Jerónimo Rivera-Betancur
Los relatos literarios y cinematográficos han estado históricamente llenos de héroes que salen a buscar aventuras, ponerse a prueba, enfrentar peligros y retribuir a los suyos con recompensas logradas a punta de esfuerzo y valentía. Nadie suele mirar a los que no salen, a los que se quedan, a los que permanecen y no logran grandes proezas. Sin embargo, hay en los que se quedan cierta resistencia, cierto heroísmo adobado con la sensación de que sus esfuerzos nunca son vistos ni recompensados.
El acto de quedarse puede no parecer meritorio, pero sí puede serlo cuando significa construir, renunciar, proteger, sembrar y decidir estar en la sombra, detrás del resplandor de los éxitos ajenos. La nueva película de Juan Sebastián Mesa, La roya (2022), cuenta la historia de un joven que decidió quedarse en su finca, enfrentando la dura labor agrícola con muy poca ayuda, cuidando los achaques de su abuelo y eligiendo la tranquilidad del campo frente al ruido y el vértigo de la ciudad. Su rutina se ve alterada por la noticia de un reencuentro con sus compañeros de colegio, aquellos que marcharon hace algunos años hacia la ciudad y se transformaron en padres de familia, trabajadores y, algunos, en delincuentes. Esta es, pues, la historia de aquel compañero que muchos tuvimos y que decidió quedarse, tomando el riesgo de ser visto como “el que se rindió” y cuya historia parece no ser tan atractiva y el universo de la historia se ve desde sus ojos.
La película presenta claramente la oposición entre el campo y la ciudad desde el punto de vista de Jorge, un campesino antioqueño que trabaja en el cultivo de café de su familia. Su vida es rutinaria y discurre entre la fumigación de los cultivos, los cuidados a su abuelo y su problemática y culposa relación amorosa-sexual con su prima. El personaje, muy bien interpretado por Juan Daniel Ortiz, es el hilo conductor de una historia en la que la tranquilidad del presente es continuamente amenazada por los fantasmas del pasado representados en su frustrada relación amorosa del colegio y el trauma ocasionado por la muerte de su padre. A lo largo del metraje, ambos fantasmas reaparecen para generar en Jorge algunos cuestionamientos existenciales sobre su vida y las decisiones que ha tomado.
Su vida es rutinaria y discurre entre la fumigación de los cultivos, los cuidados a su abuelo y su problemática y culposa relación amorosa-sexual con su prima.
El plácido campo ve alterada su tranquilidad por los disparos que despiertan a Jorge de un sueño en los primeros minutos de la película y son el signo del advenimiento de la plaga que le pondrá la más dura prueba, mientras intenta deshacerse del recuerdo atormentado de su padre poniendo fin a su vida. El título de la película hace referencia a una plaga letal que afecta a los cafetales y que amenaza con destruir la cosecha de Jorge y de todos sus vecinos. La metáfora es bastante explícita al referirse a la irrupción del pasado en la vida de Jorge y a la posibilidad de que afecte su vida cotidiana.
En su ópera prima, Los nadie (2016), Mesa ya había demostrado su gran capacidad para dirigir actores no profesionales y permitirles llegar a registros convincentes y naturales. En esa ocasión, los artistas callejeros fueron un excelente vehículo para hablar de la Medellín urbana, que atrae y repele a las nuevas generaciones herederas de la violencia del narcotráfico que se resisten a ser estigmatizadas. En Los nadie Mesa presentó una mirada joven sobre los jóvenes de la ciudad y a muchos sorprendió que para su segundo largometraje abandonara, aparentemente, este bien logrado retrato urbano para enfocarse en una historia rural, pero es claro que ambas películas tienen mucho más en común de lo que parece.
En primer lugar, como se dijo antes, se destaca su bien logrado trabajo de dirección de actores, que inicia con un casting asertivo y continua con un proceso minucioso de entrenamiento para lograr interpretaciones orgánicas y convincentes. En el caso de Los nadie se logra por una condición previa performática de los artistas callejeros que, bien dirigidos, logran lucir espontáneos y construir relaciones sólidas con los otros personajes. En La roya el propio director ha subrayado la gran dificultad que tuvo para encontrar un intérprete con las características del protagonista en un campo antioqueño lleno de niños y ancianos, en donde el trabajo agrícola es cada vez menos atractivo para los jóvenes y escasea la mano de obra (como, justamente, se ve en la película). Sin embargo, y pese a las dificultades, la elección de Juan Daniel Ortiz es un gran acierto, puesto que aporta autenticidad a la historia desde su aspecto físico hasta su soltura en el manejo de las maniobras del campo. En los personajes secundarios sí hay algunos altibajos, algo común en las películas que apuestan por el talento no profesional.
La segunda película de Mesa también se queda en la periferia, el lugar en donde se evidencian los personajes invisibilizados: los artistas callejeros ignorados en los semáforos y los campesinos, cuya enorme labor la ciudad desconoce. En La roya aparece también la tensión entre las generaciones, sus creencias y supersticiones: desde el provocativo padre nuestro que aparece de fondo mientras los personajes tienen sexo en los cultivos, hasta la “limpia” chamánica que le hacen a Jorge para “curarlo” de la brujería (en clara alusión a la imagenería heredada por los campesinos de los indígenas). La religión aparece para estos jóvenes como un ojo que los mira y los juzga, como claramente se expresa en la escena en la que los primos y amantes hablan del temor que les producen los cuadros religiosos antiguos y la culpa que tienen por su relación incestuosa: “nos vamos a ir al infierno”. La conexión con el mundo espiritual aparece también en forma de delirio cuando Jorge prueba el éxtasis en la fiesta con sus compañeros de colegio y logra ver a su padre muerto pidiéndole que no venda su finca. Sin embargo, la relación entre Jorge y su padre, la conexión con el suceso traumático de su muerte y sus dudas sobre vender la finca y recuperar el terreno perdido por la familia es lo que menos funciona en la historia.
La religión aparece para estos jóvenes como un ojo que los mira y los juzga, como claramente se expresa en la escena en la que los primos y amantes hablan del temor que les producen los cuadros religiosos antiguos y la culpa que tienen por su relación incestuosa…
El montaje y la fotografía son dos de los aspectos más interesantes de la película y funcionan muy bien como contrapunto para subrayar la estructura narrativa de la historia y los distintos momentos de la misma: del ritmo pausado y contemplativo del inicio, marcado por los silencios y los planos largos y de seguimiento al personaje pasamos a una estética marcada por el rojo, cortes acelerados, música en primer plano y una euforia frenética de los personajes que marca una secuencia dantesca de fiesta y alegría pero también de una profunda violencia contenida. En ambos momentos, la cámara es participante, pero, como un personaje más, opera con la calma de la vida cotidiana rural o el frenesí de la fiesta citadina.
La llegada de sus excompañeros y su exnovia altera por completo la vida de Jorge. La foto que anticipa su llegada muestra a jóvenes pueblerinos con uniforme de colegio, pero, más de una década después, se ven grandes cambios entre la estética del campesino que se quedó, con sus uñas largas, su corte de cabello pasado de moda y su indumentaria funcional (para el trabajo físico) y el aspecto de sus amigos que se fueron y que traen consigo el lujo, el ruido y la ostentación propios de la vida urbana. El aspecto humilde de su novia campesina desentona ahora con la forma de vestirse, hablar y moverse de sus amigas citadinas. Jorge se reencuentra su exnovia (a quien no ha podido olvidar) y le reclama por haber olvidado la promesa de permanecer juntos, pero ella es clara al afirmar: “¿entonces que quería? ¿qué me pusiera a cuidar pollos mientras usted recogía café?”.
La fiesta, con DJ incorporado, suena al ritmo del reggaetón y las drogas, con altas dosis de tensión sexual y violencia, lo que obliga a Jorge a “camuflarse” para adaptarse a las costumbres y el comportamiento de sus amigos. La tensión es latente durante toda la fiesta, pero no pasa realmente nada memorable y termina abruptamente, como si no hubiera sucedido, para dar paso de nuevo a la cotidianidad de Jorge, que enfrenta la inevitable crisis de la roya en un incendio, una quema simbólica para el pasado que al fin logra dejar atrás y que el protagonista cierra simbólicamente al borrar con una brasa encendida el tatuaje con el nombre de su novia que lleva en el brazo. Jorge despide también a su novia-prima, que se va para la ciudad a trabajar como niñera, y regresa a su cafetal. Seguirá siendo el “muchacho campesino que se quedó”, pero que ahora canta reggaetón mientras recoge café.