Hernando Salcedo Silva

“Con verdadero entusiasmo por parte del público se estrenó el 8 de los corrientes este hermoso y amplio salón, con la interesante película, La novela de un joven pobre. Bogotá tiene mucho que agradecer a los señores empresarios que le hayan dotado de un salón que reúne todas las comodidades de amplitud, ventilación y belleza. Actualmente está trabajando allí el cinema Olympia, de propiedad de los señores Di Domenico, el mejor que ha llegado hasta esta cumbre y el cual tiene el más bello y variado repertorio de películas, que harán las delicias de esta sociedad durante una larga temporada. El buen éxito con que fue estrenado el salón demuestra las simpatías que se tienen aquí por el cine que venimos tratando, el cual merece el apoyo de todos los amantes de espectáculos cultos y morales que amenicen la sedentaria vida de nuestras familias. Felicitaciones muy entusiastas para los empresarios y para la sociedad”.

Así registró El Artista del 17 de diciembre de 1912 el estreno del más famoso salón de cine bogotano: el salón Olympia, el primer “’palacio” del cine que se construyó en la ciudad dedicado exclusivamente a este espectáculo, aunque en el transcurso de su largo funcionamiento se presentaran toda clase de espectáculos desde boxeo hasta los crueles “bailes de resistencia”; zarzuelas y variedades más o menos picarescas con la presencia de cantantes de cuplés de letra y música tan maliciosas, que hacían subir automáticamente la temperatura a los numerosos asistentes masculinos. En realidad si se pasara lista a la mayoría de “presentaciones” artísticas o no que puedan agruparse dentro del ancho concepto de espectáculo visual , todos pasaron por el Olympia, a juzgar por su profusa programación, reconociendo que siempre fue el cine el que dominó a todos los demás, gracias a que siempre estuvo en la “onda” del gusto popular iniciado con el sentimentalismo del cine italiano 1910-20, dramones lagrimeantes que de lejos o cerca se inspiraban en la literatura del inefable Gabriele d’Annunzio, lectura tan obligatoria que ni siquiera hay que recordar que José Asunción Silva se pegó un balazo en presencia de El triunfo de la muerte, libro que reposaba en la mesita de noche del más grande poeta          colombiano. Después, el cine italiano comienza a alternar con el francés y sus audaces propuestas de infidelidades conyugales en sus más infinitas posibilidades.  Y luego el triunfo definitivo del cine norteamericano en sus dos géneros más populares: la gloriosa comedia representada por Charles Chaplin y sus geniales contemporáneos cómicos y las películas de vaqueros y de aventuras “a lo Perla White y Ruth Roland”. Los que alcanzamos a conocer el viejo Olympia en nuestra remota niñez, coincidimos con su “periodo norteamericano”, y debe declararse que se está listo a declarar la razón por la que el Olympia es referencia obligatoria de la nostalgia bogotana, porque su  “espíritu”, (habrá que llamarlo de alguna manera), nunca volvió a repetirse en ninguno de nuestros “palacios”, Faenza, Bogotá, Apolo, Real o el diminuto Alhambra, dándole el sentido de “palacio’” al que en los Estados Unidos, Inglaterra y otros países confieren a los viejos salones de cine entre los 1910 hasta los 1940.

Y luego el triunfo definitivo del cine norteamericano en sus dos géneros más populares: la gloriosa comedia representada por Charles Chaplin y sus geniales contemporáneos cómicos y las películas de vaqueros y de aventura…

Frente al parque del Centenario (hoy puentes de la 26 y, más allá , Iglesia de San Diego), su extensión de oriente a occidente era enorme, llegando casi a la carrera 13, porque sólo desde los 1940 se abrió la carrera novena entre calles 24 y 25. Don Donato di Domenico, primo hermano de los constructores y exhibidores, afirma que su capacidad era de cinco mil personas, pero don Pedro Moreno Garzón, que fue administrador del salón Olympia, la disminuía a tres mil , número de espectadores que parece más correcto que el sostenido por don Donato. De todas maneras su extensión era para miles de personas, distribuidas en dos partes exactas, división que desesperaría a cualquier atrasado demócrata, y establecida por el gran telón blanco con cenefa negra, tantas veces roto, incendiado, destruido, en los célebres escándalos del salón cuando al respetable público no le gustaba la película que estaba viendo. Esos escándalos asustaban a los niños de entonces, que lloraban en compañía de sus mamás, en tanto que los papás trataban de defenderlos, fueron parte integrante del ambiente especial del salón Olympia, y hasta es posible que causara cierto sádico placer a una sociedad que después de la guerra de los Mil Días no podía manifestar su contenida agresividad sino en estos pequeños actos de protesta.

El telón establecía, y como en el Juicio Final, que los de frente al telón eran los elegidos, y los de atrás de la gran tela blanca, los réprobos, obligados a leer los letreros o títulos de la película al revés, hábil ejercicio en el que algunos se volvieron maestros hasta el grado de comprometerse, por algunos centavos, a leer de corrido las apasionadas declaraciones de Gustavo Serenna a Pina Menichelli. Otros, menos emprendedores, recurrían a los espejos que al reinvertir la imagen, permitían leer los títulos normalmente. Los niños de “acá” devorábamos unos helados excelentes de un sabor que nunca más se experimentó, durante los intermedios que los adultos gastaban en pasearse entre los pasillos de las butacas, mirando al mayor número de muchachas posibles y hasta estableciendo idilios, los más afortunados, maniobras completamente desapercibidas por la gente menuda que en los intermedios gastaba su vitalidad jugando gambetas junto al telón. Poco más o menos hacían los de “allá”, pero con la ventaja de ingerir alimentos mucho más sustanciosos que los sofisticados helados, porque sólo por unos centavos y en hojas de papel periódico les servían una especie de “piquetes” abundantes y preparados en algún rincón del salón y en fuerte contraste con las películas llenas de “divas” más o menos tuberculosas.

Al actual espectador de Bergman , Buñuel y demás intelectuales del cine, estos detalles le pueden parecer tan vulgares como un festín con Amín Dada, pero debe insistirse en que hicieron parte del ambiente único del salón Olympia, lo mismo que la orquesta, de la que dice maravillas don Pedro Moreno Garzón y de la que vagamente recordamos que en sus interpretaciones también se prestaba a la explosión agresiva de los espectadores por su división en bandos respecto a la “pieza” que debían tocar: que si la Java o el último tango de moda; que si el pasillo X o el eterno Sobre las olas, controversias que de pronto se resolvían a golpes, y según cuentan, hasta a cargo de los pobres músicos por no atender debidamente las apremiantes necesidades musicales de los asistentes al Olympia .

Al actual espectador de Bergman , Buñuel y demás intelectuales del cine, estos detalles le pueden parecer tan vulgares como un festín con Amín Dada, pero debe insistirse en que hicieron parte del ambiente único del salón Olympia…

Lo curioso del nombre del Olympia es que, con el mismo nombre y unos meses antes de la inauguración del aflorado salón de cine, funcionó otro en el parque de la Independencia, a juzgar por la siguiente nota en el infalible El Artista: “Cinema Olympia. ­En el Parque de la Independencia y con numerosas y nuevas películas está el ‘Cinematógrafo Olympia’ haciendo las delicias del público bogotano. Allí concurre todo lo más selecto de nuestra sociedad, así como también la clase obrera que gusta más de estos amenos e instructivos espectáculos que de las tabernas. El Cinema en el Parque es hoy una necesidad pública, a la cual el gobierno debe atender prestándole comodidad y variedad”. Esta nota es del 15 de junio de 1912 o sea, a casi seis meses de la inauguración del salón Olympia el 8 de diciembre del mismo año.

Otros apartes servirán para complementar el encanto especial del famoso salón en su mejor época, 1912-1925 (?), recurriendo de nuevo a El Artista del 19 de abril de 1913: “Salón Olympia. ­ Deliciosos y muy instructivos resultan los ratos que en las noches de función se pasan en este aristocrático salón. Las películas, todas de interés palpitante y de gran variedad, llevan a aquel sitio lo más granado de nuestra sociedad, que además va a gozar de la siempre aplaudida orquesta Conti. Dentro de pocas semanas actuará allí una compañía de opereta que los señores empresarios han contratado con el objeto de variar el espectáculo y de sostener siempre el interés del público por aquel sitio de recreo”.

De la misma fuente y en agosto de 1913, ya se registran algunos problemas: “Salón Olympia. – El público, el aristocrático público bogotano, continúa favoreciendo con su presencia las selectas funciones de cine que allí se dan los jueves, sábados y domingos. Los estrenos de películas continúan sin interrupción, y todas ellas de gran interés y moralidad. Por eso hemos extrañado el ataque de algunos colegas a esta empresa, que, sin tener en cuenta que élla es compuesta de caballeros colombianos y sólo uno extranjero, están trabajando por hacerle un vacío injusto. El salón Olympia no perjudica en nada a los demás espectáculos, pues hay público para todos. Si se quiere acabar con este salón haciéndole el vacío, sólo se puede lograr con espectáculos mejores, más baratos y con mayores comodidades. Así todos iremos a donde más nos convenga”.

Los estrenos de películas continúan sin interrupción, y todas ellas de gran interés y moralidad.

Pero en 1914 el Olympia se ha establecido de manera tan firme entre los bogotanos que hasta sirve de referencia a un cuento de Alberto Gómez Naranjo, Pasajes y paisajes, en este breve episodio: “Llegué al Olympia. El salón estaba colmado. Desde el primer instante en aquella atmósfera pletórica de suavidades y de mujeres tan llenas de gracia, tan llenas de gentileza y tan llenas de amor, se siente en el alma una grata sensación como de algo que nos acaricia …”. De manera que otro de los encantos del antiguo Olympia eran las oportunidades galantes que se presentaban a los entendidos en la materia, oportunidades “sincronizadas” con la visión de algunas de estas películas: La danza heroica, La lámpara de la abuelita, Pero mi amor no muere y otras lo mismo de entretenidas y, de acuerdo con El Artista, “moralizantes”.

De los otros “palacios” bogotanos el Cromos del 23 de febrero de 1918 y al lado de encantadoras fotografías de “Notas dominicales en el Parque de la Independencia”, aparece la perspectiva entrada al telón de boca (sur a norte), del teatro Bogotá inaugurado el mismo mes. A diferencia del Olympia, que fue específicamente un salón de cine, el Bogotá tenía pretensiones de teatro en sus tres hileras de palcos, su amplia luneta de bancas largas, durísimas para los glúteos de los asistentes (lo mismo que en el Olympia), pero sobre todo por un gran telón de boca lleno de alegorías como el del Colón. Según parece, el teatro Bogotá se construyó más con la intención de complementar al Colón y Municipal en espectáculos varios y baratos, que en su destino definitivo de salón de cine, aunque durante muchos años, indistintamente, sirvió para espectáculos vivos y cine. Posteriormente denominado Cuba, al formar la cadena de teatros de Cine Colombia, y hoy por fortuna rescatado por la Filarmónica de Bogotá para su sede permanente, el teatro Bogotá es pura nostalgia para bastantes espectadores que comenzaron a interesarse en el cine, conducidos por padres o abuelitas, a través de atrasados reestrenos de Los peligros de Paulina, con la maravilla de la Perla White, o Las dos niñas de París.

El Faenza data de 1924, y aunque su interior sea modesto, su frente tiene que llamar la atención por su arco y detalles art nouveau, una de las pocas y única en su estilo, que todavía se conservan en Bogotá. Parece que el Faenza ha sido declarado monumento nacional y, por lo tanto, no puede destruirse. Daría para otro libro el recordar las grandes películas que se vieron en el Faenza y los “populares” de los lunes, casi concentración escolar por el inmenso número de jovencitos que lo llenábamos hacia los 1934-37. Sin embargo, nunca tuvo la importancia del Olympia y del Bogotá.

Daría para otro libro el recordar las grandes películas que se vieron en el Faenza y los “populares” de los lunes…

Y menos el Real, “el salón de la aristocracia”, situado en la séptima entre calles 13 y 14, inaugurado en 1927, que sobrevivió a muchas contingencias. En su ancha escalera, que conducía al balcón, se estableció en los primeros años de los 1930 una verdadera “bolsa de heraldos”, de esas pequeñas hojas impresas en inglés y que servían de efectivísima publicidad a las películas que se estrenaban, coleccionadas apasionadamente por los niños cinéfilos de la época.

Breve referencia al Alhambra, un pequeño salón de cine situado en el callejón del Banco Cafetero que une la calle 14 con la avenida Jiménez, de telón que ahora parecería diminuto, famoso por sus matinés de días ordinarios por ser lugar ideal para las parejas en trance de “amacice”. Hernando Martínez en su Historia informa que en 1939 se exhibía el Noticiero del Alhambra que, por la indiscreción de algunas de sus notas, fue prohibido por la alcaldía de Bogotá, hecho que ignoramos los asistentes al saloncito, donde comenzaron algunos de nuestros mitos cinematográficos: Greta Garbo, Charles Chaplin, entre otros, a los que todavía se venera, mitos que comprenden también los “palacios” en referencia, tan pegados a nuestra nostalgia, o mejor, a nuestro afecto, por tantos ratos de felicidad que nos dieron.

Publicado en el libro Crónicas del cine colombiano 1897 – 1950. Carlos Valencia Editores, 1981.