David Guzmán Quintero
Escuela de crítica de cine de Medellín
La primera película de Juan Sebastián Mesa, Los nadie (2016), es, a mi juicio, de las mejores películas colombianas, y, sin temor alguno a exagerar, (casi) creó un culto como lo han hecho pocas películas, por lo que se generó una alta expectativa en torno a qué sería su siguiente trabajo, La roya (2022).
Los nadie es una película sumamente inteligente, sea cual sea la perspectiva desde la cual se observe. El blanco y negro se vuelve el mejor amigo de la contracultura, realzando la textura de los tatuajes, los piercings y expansores, de la marihuana y el humo de los baretos, de las casas de ladrillos que se yerguen por entre las lomas o aquellas que en la noche se convierten en refulgentes farolitos que se vislumbran desde lo alto de las comunas de bien arriba, de las escaleras donde parchan los pelaos, la profundidad de campo generada por espejos y corredores, por las gentes y sus sombras proyectadas en los suelos y las paredes, el chorro de las tanquetas y los gases que son lanzados a los capuchos en los tropeles, las crestas y chaquetas de jean y cuerina revoloteándose en un pogo… Esa Medellín coqueta que te seduce, te devora vivo y te devuelve hecho girones. Y esto se siente así porque la cámara respira, se siente como otro personaje que registra atento toda esta hostilidad realzada por el heavy metal de la música extradiegética, que, si bien es un lugar común, es un recurso eficiente, lo que da una especie de textura musical (incluso cuando no suena música). Y, claro, unos personajes con sangre por las venas, que viven, sueñan, se traban, escuchan música, huyen de los repentinos atisbos bélicos que se desprenden de su entorno.
Entonces, ¿qué es lo que funciona tanto en Los nadie y la hace una gran película? Lo mismo que es un fracaso rotundo en La roya y la hace una mala película: la puesta en escena.
Según Chabrol, la puesta en escena posee tres componentes: uno pictórico/plástico, uno dramático y otro rítmico. Una buena puesta en escena puede desarrollar uno o dos más que otro, o los tres; pero La roya, en interés de su propio relato, ninguno desarrolla.
Empezaré por el pictórico, puesto que es el más (o el único) rescatable. Por la mera locación, la película cuenta con texturas exquisitas (los árboles, los matorrales, las casas), y, por composición y color, cuenta con una fotografía impecable, pero que, al entrar a conjugarse con el guion, las actuaciones, el sonido y el montaje, solo termina por antojarse insulsa, tan correcta como inexpresiva, resulta transformándose en una contemplatividad vacua. Quizá La roya hubiese sido un mejor fotoensayo. Planos como el aéreo que registra el verde bosque para descubrir a Jorge teniendo sexo, no aportan a la consistencia ni a la totalidad de la película, y responde únicamente a la extravagancia innecesaria de un director. Hay momentos en la película en la que la cámara parece aferrarse con las uñas a una propuesta preconcebida, indiferente por completo ante lo que de verdad está sucediendo delante de ella.
Según Chabrol, la puesta en escena posee tres componentes: uno pictórico/plástico, uno dramático y otro rítmico. Una buena puesta en escena puede desarrollar uno o dos más que otro, o los tres; pero La roya, en interés de su propio relato, ninguno desarrolla.
Ahora, en cuanto al componente dramático, no podemos hablar de una desdramatización tonal, sino de una desinterpretación actoral, por parte de Jorge, “interpretado” por Daniel Ortiz, un protagonista acartonado. Los personajes no parecen interrelacionarse, ni escucharse, son personajes de cartón, esbozados en un guion escrito previamente, pero que no parecen personajes vivos, rara vez piensan, rara vez desarrollan, solo hablan, escupen diálogos que por momentos me hacían sentir viendo radio ilustrada.
Según la aparente relación simbólica que existe entre el título de la película y el “desarrollo” del personaje principal, parece que la fiesta debió haber sido un evento importante. Sin embargo, la ya mencionada mala interpretación actoral sintetizada en un rictus caricaturizado de Jorge al inicio de la fiesta, sumada a una dirección del campo/contracampo absolutamente mediocre, una atmósfera sintética y unos dealers estereotípicos, hacen de la fiesta una chiquiteca, más que un reencuentro con la fuerza suficiente como para generar un impacto en el personaje principal, que aporte a la construcción del significado que parece haberse propuesto. Y no es la fiesta el único momento mal desarrollado, es solo el peor, pues cada escena en la película carece de alguna tensión, alguna pugna (no en el sentido monolítico de la narrativa clásica) que impida que el relato se deslice sin mayor relevancia: “Necesito que el abuelo se vaya”, “pero él no quiere”, “no, sí quiero”. “¿Me presta la moto?”, “Ah, es que a mí no me gusta prestar la moto, usted solo sirve pa’ pedir favores… Bueno, hágale.”
Y no es la fiesta el único momento mal desarrollado, es solo el peor…
Por último, respecto al componente rítmico, de acuerdo a lo anterior, sobra decir que la película carece de un ritmo inteligente y el trabajo sonoro es meramente indicativo, deja que repose todo en lo visual, cuando la técnica es demasiado pretenciosa para una puesta en escena tan superflua, lo que, al mismo tiempo, le quita puntos a una buena fotografía, dejando una mezcolanza estética como resultado final, una sensación de falsedad, de artificialidad que se respira en cada rincón de la película, aun cuando nos situamos en bosques verdes y fincas un tanto derruidas.
La roya, para concluir, es una película a la que le cuesta condensarse. Por lo que, sea cual haya sido el eje central que pretendía Mesa, sigue siendo una película de cinco minutos que se extiende a ochenta y cinco. Es una película que se conforma en sí misma y hace lo mínimo con su propuesta, dejando ver a un director afanado por ufanar destreza. ¿Qué pasó, pues, en estos seis años entre Los nadie y La roya? ¿Juan Sebastián Mesa “maduró” (o nos quiere hacer pensar eso)? Quizá, depende de la perspectiva. Pero, entonces, es preferible el director “amateur”.