Isabel Sánchez M.
A despecho del título del libro, Cine de la violencia (Ediciones Universidad Nacional, 1987), el cual contiene seis guiones que sí tienen que ver con la violencia, este prólogo propone más bien una amplia reflexión sobre las condiciones de creación, producción y circulación del cine latinoamericano, incluido el colombiano. Son consideraciones que tratan de explicar las dinámicas de estas cinematografías y sus relaciones y dependencia del cine del primer mundo.
El denominado Séptimo Arte es mencionado con más frecuencia como el producto de la Industria Cinematográfica. Evidentemente, ningún arte está tan íntimamente relacionado con la industria como el cine. Podríamos afirmar, tal vez, que más que tener relación, el cine es un producto industrial, no solamente por tratarse de una expresión dirigida al consumo masivo sino por el proceso de producción que implica.
Por otra parte, el cine es una creación eminentemente colectiva. Solamente en la conjunción de muchos oficios relacionados con el manejo de la luz, del color, del sonido, del montaje y de la actuación, podemos llegar a aprehender la obra de arte ya terminada. El Director de una película, como el Director de una orquesta, no puede hacer caso omiso del talento de cada uno de los integrantes de su equipo; sabe que solamente la colaboración armónica de cada uno de ellos es la que garantizará la realización cabal del film. Por eso él se detiene en la selección de cada uno de sus colaboradores, muestra preferencia por aquellos que considera que pueden interpretar mejor su propia concepción y en ocasiones, como es el caso de Bergman, trabaja siempre con las mismas personas ya que, a lo largo de varias experiencias, se van compenetrando mutuamente.
Sin embargo, lo que realmente unifica a este tipo de equipo es el guión o libro cinematográfico, como también se le denomina. Este hilo argumental, con indicaciones sobre lugares, personajes, el medio en que se mueven, las emociones que deben dejar traslucir, la atmósfera total que se debe dejar sentir, etc., constituye la parte central sobre lo que se deben poner de acuerdo. El autor de un guión espera, obviamente, que éste sea realizado. Lo ha concebido en imágenes y, aún en el caso de que lo haya hecho por encargo, son ellas las que van a marcar la culminación de la obra. Es cierto que, en casos excepcionales, un director puede llegar a realizar un film sin un guión escrito, pero de hecho lo debe tener preconcebido para que el resultado tenga alguna coherencia. En este caso, el guionista es el mismo director. El que ahora nos ocupa es el caso más corriente: el de la persona que encuentra en el guión su manera propia de expresarse, naturalmente con la esperanza de verlo algún día llevado a la pantalla.
Director de cine o literato, trabajador de las letras o de las artes, cualquiera de ellos al emprender esta tarea comienza a padecer las limitaciones que le impone su propio medio. Entre nosotros, el de pertenecer a un país no industrializado. En primer lugar, sabe que va a ser muy difícil llevar su obra a la pantalla, porque no existe la industria del cine.
Director de cine o literato, trabajador de las letras o de las artes, cualquiera de ellos al emprender esta tarea comienza a padecer las limitaciones que le impone su propio medio. Entre nosotros, el de pertenecer a un país no industrializado.
En segundo lugar, y como consecuencia del mismo fenómeno, comienza a debatirse entre lo que quiere expresar y las posibles exigencias comerciales del productor.
En realidad, experimenta una dependencia que no alcanza a otras artes cuyo quehacer es individual, aunque en ese momento está tan solitario como quien pinta un cuadro, escribe un poema o realiza una escultura, con la diferencia que estos trabajan para un círculo mucho más restringido y culturalmente más homogéneo. Esta falsa disyuntiva, que con frecuencia es esgrimida por los cineastas, tiene su explicación, pero solamente la hallaremos en una perspectiva histórica.
Aunque ya es un lugar común, vale la pena recordar cuál ha sido la situación de América Latina frente al proceso de la industrialización. Sabemos, de partida, que no hicimos la Revolución Industrial. No la hicimos, pero colaboramos ampliamente con ella al convertirnos, por la división internacional del trabajo, en proveedores de materias primas y consumidores de productos elaborados en un intercambio desigual que, en lugar de conseguir un desarrollo equilibrado del mundo, ha logrado ampliar cada día más la brecha que separa a unos países de otros. Si bien es cierto que en algunos renglones estos países han logrado algún grado de industrialización, especialmente en las que se destinan a la substitución de importaciones, es evidente que esto se consigue solamente en aquellos rubros que van perdiendo importancia para los países desarrollados, ocupados como están en las industrias de punta, relacionadas hoy con la informática, la telemática y las comunicaciones en general. La industria cinematográfica solamente podrá ser desarrollada en estos países en el momento en que otros medios más adelantados entren a reemplazarla.
Entre tanto, todo el complicado engranaje del sistema, en diferentes sentidos, se encarga de que existan efectivas formas de control al nivel de la tecnología y, por supuesto, de lo que se va a expresar por este medio. Es muy abundante la literatura que existe sobre las diversas teorías que se agrupan bajo el nombre de la dependencia. No es nuestra intención entrar a mostrar, una vez más, el intenso debate que se viene adelantando alrededor de este tema, ni intentamos dejar sentado que existe un culpable. De lo que se trata es de destacar un hecho real y es que en nuestro país no existe el cine como industria y que este hecho está íntimamente relacionado con la falsa disyuntiva que tratamos de explicar y que se le plantea a quien intenta convertirse en un creador, es decir, al que asume la tarea cinematográfica como una expresión artística.
Aún con una tecnología prestada y costosa, nos queda la posibilidad de ofrecer algo propio precisa mente en este aspecto del cine. Evidentemente, Brasil, Argentina y México han conseguido hacerlo hasta el punto de que es lícito hablar de un cine argentino, brasilero o mexicano. En realidad son países que si bien no fabrican equipos, por lo menos poseen laboratorios y pueden disponer de materiales. Dentro de estas industrias algunos cineastas lograron evadir las estrictas reglas comerciales y producir un cine de gran valor cultural: en México, el caso de Luis Buñuel y el indio Fernández; en Brasil, Nelson Pereira Dos Santos, padre del nuevo cine brasilero; en Argentina, el movimiento renovador forjado en la Escuela de Santa Fe, con Birri a la cabeza.
Dentro de estas industrias algunos cineastas lograron evadir las estrictas reglas comerciales y producir un cine de gran valor cultural: en México, el caso de Luis Buñuel y el indio Fernández; en Brasil, Nelson Pereira Dos Santos, padre del nuevo cine brasilero; en Argentina, el movimiento renovador forjado en la Escuela de Santa Fe, con Birri a la cabeza.
Sin embargo, ni aún esos países pudieron escaparse de la influencia de Hollywood. Durante la primera década del siglo, porque dependían totalmente de la tecnología que apenas estaba naciendo; durante la segunda década, en Estados Unidos, de acuerdo al Profesor Pablo González Casanova, “apareció la producción en masa, nació la múltiple industria de la radio, el cine y la gran prensa en medio de la decisión general de divertirse. Y emergió toda una cultura de lo artificial y lo irreal con la masa feliz como fin de la historia”. Parte de esa cultura llegó a América Latina, aunque todavía se encontraba bajo la influencia más directa de lo europeo, especialmente Argentina. De todas maneras, en casi todos los países latinoamericanos se hicieron intentos de producir películas. En Colombia llegamos a tener tres casas productoras. Acevedo e hijos, Di Doménico Hermanos y Colombia Films.
En una entrevista realizada por Hernando Salcedo Silva a Gonzalo Acevedo, el último sobreviviente de estos pioneros del cine nacional, éste afirma que durante los años 30 hubo ausencia total de producción de cine nacional porque los laboratorios de los Di Doménico fueron adquiridos por Cine Colombia y esta empresa solamente los alquilaba para producir noticieros ya que “le interesaba más adquirir películas extranjeras con gran éxito de taquilla, que conseguía a bajo costo, que películas nacionales a alto costo de producción que debían amortizarse dentro de nuestro territorio, deduciendo además el 40% que exigían los productores”.
Como podemos apreciar, en momentos en que apenas apuntaba el cine sonoro, ya nuestros cineastas estaban acosados por productores y distribuidores -cuyos intereses coincidían- y que entre tanto promovían la imagen del mundo feliz que Norteamérica estaba forjando. Por lo demás, durante este tiempo un quijote criollo estaba reinventando un aparato para sonorizar las películas, mientras Estados Unidos ya competía con Europa en la producción de equipos sonoros. La brecha tecnológica se estaba ampliando y cada vez más se notaba la imposibilidad de entrar a competir. Quedaba entonces la posibilidad de trabajar en Hollywood, que comenzó por esa época a invitar a los artistas de calidad de todo el mundo, convirtiéndose así en la meca del cine. Solamente Argentina pudo competir en los mercados de habla hispana porque no tenía necesidad de hacer doblajes.
La década de los 40 significó para los países desarrollados guerra: guerra caliente y guerra fría. Durante la primera, el cine se vio obligado a divertir a los soldados y a prevenir al mundo contra el fascismo. Esto significó la producción de comedias musicales y de costosa, es cenas bélicas. Al iniciarse la segunda, su obligación pasó a desacreditar a su antiguo aliado. En términos de cine, a mostrar al rico bondadoso y a penetrar en la ideología, especialmente en los países que habían quedado bajo su influencia directa. Argentina, el centro del cine latinoamericano, que solamente bajo presión y a última hora rompió con los países del eje, fue castigada por Estados Unidos que no volvió a proporcionarle materias primas para su producción fílmica. En cambio comenzó a invertir en México y allí promocionó esta industria. En Colombia, López Pumarejo hizo aprobar una ley de protección al cine, “pero chocó con un tratado comercial que se había realizado con los Estados Unidos y por eso nunca tuvo efectividad” según palabras de Gonzalo Acevedo en el reportaje que hemos mencionado. Pero aún bajo esas circunstancias, el país produjo unas cuantas cintas. Como producto de la guerra fría, nos dice Pablo González Casanova “la ontología de Hollywood se convirtió en el sentido común de América Latina e hizo de ella un género de colaboradores preparado s y una base social para el desarrollo asociado. Esta fue la definitiva conquista de las masas de América Latina”. En toda América la clase media aumentada se mostraba como prueba de desarrollo. Era una clase que se nutría espiritualmente con el cine europeo y norteamericano. Nuestras ciudades crecieron tanto o más que en el resto de los países de Latinoamérica, aunque en gran medida por las gentes que se veían obligadas a abandonar los campos invadidos por la violencia. Historias para contar sobraban, pero no se produjo ninguna película que lo hiciera. Las inversiones de capitales extranjeros y especialmente norteamericanos se multiplicaban en estos países, pero naturalmente en industrias menos peligrosas para la tarea de divulgación de los valores de la democracia occidental frente al mundo socialista.
En Colombia, López Pumarejo hizo aprobar una ley de protección al cine, “pero chocó con un tratado comercial que se había realizado con los Estados Unidos y por eso nunca tuvo efectividad.
Comenzamos a darnos cuenta de que ya nuestras culturas, alejadas de lo europeo, primero por el peligro del fascismo y luego por la presión de la intensa campaña anticomunista a que estábamos sometidos, habían quedado al azar de los medios de comunicación, a los cuales se añadía la televisión, controlados totalmente por los Estados Unidos, país que había emergido de la segunda guerra como la primera potencia mundial y que, dueña de la mayor parte del dinero del mundo, tuvo la oportunidad de reconstruirlo a su acomodo, favoreciendo a quienes se plegaban a sus conveniencias y ejerciendo un poderoso control sobre su zona de influencia.
El senador McKarthy vio con complacencia que sus doctrinas sobre los métodos que se deben practicar para poner en jaque al enemigo se extendieron a América Latina. En los años 50 en Colombia, al miedo a la violencia se unió el miedo a ser sospechoso de simpatizar con “ideologías foráneas”. La prensa y la radio fueron víctimas de la censura, se creó la Televisión bajo el control del Estado y, obviamente, ni siquiera se pensó en el desarrollo del cine nacional. El último año de esta década nos sorprende la Revolución Cubana y nos obliga a volcarnos sobre nuestra propia realidad. Comenzamos a tomar conciencia de que lo criollo se ha convertido en “típico” y que existen dos mundos paralelos: una élite urbana con los valores que le ha dado la sociedad de consumo y que no tiene nada que ver con el mundo que la circunda que es precisamente el que ha sido víctima de esa sociedad. Colombia, azotada como ha estado por la violencia, tiene que reconocer, precisamente a propósito de un documental filmado en la zona de Río Chiquito, que los hasta entonces “bandoleros” se han convertido en guerrilleros con un proyecto político claramente definido, mucho más peligroso para el sistema que lo que puede significar la prensa o el libro publicado.
Prácticamente todas las ciencias, pero especialmente las ciencias sociales, comenzaron a ver con otros ojos la realidad circundante. Se iniciaron investigaciones en sectores rurales y sub-urbanos que parecían formar parte de otro mundo. Se dieron a conocer estadísticas hasta entonces conocidas solamente por algunos iniciados y entre el entusiasmo de los que vieron en ello el comienzo de la liberación y el miedo de los que pensaban que podía repetirse el proceso cubano, se creó la atmósfera que necesitaba el cine para separarse de las pautas trazadas por Hollywood.
Las películas que se produjeron en esa época nos permitieron reconocernos en ellas y al mismo tiempo pudimos observar detalles que con frecuencia se escapan a las ciencias sociales como sería el caso de comportamientos individuales, las reacciones diferentes de aquellos que se han encontrado sometidos permanentemente a la violencia de toda especie, el impacto en un ser humano de acontecimientos nacionales y hasta mundiales, que jamás hubiera imaginado que de alguna manera se hicieran presentes en su existencia, etc.
Las películas que se produjeron en esa época nos permitieron reconocernos en ellas y al mismo tiempo pudimos observar detalles que con frecuencia se escapan a las ciencias sociales como sería el caso de comportamientos individuales.
El cine, haciendo abstracción de su condición de industria, presentándose como cualquier arte, como la correlación de los creadores y sus pueblos, comenzó a ofrecer la gran síntesis de algo que nos rodeaba.
Aunque muchas de las películas que se produjeron en esa época fueron elogiadas y algunas hasta lograron reconocimiento internacional, siempre encontraron graves problemas de distribución cosa que no obedeció solamente a la brecha en la tecnología. El problema es mucho más complejo y ha sido abordado de muy diversas maneras. Por una parte, eran películas que no estaban hechas para producir ganancias ni se habían construido sobre los moldes de Hollywood interiorizados ya por estos pueblos. Pero, de todas maneras este cine de denuncia se hizo a su propio público tanto en estos países como en Europa y Norteamérica, en medio de la agitación y los debates que se dieron en torno a la Revolución Cubana. Pero se trataba de un público de cineclubistas, de gentes cultas y no llegó a ser de consumo masivo. Es decir, que si en lo artístico se comenzó a crear un nuevo lenguaje, en lo que se relaciona con la industria no pudo hacer otro cosa que llamar a la solidaridad del continente para crear un gran frente que tratara de obviar los problemas de distribución y que pudiera eventualmente crear una masa consumidora del producto del cine en todos estos países, idea que todavía se sigue debatiendo, pero que desafortunadamente no ha podido ser llevada a la práctica aunque tal vez se vaya abriendo camino.
Es entonces cuando se comienza a creer en la falsa disyuntiva a la cual hemos hecho mención. O se expresa lo que corresponde a todo creador latinoamericano o se entra en las reglas de juego trazadas por Hollywood. Debemos reconocer que esta disyuntiva no corresponde en forma especial ni a los productores, ni a los distribuidores, ni menos a las masas, para que el cineasta llegue a considerarla como el gran obstáculo que se le presenta frente a su deber como trabajador del arte. Es algo que va más allá de cada uno de estos sectores, es ese “sentido común” impuesto desde afuera. Aunque si lo pensamos bien, encontramos que desde la más remota antigüedad, un público masivo exige diversión. Aún en Grecia el público iba al teatro a divertirse y se divertía con una tragedia de Sófocles, porque diversión no es necesariamente lo que causa risa, lo fácil, sino lo que entretiene, es decir lo que acapara el interés de los espectadores. En este sentido, el hecho de exigir de una película que sea entretenida, vale decir que despierte el interés de los espectadores, no puede constituirse en un factor negativo sino en una exigencia válida para el cine de cualquier lugar del mundo; podria decirse que es condición indispensable de cualquier producción destinada al consumo masivo. Lo impuesto desde afuera, entonces, es la identificación de lo que interesa con lo fácil, es la exigencia de aceptar pasivamente el calambur ingenuo, el espectáculo de una forma de vida artificial, la imposición de unos valores tan ajenos a lo nuestro que consiguen crear una especie de nacionalidad paralela. Tomado en este sentido, el creador de América Latina encuentra, entonces, que su realidad, la que considera que debe expresar, difícilmente puede ser divertida. Ni causa risa, ni a nuestra gente le puede interesar verse retratada en una realidad tan golpeante.
Tomado en este sentido, el creador de América Latina encuentra, entonces, que su realidad, la que considera que debe expresar, difícilmente puede ser divertida.
Por eso, es un cine de intelectuales. Al cine entonces se le presenta un reto: debe encontrar el lenguaje apropiado para cumplir con tan elemental principio de un arte que, como ya lo afirmamos, está destinado al consumo masivo. Por otra parte, si quiere cumplir con los propósitos planteados por el denominado nuevo cine latinoamericano, tiene la obligación moral de “contribuir al desarrollo y fortalecimiento de la cultura nacional, asumir una perspectiva continental al mismo tiempo y abordar críticamente los conflictos individuales y sociales de nuestros pueblos”.
Desde la misma década del 60, los cineastas de América Latina, en el encuentro realizado en Viña del Mar, comenzaron a plantearse este problema fundamental que cohíbe la creación artística, para llegar a la conclusión de que nuestros países están manejando instrumentos que posiblemente son extraños a nuestra propia realidad, pero de los cuales difícilmente podrán librarse, como sería el caso de la dramaturgia. Definida ésta como el arte de la comunicación escénica, cabría preguntarse qué factores determinan o condicionan esa comunicación en el caso del cine.
Una ponencia presentada a un congreso realizado en La Habana precisamente lleva por título “¿De qué dramaturgia hablamos?”. En ella Ambrosio Fornet, su autor, planteaba el hecho de que el gran problema del cine latinoamericano era encontrar en dónde radica la dinámica interna de un movimiento (el de los cineastas latinoamericanos) que se propone, a la vez, objetivos artísticos y extra artísticos y que sólo logrando los primeros puede alcanzar los segundos. Es muy significativo el hecho de que la preocupación de un foro que agrupaba a los más destacados cineastas del momento no se haya siquiera detenido en elementos técnicos. El fondo del problema va precisamente a lo que se relaciona con la dramaturgia, que es lo que le concierne al guionista. Es este trabajador solitario, o aquellos que emprenden un trabajo colectivo, quienes deben concebir ese proyecto de un producto que debe servir de distracción, debe ser comercializable y debe cumplir con el triple objetivo trazado por el “cine nuevo latinoamericano”.
Evidentemente, no se puede desconocer que algunas producciones fílmicas latinoamericanas han conseguido estos propósitos, aun dentro de los cánones de una dramaturgia prestada, como sería el caso de la última película argentina ganadora del máximo galardón que se le otorga a este tipo de producción: el Osear. Pero aún así, es notoria la diferencia en la distribución que se le ha dado con la que disfruta otra clase de película, más acorde con lo que constituye el gusto de las masas. El distribuidor, para el cual el cine es solamente una industria que debe ser competitiva internacionalmente, no necesita ni siquiera disculparse por la poca promoción a este tipo de películas, porque el mismo público lo está respaldando.
Actúa el sistema como conjunto apoyado en ese “sentido común” a que hemos hecho referencia. El mismo que también disculpa a los dueños del dinero para no invertir en esta industria. Este mismo sentido común alcanza al cineasta y es precisamente por eso que se le plantea la disyuntiva. El arte pierde entonces una de sus más valiosas características, como es la espontaneidad, y los muchos intentos fallidos que se han hecho para obtener éxito monetario y al mismo tiempo producir arte, nos están demostrando que es inútil tratar de subordinar una cosa a la otra.
Por lo demás, la industria cinematográfica no difiere fundamentalmente de lo que le ocurre a la industria en general. El sistema, como conjunto, se sostiene gracias a nuestras materias primas y al consumo de los países del Tercer Mundo. Ese equilibrio podría conservarse si aceptamos pasivamente el papel que se nos otorgó en la división internacional del Trabajo. Cualquier elemento que atente contra él debe ser celosamente controlado por los países desarrollados so pena de perder ese control de la economía-mundo. Y si el producto de esa industria conlleva, además, una ideología, con mucha más razón se debe ejercer un control que no necesita ser expresado abiertamente. Entra en un arreglo global que entremezcla la totalidad de los intereses y aprovecha el bombardeo cultural a que estamos sometidos a diario por la televisión para que todo parezca normal. Precisamente, por no ser una lucha abierta que pueda mostrar la arbitrariedad del sistema, es más fácil de manipular. Por eso se presentan tantos obstáculos en la creación de mercados comunes latinoamericanos y se prefiere el arreglo bilateral; por eso nos queda más fácil ver cine norteamericano que cine de América Latina. Es inútil que tratemos de arreglar estos problemas en forma aislada. Su solución está enmarcada dentro de una solución general. Esto, por supuesto, no significa que tengamos que detenemos en la creación, por el contrario, es necesario seguir buscando nuestro propio lenguaje.
La industria cinematográfica no difiere fundamentalmente de lo que le ocurre a la industria en general. El sistema, como conjunto, se sostiene gracias a nuestras materias primas y al consumo de los países del Tercer Mundo.
Una reflexión más profunda nos lleva a un nuevo planteamiento. Parecería que el éxito relativo obtenido por las películas que denuncian los múltiples problemas de América Latina hizo que muchos cineastas creyeran que habían llegado al fondo del problema. Sin embargo, lo que en la década del 60 constituyó una novedad ha llegado a saturar al selecto público de este tipo de cine. Se nota, entonces, que no es lo mismo escribir sobre los problemas y llevar esto a la pantalla, que escribir desde dentro de la vida misma, ya no para relatar lo que ocurre sino para que el espectador participe vivencialmente de lo que está ocurriendo en su propio país y en América Latina, en general, en esa sociedad paralela al estereotipo que se ha pretendido forjar y más lejana de lo que pudiera pensarse, aun viviendo dentro de ella, cuando solamente la hemos mirado como “típica” o como “folclórica”.
Este nuevo compromiso resalta la función del guionista. Filmar aspectos de la miseria es una tarea fácil, pero crear situaciones que resuman los problemas derivados de la miseria es otra cosa. No solamente se requiere una cuidadosa investigación sobre el tema, sino que la imaginación creadora ha de funcionar para que la ficción tenga la justa medida: ni sobrepase a la realidad (bastante difícil en este país) ni se quede corta, desvirtuando así los problemas. Se nota entonces que cuando el guionista acorta la distancia que le separa a él, como creador, de los personajes que quiere mostrar y se traslada a ese mundo para expresarlo, comienza a superar los problemas que le plantea la dramaturgia, no le interesan ni las dificultades técnicas ni su relación con la industria en el momento de escribir el guión. Casi que sin saberlo está creando un nuevo género, diferente del teatro, diferente de la novela, aunque comparte con estos algunos aspectos.
Superados, o más bien, acomodados a los problemas derivados de la ausencia de tecnología y al lenguaje cinematográfico propio, queda entonces el guionista frente a la dificultad de realización del film. Este parece agravarse en la medida que la televisión, la inseguridad, a veces también el clima, hacen que los espectadores no asisten a las salas de cine. Evidentemente, cada vez se hace más difícil que los gastos que implican una producción cinematográfica se cubran en el país. Salvo la industria cinematográfica norteamericana e india, todas las demás han tenido apoyo estatal no para hacer del cine una fuente de ingresos, sino para salvaguardar los valores culturales que éste representa. Aunque nuestros gobiernos así parecen haberlo entendido al crear fondos oficiales que promocionen el cine, es un hecho que el cine político encuentra mayores obstáculos que cualquier otro género. A diario se están produciendo guiones que sus autores aspiran a realizar sin conseguirlo nunca. Algunos lo logran pero deben preocuparse personalmente de que se exhiban en círculos de amigos o en cine clubes. Es decir, que se está desperdiciando un rico material que ha plasmado una serie de aspectos de la vida cotidiana, que está dejando testimonios de la vida real, que está escrito en un lenguaje visual que es precisamente el que se está imponiendo en la vida moderna y que, por consiguiente, reclama algún lugar de reconocimiento. No puede ser por casualidad que la totalidad de los guiones que han merecido algún premio en este país se relacionen con la violencia. Es precisamente por el hecho de que sus autores han querido plasmar lo más corriente de nuestra vida y porque al acercarse a los personajes no han podido hallar ninguno que se escape de este leitmotiv de nuestra historia.
A diario se están produciendo guiones que sus autores aspiran a realizar sin conseguirlo nunca. Algunos lo logran pero deben preocuparse personalmente de que se exhiban en círculos de amigos o en cine clubes.
Evidentemente, el lugar más adecuado para hacer justicia a este género, pensando más en el futuro que en el presente, es la Universidad Nacional de Colombia y este es el motivo de la publicación de este volumen que bajo el título de Cine de la violencia, reúne seis guiones, tres de los cuales fueron ganadores del Concurso Nacional de Guión que desde 1979 viene realizando Focine, el organismo oficial encargado de promover esta industria. Son estos, Los días del miedo, Efraín, y Siete colores. Es obvio que el obtener un premio de tal categoría supone que la película debe ser realizada. Sin embargo, ninguna de las tres ha sido considerada para tal efecto. Los otros tres: Canaguaro, Cóndores no entierran todos los días y El día de las Mercedes ya fueron filmados, y el segundo ha sido ampliamente promocionado. Eso nos da la esperanza de que vayamos superando los obstáculos que hemos mencionado.
Hemos querido iniciar este volumen con el libro cinematográfico titulado Canaguaro por haber sido este el pionero en este tipo de cine. Sigue Cóndores no entierran todos los días, por contraste con el anterior. Se trata de una obra basada en la novela de Gustavo Álvarez Gardeazabal que fue cuidadosamente trabajada por cuatro guionistas, a diferencia de la anterior en la cual se trabajó sobre la marcha de la filmación. Siguen dos guiones inspirados en un mismo tema y que fueron premiados por Focine en dos concursos sucesivos, en 1980 y 1981. Es interesante observar cómo sobre un mismo tema, la vida de Efraín González, y prácticamente obre las mismas fuentes, resultan dos obras totalmente diferentes. Los autores, sin conocerse, estaban trabajando casi simultáneamente. Las dos últimas obras: Los días del miedo y El día de las Mercedes, presentan dos aspectos distintos de la violencia, el primero (premiado en 1979) se refiere a la violencia urbana y el segundo (seleccionado entre los proyectos de cine para televisión abierto por Focine en 1985) nos presenta el nacimiento de la violencia en un pequeño pueblo que puede estar situado en cualquier lugar de América Latina. El ordenamiento se ha hecho para plantear tres problemas: el método, las fuentes y las diferencias evidentes entre la violencia urbana y la violencia rural.
Isabel Sánchez Méndez
Profesora de Historia de América Latina Universidad Nacional de Colombia Ciudad Universitaria, octubre de 1986.