encuentra el poder sanador que, paradójicamente, puede traer una enfermedad: la oportunidad para el perdón, la redención, el reencuentro, el fortalecimiento de un lazo afectivo. Aquí la memoria se apoya en testimonios y retratos familiares, que se unen al entramado como parte de ese tránsito en el que también confluye el pasado.
Se pasa entonces por la oscuridad y confusión de la enfermedad, luego por el fortalecimiento del amor y se llega por último a la sanación. Es finalmente el cuerpo desde donde emanan las imágenes. La película nos quiere, precisamente, revelar ese clamor del cuerpo. Es él quien habla durante toda la historia. Nos cuenta cómo Liliana lo oye, lo siente, lo intenta comprender. Se exponen, entonces, los dilemas en torno a los milagros de la ciencia y los de la naturaleza, las decisiones sobre qué tratamientos médicos aceptar y cuáles rechazar, cómo cree en esa voz interior que la inclina hacia el poder de la tierra y la tradición: el alimento, los rituales, la montaña. Son estos momentos de un color más vívido, que dejan entrever una esperanza que perdura, una fuerza que se encamina a una continuidad, porque la película parece no tener un final, sino una progresión constante, con visos de eternidad. Y así nos lo anuncia: “Da, comparte, pierde, para que no muramos sin florecer”.
La película hace parte de esa frondosidad, es una ofrenda venida del trauma y de los llamados del cuerpo, porque esta no es solo una historia sobre la sobrevivencia, sino también acerca de quién se llega a ser tras cruzar la enfermedad y lo que siembra en nosotros con sus imágenes, regadas además por los cantos de la poesía, todo ello como parte de un viaje que inició con el primer síntoma. En tránsito es, en últimas, un paso más de la sanación.