Óscar Iván Montoya
Pogue es un pueblo de leyenda, lleno de mujeres cantadoras, hábiles para las labores del campo y la pesca, pero, ante todo, con una virtud única para el canto y la narración. Oneida Orejuela es una de esas cantadoras, y Luckas Perro, el director de Cantos que inundan el río (2021), la escogió para que hablara y cantara por todas las mujeres de la comunidad. Oneida aprendió desde muy niña la tradición de los alabaos, cantos ancestrales que sirven para acompañar a los muertos en su tránsito hacia el más allá, y que en el presente se transformaron en clamor y memoria.
Cuando ocurrió la masacre en Bojayá, en 2002, la relación de los vivos con los muertos estalló en mil pedazos, y las cantaoras de la región se quedaron sin saber muy bien cómo velar y despedir a tanto muerto, pues carecía de sentido para ellas cantarle a más de cien cuerpos mutilados y dispersos alrededor de una iglesia. A partir de entonces, los cantos tuvieron un nuevo significado, y ya no se les cantó solo a los muertos, sino que se volvió una herramienta de resistencia, un envase de la memoria, una forma de encarar el mundo y, de paso, convertir las cicatrices y heridas en un arte, en una catarsis para el pueblo.
A Pogue se llega en panga después de varias horas de navegar por el río Bojayá, ese río que provee la comida, que trae los medicamentos, que sirve de inspiración para sus cantos, pero por el que transitan día y noche los actores del conflicto, que de nuevo volvieron a la región después de un corto periodo de esperanza. Parece ser que la maldición de sus habitantes es estar ubicados en un territorio rico en recursos, estratégico para el contrabando de armas, la producción y el envío de drogas al exterior.
Sin embargo, sus habitantes se resisten a verse como víctimas y, por el contrario, tratan de mirarse como artistas, como agentes del cambio, como intermediarios entre el universo de los vivos y el mundo de lo onírico, como lo resume su director: “Sentimos que Cantos que inundan el río es una película muy espiritual y bella, que no es una película sobre un hecho violento o sobre sus víctimas”.
¿Qué se siente después de tantos años, décadas, de trasegar en los medios audiovisuales, poder estrenar tu primer largometraje en salas de cine?
Es algo muy particular, porque ya habíamos tenido tiempo de viajar con la película, no tanto como hubiéramos querido por el tema del covid, por ejemplo nos perdimos el estreno en Hot Docs en Canadá, el año pasado, o algunos festivales en Estados Unidos que morían por tenernos. Afortunadamente estuvimos en Guadalajara, en México, y nos ganamos el premio al mejor documental en Toulouse, y todo esto fue muy bonito en el mejor sentido como “Ah, la película, qué chévere”, y lo demás allá, pero eso no se compara con la sensación de estar acá en el estreno en salas, es otra clase de magia, y por supuesto, otro contexto para la misma película, el encuentro con su verdadero público, también viendo cómo impacta a la gente.
Estoy muy contento, pues creo que es la cosecha de un trabajo de muchos años, y lo mejor es que en este momento tengo la posibilidad de estar trabajando ya en otro proyecto; entonces, puedo decir que la cosecha ha venido sabrosa. Estamos muy felices porque la recepción ha sido muy linda de parte de la gente.
creo que es la cosecha de un trabajo de muchos años, y lo mejor es que en este momento tengo la posibilidad de estar trabajando ya en otro proyecto; entonces, puedo decir que la cosecha ha venido sabrosa.
Hace un tiempo nos reunimos para hablar de los que resultaría ser la semilla de la que nació Cantos que inundan el río, y estoy hablando de Las Musas de Pogue (2017), uno de tus últimos cortometrajes antes de lanzarte a este trabajo de largo aliento. Viéndolo de nuevo recordé la frase del poeta inglés del romanticismo, William Wordsworth, que dice más o menos que “el niño es el padre del hombre”, como queriendo afirmar, transponiéndolo al lenguaje cinematográfico, que Musas es el padre, y la madre diría yo, de Cantos que inundan el río. ¿Qué desafíos te planteó esta incursión en el largometraje? ¿Qué elementos tomaste del universo de Musas y le diste continuidad en Cantos, aparte de los personajes y la locación?
Hay algo muy bonito en Las Musas de Pogue, y es como bien lo señalaste, está la simiente de Cantos, y están, más allá de la aparición de las cantadoras, unos acuerdos sobre los dispositivos cinematográficos que íbamos a implementar, pues acá en el largometraje vuelve a estar el asunto de segmentar por un lado las acciones y el desenvolvimiento en la vida cotidiana y, por el otro lado, la voz y los testimonios. A mí me había gustado la forma en la que funcionó en Musas, y en Cantos la quise instrumentalizar de nuevo, siempre evitando en lo posible hacer entrevistas a cámara, las famosas “cabezas parlantes”, y solo hay un momento en que Oneida le habla a la cámara, pero sucedió de manera espontánea, no fue algo premeditado.
Entonces lo que hacíamos era grabar a Oneida en su vida cotidiana, y en los espacios de la noche, cuando había más silencio en el pueblo, que es también la hora para reflexionar, del balance que uno hace del día, era cuando conversábamos. Quise mantener ese dispositivo, que ya lo había visto en las películas de Tatiana Huezo, El lugar más pequeño (2012) y Tempestad (2016). Estos dos trabajos tienen para mí un fascinante contrapunto entre lo que son los testimonios y lo que estamos viendo en la imagen. En Cantos quería algo así, y se mantuvo la búsqueda por lo cotidiano, por las materialidades de lo cotidiano que había iniciado en Musas, y para esta labor tuve la fortuna de contar con la fotografía de Liberman Arango, para que lo hiciera más sofisticado que lo que yo lo hice en Musas, desde el precario conocimiento que tengo del oficio de la fotografía.
En Musas ya está esa intención narrativa, en una forma más embrionaria, pero ahí está. Obviamente tiene sus diferencias, porque el corto era una obra más exploratoria, más coral, pero ahí ya estaba concentrado el encanto, y si la gente se devuelve y se toma el tiempo para ver Musas, se percatarán que ahí están depositadas las claves del universo de Cantos, porque aparte de los cantos, la cotidianidad y las voces, está el mundo onírico que después se despliega con más fuerza en Cantos, y también está el tema un poco más estilizado de la escenificación de este mundo y, lo último y más importante, fue la forma como se profundizó mi conocimiento con las cantadoras, y de la relación tan especial que ellas manejan con el paisaje, pues mientras uno mira y ve un montón de selva, en realidad, en ese pedazo de selva están depositadas unas memorias y unas historias, ellos no ven solo la selva sino el espacio y el tiempo transcurridos.
Oneida Orejuela, la protagonista de Cantos ya había aparecido en Musas con el grupo de cantadoras de Pogue, y ya había dado muestras de su calidad en el canto, como la mayoría de las que aparecen en el corto. ¿Por qué la escogiste precisamente a ella y no a otra, y le diste todo ese desarrollo y respiración en Cantos?
Ya viéndolo con distancia, creo que Oneida se me reveló desde el principio, y a sabiendas de que iba a ser todo un reto. También he llegado a afirmar que la escogí porque de cierta manera nos parecemos mucho en el carácter, comenzando porque la gente piensa que somos personas extrovertidas, cuando en realidad es que somos bastante introvertidos, y no por ser mala onda o personas antisociales, sino que, en ciertos momentos, inclusive cuando estamos rodeados de otras personas, nosotros estamos pensando en otras cosas. Entonces pienso que nuestro carácter se parece en lo reservados y en cierta tosquedad.
Lo otro, es que, según el manual gringo para hacer documentales, Oneida no reunía las características para protagonizar un documental, y bueno, eso se constituyó para mí en un reto, porque ella tiene las habilidades para componer canciones, lo que la hace muy única, pero tiene un temperamento súper hermético, reconcentrado, y eso a mí me fascinaba, y me motivaba a conocerla y saber más de ella.
según el manual gringo para hacer documentales, Oneida no reunía las características para protagonizar un documental, y bueno, eso se constituyó para mí en un reto.
Luego, en 2016, cuando nos embarcamos en este título, porque al principio solo era un título, mi premisa básica era invitar a las mujeres a que cantaran, y que ya no le cantaran a la guerra, aunque para mí es muy importante este proceso de memoria; pero, por qué no atreverse a cantarle o hablar de otras cosas más cercanas, y fue cuando Oneida me dijo, o mejor dicho, nos dijo a todos en una plenaria del pueblo, que para ella era más orgánico cantarle a los muertos y a la masacre, porque esto había sido un golpe al corazón, pero que cantarle al río le parecía más difícil, porque el río siempre había estado ahí. A mí esas palabras, guauu, me fascinaron y me dejaron pensativo, y claro, no había solamente una dificultad para hablar del río, sino, y sobre todo, de ella misma, de su propia subjetividad.
Ya con esa premisa en la cabeza, decidí embarcarme en ese viaje, y le propuse a Ana María Guzmán que se uniera al proyecto como productora, siempre con la idea de enfocarnos en la subjetividad del personaje, porque pasa mucho en este tipo de documentales que prima la historia sobre el personaje, o como dirían los sociólogos, prevalece el contexto sobre el sujeto, y por ese camino se termina objetivizando a las personas, y eso era lo que menos queríamos en este documental, que claro, habla de hechos muy dolorosos, pero ante todo, queríamos hablar de Oneida y su subjetividad.
En Musas recalcaste el hecho de que fuiste director, productor, guionista, director de fotografía, sonidista, aguatero (Risas). ¿Qué cambios introdujiste en tu método de trabajo ahora que estabas bien respaldado desde la producción por Ana María Guzmán, desde la dirección de fotografía por Liberman Arango, en el sonido con Andrés Acevedo, y cuál fue el criterio para que te acompañaran en esta producción?
Para todo el equipo fue un aprendizaje, sobre todo para Ana María y para mí, que era nuestro primer largometraje. El equipo, fuera de Ana y yo, éramos Liberman, Andrés, otro amigo de nosotros que le decimos “Truqui”, que fue asistente de fotografía, Ana Catalina Carmona, nuestra productora de campo, y Alicia Reyes, que funcionó como nuestra asistente musical, y fue un personaje muy clave. Era ante todo un equipo curtido en el monte, yo creo que la que menos estaba habituada a la selva era Ana Cata, de resto todos los que fueron llamados fue por una razón muy sencilla y es que a todos les encanta el monte, ¡les place!
Yo me reí mucho viéndolos porque parecían unos niños. Recuerdo cuando íbamos en la panga, que Liberman y Andrés le pedían al difunto Saulo, el esposo de Oneida que aparece en las primeras secuencias de Cantos, que les dejara manejar la panga y se ponían dichosos, y mientras yo me protegía del sol con lo que tuviera a la mano, estos locos andaban sin camiseta en plena selva, fascinados con el paisaje.
Ellos venían de su proceso con Caminantes y con su proyecto en Isla Fuerte, y tienen una sensibilidad súper aguzada con la selva. Yo sé de gente en Colombia que es muy buena técnica y creativamente, pero que no funciona a la hora de convivir largo tiempo con las comunidades, y que, a la hora de crear vínculos con las personas, son unos cerdos, son gente que desdeña a los lugareños, y por eso me cuidé muy bien del equipo que me iba a acompañar, porque se iban a tocar fibras muy íntimas, y había que ser muy cuidadosos. Lo otro fue que tocó apretar culo para conseguir financiación para contar con ellos.
Yo sé de gente en Colombia que es muy buena técnica y creativamente, pero que no funciona a la hora de convivir largo tiempo con las comunidades, y que, a la hora de crear vínculos con las personas, son unos cerdos, son gente que desdeña a los lugareños.
Y bueno, ya que tocaste el tema, ¿cómo fue el asunto de la financiación de tu documental, sabiendo de las particularidades de la comunidad, que está en un territorio muy difícil, no solo por la geografía, sino por los diferentes actores armados que operan en la región?
Cuando comenzamos el proyecto de Cantos, lo primero que hicimos Ana María Guzmán y yo fue presentarnos a una beca que otorga el Instituto Colombiano de Antropología e Historia, que es solo para antropólogos, que a muchos realizadores les levanta roncha este requisito, pero para nosotros los antropólogos es una maravilla, porque no tenemos que estar compitiendo con los otros 300 realizadores colombianos que se presentan puntualmente a las convocatorias, becas y fondos. El caso fue que ganamos, que era poquita plata, pero logramos armar el equipo, y nos fuimos para Pogue e hicimos una cosa muy exploratoria, una vaina más bien antropológica todavía, y luego nos presentamos al FDC. Ganamos, y ya con ese dinero nos tiramos ya a un rodaje más grande.
Ya hacia el final, después de haber hecho una intentona con el mercado de coproducción de Señal Colombia, le pegamos al premio de nuevo, y fue muy importante para nosotros, porque el tema de posproducción es súper costoso, y poder darnos el lujo de tener a Gustavo Vasco montando Cantos, o a Guido Beremblum en el diseño sonoro, un argentino que ha trabajado en las pelis de Lucrecia Martel, es guauu, muy bueno para la peli. Yo los quería tener y lo logramos con la coproducción de Señal Colombia.
¿Y por qué querías tener a Gustavo Vasco como montajista?
Obviamente porque conocía su trabajo con Luis Ospina en Todo comenzó por el fin (2015), o Amazonas (2016), de Clare Weiskopf, que me gustó mucho su armado final, o sus últimos trabajos con Simón Uribe, Suspensión (2019), o Mamá Icha, (2021), de mi colega Oscar Molina. O sea, que venía bien referenciado, pero, para mí, lo principal era que yo quería que la película no me la montara un amigo mío (Risas), porque sé que el director termina por allá gestionando y diciéndole al montajista: “Pana, pilas no me vas a dejar este planito por fuera”, y cosas por el estilo, en cambio, con Gustavo, él estaba más a la distancia, una cosa más sería, y en este caso, yo no me podía poner con esas cosas, y las conversaciones tenían que ser de otro orden; entonces a mí me gustaba mucho ese tipo de relación.
Gustavo Vasco aparte del montaje comparte el crédito de guionista. ¿Por qué compartió el crédito de guionista, y cuál fue su aporte desde el montaje al trabajo del guion?
Lo primero es que uno termina de escribir un documental en la sala de montaje. Yo no tuve tiempo, por diferentes circunstancias, de llegar al montaje con un corte de autor, lo que sería como: “Mirá Gustavo, yo creo que puede funcionar así”, nada de eso sucedió, pero estaba muy tranquilo porque ya tenía una idea de su forma final, y porque en uno de los muchos talleres a los que he asistido, conocí a un personaje llamado Juan Baquero, ese man es de todo, curador de festivales, productor, realizador, consultor de proyectos, y una vez tuvimos la oportunidad de hablar de las diferentes estructuras de documental, y hablamos sobre el cine ensayo, el cine directo, el documental de historia, que tiene un arco dramático como en Mamá Icha.
En cierto momento, Baquero comenzó a hablar del retrato, que consistía en un abordaje plástico a un sujeto o un hecho, en donde lo que uno hace como realizador es darle todas las fichas del rompecabezas al espectador para que él termine de armarlo. A mí, personalmente, el haber escuchado esas palabras de Juan Baquero, fueron muy esclarecedoras, y planteadas de esa manera, me sirvieron mucho a la hora de lanzarme al rodaje, sobre todo, en el segundo rodaje ya me fui más tranquilo con esa idea de que lo que yo estaba haciendo era un retrato de Oneida.
Lo que yo ya había intentado sin suerte era una vaina más de situaciones, y consistía en llevar al personaje ante ciertas situaciones, y esperar su reacción. Y, la verdad, no funcionaban muy bien porque se notaba mucho la mano mía y, afortunadamente, caí en cuenta a tiempo que por ahí no era la cosa. Yo rodé en dos tandas, una en 2018 y otra en 2019, y ya en la segunda, con la idea del encuentro plástico con Oneida y su entorno, fue casi el trabajo de un pintor, con la cámara de Liberman funcionando como un pincel.
Baquero comenzó a hablar del retrato, que consistía en un abordaje plástico a un sujeto o un hecho, en donde lo que uno hace como realizador es darle todas las fichas del rompecabezas al espectador para que él termine de armarlo.
Ya cuando me encuentro con Gustavo, pese a que no llegué con un corte de autor, tenía ya una idea más clara en mi cabeza, y también la referencia de una película llamada Violeta se fue a los cielos (2011), del cineasta chileno Andrés Wood, en la que tiene un manejo del tiempo que me gustó mucho, y yo quería que Cantos tuviera un tiempo que se moviera en espiral, donde hay unas imágenes y situaciones que se repiten, y cuando se entiende esa clave temporal, se enriquece mucho la historia.
Lo que hizo Gustavo fue mantener ese espíritu, pero él sí supo darle un acto narrativo, yo de alguna manera había intuido esa forma final, pero él lo consiguió de una forma bastante sofisticada. Yo lo había intentado con las Musas, pero no había logrado darle a la masacre el lugar que le correspondía, y Gustavo sí lo supo encontrar en Cantos, y además de una manera que me pareció muy sofisticada, y como un hecho irrefutable.
El trabajo con Gustavo fue muy bacano, él se mació todo ese material de archivo, y creo que se nota su impronta en Cantos. Esa es la razón principal por la que compartimos el crédito de guionistas, porque él termina de encontrar un arco que yo no tenía tan claro.
¿Y las secuencias oníricas por qué quisiste que estuvieran en Cantos que, bueno, no hay que olvidar que es un documental?
Es una apuesta propia, que no es necesariamente mía, sino de directores que me han marcado mucho. Primero, es una apuesta metodológica que va en contravía de lo que se llama normalmente cine directo, que lo ejecutan directores que no se quieren ver, que se ocultan, que se camuflan durante años, yo los respeto, pero no me pondría en la labor de convertirme en un mueble más de la locación. Yo no soy partidario de ese tipo de documental; por el contrario, mis referentes son Jean Rouch y Agnes Varda, que plantean un documental como un juego, como una relación juguetona con la gente y las comunidades. Yo me adhiero totalmente a esa visión.
Lo otro es que yo tengo una especial predilección por la imaginación, y estoy convencido que la imaginación juega un papel muy importante en la sociedad, o dicho de otra manera: es un hecho social, es una parte u otra parte de la realidad, que a mí en especial me interesa documentar, y por eso me interesa mucho el cine o los libros que se hacen sobre la imaginación. Y al igual que la imaginación, me interesa mucho el proceso creativo, me gustan mucho los making off, disfruto mucho sabiendo cómo hicieron una película, una novela o una canción.
Entonces se juntan todos esos intereses en Cantos. Lo que yo trato de hacer es contarlo como la gente me lo cuenta a mí, y ya desde hacía tiempo me había dado cuenta, también por la literatura, de esa conexión tan cercana que existe entre el mundo onírico y las comunidades negras, y en Pogue en particular, esta es una relación muy cercana, sobre todo con el mundo de los muertos. En estas comunidades las ánimas participan de las actividades sociales, la misma gente dice cosas como: “Enrique acompáñame a la finca”, y resulta que Enrique es el esposo de doña Juana, que lleva varios años de muerto, y aun así, doña Juana está convencida que efectivamente su esposo la acompaña a su pedazo de tierra. Y Enrique se le aparece en sueños y le da consejos sobre la casa, la finca, las plantas y otros asuntos cotidianos.
Lo que yo trato de hacer es contarlo como la gente me lo cuenta a mí, y ya desde hacía tiempo me había dado cuenta, también por la literatura, de esa conexión tan cercana que existe entre el mundo onírico y las comunidades negras.
También existe un vínculo entre el transcurrir de lo cotidiano y el mundo onírico, y yo intenté ser fiel a esa imaginería, y para plasmarlos, yo no iba a utilizar efectos en posproducción, no, hay una idea que las ánimas se aparecen en sueños, y con esa base escenifiqué los sueños como un juego, como un vuelo. A su vez, Oneida me contaba cosas que yo escuchaba y después las armaba en el guion y las rodaba.
Con Cantos quise mostrar que el relato o el registro de lo cotidiano no alcanza a percibir y menos a mostrar el universo de lo onírico, de las ánimas, que siempre ha estado ahí, y yo quería darles su lugar.
Yo te conocí hace muchos años, cuando tu actividad principal era como realizador de videoclips para músicos de hip hop. ¿Qué tanto tuvo que ver tu fascinación con la música el haberte involucrado en la hechura de esta película, y qué fibras te remueven estos cantos?
La vida no me dio el don de la música, porque soy bastante torpe con los instrumentos, inclusive cuando estaba en el colegio lo intenté, pero me quedó esa fascinación con los músicos y los compositores, creo, entre otras cosas, por esa incapacidad. Lo primero era la magia que sentía con los alabaos, pues mucha gente piensa que la magia es algo esotérico o intangible, y por el contrario, yo siento que la magia es de lo más tangible y se puede sentir en estos cantos y estas letras, que tienen melodías y letras que han pasado de generación en generación, que pueden tener más de 300 años, que han sido transmitidos por mujeres que en muchos casos no sabían leer o escribir; entonces, uno como oyente está expuesto a esa magia que llega de muchos siglos atrás, no la de un long play, o la de un CD, lo que estás viendo es una cosa física, casi un viaje en el tiempo que te genera un encuentro con lo sagrado, una sensación mística.
Luego está el asunto que Oneida y las otras cantaoras, son una suerte de raperos primitivos, porque cogen como se hace con una pista, de igual manera como lo hace el hip hop, y sobre estas pistas originales versean como lo hacen los raperos, y eso es muy africano también, y eso me fascinó como melómano y por un gusto especial por el hip hop.
Hay un “hecho irrefutable” en la película y en la historia de esa región, y es que murieron más de 100 personas en el interior de la iglesia de Bellavista, el corregimiento en el que ocurrió la masacre. Desde entonces, se han hecho visibles las cantaoras de Pogue, y su presencia en la firma del Acuerdo de Paz, les dio más visibilidad. Posteriormente, ha quedado flotando la idea que los movimientos de resistencia en esta región surgieron a raíz de la masacre en 2002, pero los movimientos de resistencia del Pacífico se remontan a la edad que les estabas calculando a los alabaos y gualíes de los que estábamos hablando hace poco, 200 o 300 años. ¿Nos podrías contextualizar un poco sobre la historia de resistencia de estas comunidades?
Yo creo que todo parte de una perspectiva, y es que la gente es gente antes que víctima, y Cantos quiere aunarse a esa noción, sobre todo, ahora que está la JEP, la Comisión de la Verdad, en el que las voces de las víctimas aparecen, me parece muy importante en pensar a la gente como gente. En ese correlato que hacen las Ciencias Sociales para los medios de comunicación, como que la gente de esas comunidades comienza a existir a partir de esos hechos macabros, cuando en realidad ellos llevan siglos resistiendo y sobreviviendo en las condiciones más adversas.
Esa posición de resistencia viene desde la diáspora africana y en cómo intentaron, se rebelaron, y finalmente lograron mantener su legado, y que tiene sus referentes en la construcción de los palenques, en los alabaos del Pacífico, o en los procesos de ocupación de tierras por parte de un montón de gente que venía de la Serranía del Baudó. No solo es muy duro enfrentarse a los diferentes grupos armados, es también saber desenvolverse en la selva, con lo agreste de la geografía, con el clima tan inclemente.
Lo que uno puede hacer para reforzar ese sentimiento de resistencia, es darle una perspectiva más cercana, y amplificar una voz que ellos ya tienen, que por cierto es muy fuerte y antigua, y apoyar su lucha que uno espera que ahora se pueda escuchar mejor.