Verónica Salazar
Era mi primera vez viajando al suroccidente de Colombia. No sé qué esperaba, solo sentía un frío que me causaba mucha nostalgia, además del temor de encontrarme al ELN en carretera. Porque era “su zona”. Aún es su zona. A unas dos horas –mal contadas– de Pasto, Nariño, entramos al pueblo que rodea la Laguna de La Cocha. Entre la paz que generaba ver el paisaje del páramo, una pequeña edificación turquesa me llamó la atención. Resaltaba porque el resto del espacio era una carretera destapada y árboles nativos de mil tonos de verde oscuro.
La casita tenía murales de siluetas humanas y tenía en frente un arenero que, en ese momento, la comunidad usaba como cancha de fútbol. En esa misma casa baila Camilo con sus amigos en un par de escenas del documental Entre fuego y agua (2022), un filme que conquistó los grandes festivales de cine de occidente ilustrando con respeto, delicadeza y belleza el encuentro entre las raíces indígenas y el sentir afro del protagonista. Camilo, quien representa a muchas comunidades de Colombia y el mundo, hijo adoptivo de una pareja de la comunidad Quillasinga, busca a su familia biológica para reconciliarse con su origen.
Decenas de festivales abrieron sus escenarios a Entre fuego y agua: el Festival de Ámsterdam, de Katmandú, FICCALI, el Festival de Primeras Naciones en Montreal, el Panorama de Cine Colombiano en París, Dok.fest Munich y otros. El filme fue premiado como película extranjera, como documental y por su dirección de fotografía, la cual es impecable pero también consecuente con la naturaleza del filme. Se siente auténtica y casi que la cámara deja de existir entre la acción y el espectador.
Es una película que sin duda cuenta con una mirada femenina; sí es dirigida por una mujer que busca la maternidad, pero además es evidente desde el tratamiento que se hace de los temas más humanos: la familia, la búsqueda de sentido y espiritualidad, el respeto por la intimidad y la comunidad (porque se pidió permiso a los Quillasingas para grabar la historia) y, claro, la maternidad.
Si bien hubo guion, diseño sonoro y un plan para hacer el rodaje de Entre fuego y agua, podría ser un ejemplo contemporáneo de cinéma direct. En ocasiones los personajes miran a la cámara de manera aparentemente involuntaria; la cámara al hombro persigue la acción y el sonido es tan cercano y sincrónico que involucra al espectador de forma íntima en el territorio, en la comunidad y en la búsqueda de respuestas de Camilo. Este camino refleja la diversidad que hay en Colombia, pero también el dolor que conecta a las comunidades: aquel causado por la violencia y la precariedad. Hay una escena particularmente bella y dolorosa que lo muestra: es un plano donde se ve una cerca llenísima de la flores ojo de poeta, especie invasora, donde se escucha una noticia radial sobre el asesinato de líderes sociales en Colombia.
Viviana Gómez y Anton Wenzel, co-directores, lograron, con este ejercicio de vivir (porque se necesita mucha intimidad para lo que esta película es), una reconciliación en varios sentidos. Principalmente, entre el Camilo Quillasinga y el Camilo afro; pues el primero fue criado y recibido por la comunidad, y el otro vivió el dolor de haber sido abandonado por su madre, por lo que ahora busca conectarse con sus raíces para sanar.
Hay una escena particularmente bella y dolorosa que lo muestra: es un plano donde se ve una cerca llenísima de la flores ojo de poeta, especie invasora, donde se escucha una noticia radial sobre el asesinato de líderes sociales en Colombia.
El título y los dos primeros planos de la película coinciden y sientan las bases de la narración que, además de atrapar, presenta los detalles de a dos y aparentemente contrapuestos: la primera escena muestra una mujer de pelo rizado entrando al agua; luego vemos unas manos haciendo música frente al fuego. Camilo tiene dos culturas en su ser, en su día a día es evidente la mezcla entre la comunidad y occidente. El pueblo Quillasinga adopta hábitos católicos en sus ceremonias, hablan su lengua y el español, el cual está lleno de galicismos porque este territorio fue “colonizado” por suizos; los personajes visten sus prendas autóctonas en combinación con moda occidental (la madre de Camilo usa su poncho de lana con una gorra de Alkosto); la familia Jojoa siembra sus alimentos con base en las fases lunares, mientras que Camilo usa su smartphone; su espiritualidad mezcla elementos de la naturaleza pero también le rezan al dios católico. Esto, además de sus raíces afro que luego conocerá, marcan un dolor y una permanente búsqueda de sentido y pertenencia que Camilo expresa y evidencia durante todo el camino. Él quiere saber quién es y de dónde viene, sin abandonar las raíces que lo acogieron cuando él fue abandonado.
Por esto, y con el apoyo de su familia y la comunidad, Camilo recurre a varias herramientas: va a Bienestar Familiar a buscar el expediente de su adopción, consulta al mayor de su pueblo Quillasinga, al taita siona de Putumayo, al yagé, al agua, a la luna, al sol y a las montañas que rodean La Cocha. Todo el filme está atravesado por ese sentir que el protagonista y su familia comparten, y que aún no está en palabras. Lo que no se nombra no existe, y este dolor termina de existir y comienza a ser sanado con el proceso de grabación de este documental. Camilo comienza buscando una madre y termina encontrando algo más valioso que saber sobre su origen biológico. Además, su familia adoptiva sana junto con él, lo acompaña y pasa de sufrir a comprender y a dejar ver lo bello en esa dicotomía que al principio parece generar fricción en toda la comunidad, pero que al final resulta como un fuerte vínculo de identidad.