Joan Suárez
“El Chamán es un mediador entre el mundo social de la aldea
y el mundo extrasocial de los espíritus”.
Angelika Gebhart-Sayer
Todas las piedras del río oyeron la caída. El sol apagó el brillo. El páramo de los ojos y la conjuntiva rodeada de frailejones capturaron como un relámpago en el tiempo la memoria de la palabra dicha. Algún tiempo atrás, contra el olvido y mirando el recuerdo, los ancestros esculpieron en la selva el eco de la voz que insuflaron la boca de los cuerpos. Tallaron en su lengua nativa la leyenda del horror y el miedo como muestra de protección y esperanza. Una ciudad de almas ocultas que se asoman en las imágenes de Invisibles (2022) del director Esteban García Garzón.
Los sonidos de la selva penetran sin sombra con planos generalas y contemplativos. Los llantos sin lágrimas llegan como un látigo a los oídos de Azen, un niño de nueve años que se niega a la luz del más allá. Ecos ininteligibles pasan volando y alumbran sus ojos. Procuran acompañarlo del trueno, el rayo y la oscuridad en cada día y noche de lluvia. Así se pinta de imágenes este cortometraje, tanto en el sonido directo, el ruido y chirrido de insectos, como en los encuadres con tonos pasteles de sutileza y verdor en la pantalla.
La negación a escuchar la singularidad única del tono y vibración palpitante en la selva intensifica la densidad del miedo. La abuela y el padre (protectores y guardianes de la naturaleza) pulverizan la tradición ancestral del cuidado y la premonición. Aquello que los ojos no ven y lo que los espíritus ven. Los escuderos de la jungla tienen su límite y la desobediencia por parte de los hijos (Azen) para escuchar sus crujidos se manifiesta en forma de gotas de lluvia, el frío del viento, el movimiento de las plantas y los cadáveres en el río.
El diálogo hablado, en la casa que visitamos con el lente de la cámara, que derraman la abuela y el padre es tan ancestral como sus espíritus, mientras el niño (hijo) escucha y responde en español. Una distancia generacional de asimilación y proximidad con la palabra desde el calor del hogar y el fuego de la voz que huele a lluvia y olvido. A algunos habitantes de la comunidad los alcanzaron los fusiles del viento sin parar, ahora la codicia se camufla de brazalete y amenaza. El petróleo en vez de la Tierra. Por eso la selva sopla fuerte y voraz en los pensamientos y sueños de Azen. Él es un portal para encontrar la respuesta y abrazar el caudal del río de tantas almas.
A algunos habitantes de la comunidad los alcanzaron los fusiles del viento sin parar, ahora la codicia se camufla de brazalete y amenaza. El petróleo en vez de la Tierra.
Así, la fotografía implacable y los planos generales y detalles como signos de puntuación, en su punto y coma, dibujan la transición en el ritual de Yagé (Ayahuasca, en quechua “bejuco de los muertos” o “bejuco del alma”) para Azen en manos del Taita y el aprendizaje del conocimiento milenario (Chamán). Un viaje antes de la madrugada para beber el aire del llanto y el lamento para evitar que la selva se siga llenando de cadáveres del conflicto armado (desarraigo, desaparición, despojo, desplazamiento). Azen no quiere ver ni escuchar a sus abuelos mayores. Sin embargo, su presencia onírica se esconde como longitudes de onda entre los muertos y desaparecidos que ha dejado la guerra en su región. La palabra dicha, sí tiene cara y se manifiesta justo en el momento en que Azen acepta la travesía por el mundo mágico para cantar (en lengua aborigen) las notas líricas en oración y el mantra para la selva y sus escuderos invisibles.
El movimiento de cámara sigue el canto de las aves en la selva y se interna en la corriente del cementerio, un río de tumbas, con la yuxtaposición frenética de sombras y contrastes que abren la grieta en cada cuerpo que se encuentra. Así, la divinidad de la jungla, el jaguar, se exhibe fuerte, inteligente y poderoso para encarnar la belleza y la ferocidad como Azen. De este modo, las ramas de árboles espesas y entrelazadas naturalmente, la enramada, más el conjunto de hilos colocados en paralelo y a lo largo en el telar de la imagen, la urdimbre, para pasar por ellos la trama y formar un tejido que nos recuerda la conexión ancestral y armónica con la selva en el pueblo indígena Cofán, como cuidadores, ejemplos de Paz y de hermandad.
Finalmente, el trabajo de ficción de Esteban García Garzón, como director y guionista, se enriquece con el jardín de su trabajo audiovisual. Algunos de sus cortometrajes destacables y potentes sobresalen Atarraya (2018), Unravel (2012), Soy Margot (2014) y Al otro lado del río (2016), entre otros.