Entre fuego y agua, de Viviana Gómez Echeverry y Anton Wenzel

Caminos de búsqueda: un joven entre cintas de colores

Daniel Tamayo Uribe

Por más diferentes que podamos llegar a percibir a otros, es normal que nos aquejen las mismas preocupaciones, sin embargo, lo es cierto es que no todos acudimos a las mismas maneras de atenderlas. Camilo es un joven afro que fue adoptado por una familia de la comunidad indígena Quillasinga, que habita alrededor de la laguna de La Cocha, en el departamento de Nariño al sur de Colombia. Aunque para una comunidad como esta son muy palpables problemas como la violencia interna del país o un turismo capitalista y colonialista, los directores Viviana Gómez y Anton Wenzel se fijaron en un asunto diferente para la construcción del filme Entre fuego y agua, si bien se alude brevemente a dichas problemáticas allí. La búsqueda que emprende Camilo por sus orígenes y su identidad, y aquello que de ahí surge, es lo que el documental desde una perspectiva observadora, acompañante y poco intrusiva nos permite observar y explorar.

Las preguntas que Camilo se hace sobre sus padres biológicos se manifiestan, en sus veintitantos años, a veces con madurez y otras veces con cierta adolescente displicencia. Con ellas provoca un cuestionamiento sobre la pertenencia e identidad culturales con las que se fue criando, lo que termina afectando la estabilidad material y espiritual de su familia y de la comunidad Quillasinga. Pero nada de eso se toma como algo negativo per se por quienes lo rodean; rápidamente encontramos a diferentes miembros de la familia adoptiva de Camilo, como su padre, su madre, su abuela, hermanos y amigos dialogando entre sí y con él, dándole sus opiniones y preguntándole por las suyas. A pesar de esto, encontramos también a un Camilo de pocas palabras y de una parquedad expresiva, que llega a ignorar a familiares por atender su celular, procrastina responsabilidades laborales e incluso se embriaga y se pone agresivo, al parecer, por cuenta de un malestar familiar. Sus actitudes llegan incluso a hacer que su comunidad ponga en entredicho la calidad de la crianza y la cantidad de amor que ha recibido Camilo de sus padres adoptivos.

A raíz de esto último, las autoridades quillasinga deciden analizar y conversar sobre la situación tanto con Camilo como con su familia adoptiva y algunos miembros más de la comunidad. Uno de los taitas mayores le dice al joven que él tiene derecho a buscar sus raíces y es de hecho respetable que emprenda esa búsqueda. Asimismo, en una reunión oficial, la comunidad reconoce el comportamiento que el muchacho ha tenido respecto a las tradiciones e instituciones de la comunidad: con su habitual taciturnidad, en general él ha cumplido con sus funciones, ha sido respetuoso con las autoridades y ha participado de las festividades y rituales quillasinga. Por tanto, entre la comunidad, las autoridades y los familiares se disponen a buscar soluciones que involucren el amor, lo que da cuenta de ese “espaldarazo” para que Camilo pueda dar curso a sus inquietudes como un indígena más.

las autoridades y los familiares se disponen a buscar soluciones que involucren el amor, lo que da cuenta de ese “espaldarazo” para que Camilo pueda dar curso a sus inquietudes como un indígena más.

¿Pero qué pueden significar eso? A lo mejor una de las muestras de este amor se encuentra en la familia de Camilo que, sin mantener lazos de sangre con él, lo hace parte de ella y lo ayuda a encontrar sus raíces, ahí sí, de sangre; a su vez él puede considerarse parte de la familia y hacer su búsqueda. No son asuntos o perspectivas contradictorias ni excluyentes. Camilo, en compañía de sus padres indígenas, acude a la entidad encargada de mediar los procesos de adopción en Colombia: el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF). Con los archivos necesarios para averiguar quiénes fueron sus padres biológicos y cómo llegó el a esa institución, el joven encuentra una serie de respuestas frente a las que se muestra abierto y afectuoso.

Tal vez otro de los posibles sentidos de ese amor se puede ilustrar con el momento en que observamos al joven en una celebración en la que termina debajo de una gran cantidad de cintas de diferentes colores a través de las que mira hacia arriba. Esta imagen puede ser una metáfora de la diversidad que cobija a Camilo y a través de la que le es visible la realidad que está viviendo. Mas cabe mencionar que sobre dicha realidad ni la familia, ni el ICBF ni la comunidad Quillasinga pueden contestarle todas las dudas al muchacho, pero sí lo apoyan o ayudan a partir de sus diferentes disposiciones y acciones concretas.

Y es posible que haya otra forma de ver dicho amor. Una que nos dirige la vista a algo que hasta ahora no hemos mencionado y que sucede simultáneamente. Da la impresión de que Camilo enseña sus inquietudes al fuego que lo calienta desde una chimenea, mientras toca una armónica frente a este. Las diferentes instituciones que acompañan al joven se pueden observar así: cálidas y, ¿por qué no?, amorosas. Claro que, a diferencia de la familia, la comunidad o el ICBF, suena raro decir que el fuego es amoroso y este sí que no puede contestarle sus preguntas a Camilo; o a lo sumo le proporcionaría respuestas de otra índole. A lo mejor es que sería inapropiado esperar algo así de él y parece que los Quillasinga no cometen ese error ni lo hace Camilo como buen indígena. ¿Entonces cuál es el lugar del fuego?

Este elemento natural impregna varios de los rituales y de las costumbres quillasinga, entre otros motivos, porque ellos lo asocian o reconocen en él un potencial espiritual. Por supuesto que las instituciones cargan con una espiritualidad en cuanto acervo cultural, social e histórico, pero en relación con un elemento como el fuego pareciera que se tratara de algo que, al menos, no se suele poner en palabras durante una reunión o en documentos como los que se llevan a una entidad estatal. Es así no tanto porque no se pueda —pues de hecho se hace— sino acaso porque su fuerza movilizadora para los humanos se transmite tradicional e históricamente por otros medios y en ocasiones resulta mejor quedarse callado, cantar, mirar, oler, tocar u oír, entre otras, para encontrar algo ahí.

Algo semejante sucede con el fuego con que la familia de Camilo asa el pescado para la cena en que conversan y celebran un cumpleaños. Con él los quillasinga queman las plantas espirituales y producen el humo que colma el cuarto durante el ritual del yagé. Resulta similar con el polvo con que ambientan, se “bañan” y soplan en las narices de ellos; con el líquido que escupen sobre algunos objetos; con las hojas que agitan y sacuden sobre otros. Y es análogo a las reiteradas veces que Camilo visita a La Cocha, la laguna, para recorrer sus aguas y mirarlas acompañadas de montañas, nubes, luna, plantas. En momentos parece que simplemente le gustara hacer eso, pero en otros es como si recibiera un llamado de ella y acudiera con urgencia. En unos y otros casos de esto último, el filme nos acompaña con una música de cuerdas agudas que a lo mejor podemos imaginar como si algo tocara las fibras de Camilo, haciéndolo ir a este lugar sagrado para los Quillasinga. Allí él, entre muchas cosas que podríamos decir, cavila. Si es el fuego el potente calor con que podemos identificar el acompañamiento humano al joven, puede ser el agua y su ambigua presencia lo que rodea y moja los callados pero no silenciosos momentos de introspección que él busca hasta perderse.

Camilo visita a La Cocha, la laguna, para recorrer sus aguas y mirarlas acompañadas de montañas, nubes, luna, plantas. En momentos parece que simplemente le gustara hacer eso, pero en otros es como si recibiera un llamado de ella y acudiera con urgencia.

Esto a algunos puede resultar extraño, pero es el mismo Camilo quien nos da luces cuando se presenta la oportunidad de hablar. Por un lado, le dice a un amigo suyo, que “se alocó” con el yagé y ahora tiene miedo de este con base en una opinión médica, que no se trata de una droga a la que hay que temerle, sino que es una planta a la que hay que tenerle respeto; en otras palabras: cuidado y una justa apreciación —y para ello no hay que negar que en efecto esta planta tiene propiedades alucinógenas, aunque lo niegue el joven—. Dicho respeto, podríamos afirmar, se hace efectivo cuando Camilo toma yagé en un ritual dirigido por su comunidad y de esa manera parece lograr un reconocimiento y un cambio de estatus. Por otro lado, cuando le preguntan al muchacho en qué cree, él dice que en el sol y en la luna, en las montañas y también las semillas (igualmente vemos en diferentes momentos del documental que los Quillasinga en general parecen creer asimismo en la laguna La mama Cocha y en Dios). Son, por ejemplo, estos elementos a los que Camilo y los Quillasinga dotan de sentido, tanto que se cautivan con ellos dentro y fuera de su cotidianidad.

Aunque estas situaciones y elementos permean con mayor complejidad lo que es Camilo y lo que es su comunidad, es suficiente relacionarlos con los asuntos específicos que se abordan en el filme: las dificultades alrededor de la adopción tales como la determinación de una identidad o el conocimiento de los padres y ancestros. En realidad, se trata de un tema con relativa popularidad y del que probablemente son más reconocidas sus complicaciones que sus soluciones. Lo que seguramente no es tan común es encontrar estas cuestiones encarnadas en un contexto tan peculiar, caracterizado por una liminalidad periférica en términos geográficos y antropológicos. De ahí que, con una complejidad quizás exacerbada por la particularidad de la situación, sea cuanto menos razonable la adopción de medidas alternativas, aunque para Camilo, su familia y su comunidad probablemente no se vean así. Puede que para ellos la situación sea extraña, pero parece que las maneras de tratarla no lo son. El agua, las montañas, la luna, la familia, los Quillasinga y el ICBF inciden en la manera en que Camilo afronta sus interrogantes. Lo que sucede es que a nosotros algunas de esas alternativas nos parecen raras —aunque sí puede ser poco común en nuestra sociedad que una comunidad se involucre de esta manera en una situación de una familia y un individuo como la que se presenta en la película—. Da la impresión de que a ellos no. Pero son asimilables, por extraño que pueda parecer, si pensamos en que tal vez nuestra manera de comprenderlas es a través del documental.

Observamos allí a un grupo de indígenas (incluido Camilo) que reafirma su cultura y a la “mucha familia” de Camilo, que acepta la institucionalidad y normas de parentesco del ICBF, que toca música al fuego, que se rodea de plantas y que contempla al agua. De este modo, el afro quillasinga transita por los caminos en busca de sus orígenes y de su identidad sin que por ello llegue a un destino definitivo ni quede del todo satisfecho. Semejante a lo que hace el documental y que nos permite observar —quizás dejándonos absortos a algunos—, Camilo llega a crear o ubicar nuevos signos en lo que lo rodea y lo que le pasa. Qué es lo que él hace con el fuego y el agua es algo que, a lo mejor, no sabemos —como posiblemente tampoco los directores— porque no entendemos los signos. Pero al menos podemos decir que el callado, rebelde, afectuoso e inquieto Camilo escucha y baila diferentes músicas, fuma cigarrillos y toma yagé, puede estar en el frío y en el calor, pertenece a diferentes tradiciones, cree en Dios y en las montañas, mira la laguna y el mar.

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