Víctor Gaviria
La cerca es un cortometraje que marca un antes y un después en la forma de representar, dentro del cine colombiano, la violencia de nuestro país, sobre todo en encarar ese momento de la historia de Colombia que se ha conocido como “la Violencia”, con mayúscula, y cuyos signos de castigo casi metafísico para crear la muerte del otro, para conceder la experiencia de la muerte al muerto mismo, atraviesan las tres etapas de la violencia política partidista: el proyecto del estado conservador de disminuir la cifra de los electores liberales a través del genocidio (1948-1953), los años de la dictadura de Rojas Pinilla, que disolvió las guerrillas liberales a través de amnistías incumplidas, que se transmutaron en asesinatos selectivos (1953-1957), y los años del bandolerismo que inundaron en sangre, desmembramientos y mutilaciones el pozo de una venganza enloquecida (1958-1964).
Hasta la realización de La cerca nadie había entrado con acierto, en lo que respecta al cine colombiano, a este vórtice de la Violencia política de aquellos años. Canaguaro nos había regalado los paisajes del llano atravesados por un ejército irregular de guerrilleros liberales que cabalgaban contagiando los pastos y los cerros de una rebeldía que prometía cambios y reformas. Cóndores no entierran todos los días había introducido la imagen de un cuerpo en llamas sobre un caballo derrotado que entraba a una calle del pueblo desde el campo, que el espectador solo veía reflejado en los vidrios de las ventanas de las casas; y las noticias que llegaban de masacres en las veredas, en donde se anunciaba que también habían asesinado a las mujeres y a los niños; y uno o dos cadáveres de hombres que encallaban en las orillas del río que atravesaba el municipio. Solo una película había arriesgado introducir una imagen de aquel vórtice de violencia, y era el momento en que el atildado y decente padre de familia, vestido con un traje de paño negro y con corbata, en Carne de tu carne, recibe, sin saber lo que contiene, una pequeña caja de latón que le ha traído el mayordomo de la finca. Al abrirla descubre con repugnancia y sobresalto que se trata de orejas cortadas, manchadas de sangre.
El libro La Violencia en Colombia, que se publicó en 1961, fruto de una investigación descomunal y rigurosa, escrito por tres académicos que estaban por fuera de cualquier duda, monseñor Guzmán, Orlando Fals Borda y Umaña Bernal, fue severamente censurado por incluir algunas fotos documentales tomadas en los lugares de las masacres, que se señalaron como “morbosas”, como imposibles de ver.
Pero esta historia, las huellas y los signos que han dejado esos años de La Violencia, con mayúscula, fueron valientemente descritos y analizados por María Victoria Uribe, en un libro publicado por el Cinep, en 1990, Matar, rematar y contramatar. Hay un capítulo sobre “Las circunstancias históricas”, otro sobre “La cultura política campesina”, y un tercero sobre “Las masacres, 1948-1963”, con 13 páginas de cuadros que exponen sucintamente los datos principales de 263 masacres: fecha, municipio, vereda, número de muertos, autores, este último rubro con muchos vacíos, porque más de la mitad de las masacres no dejaron huella de los responsables. Un cuadro parecido, que hice yo mismo en la investigación, me abrumó y me paralizó cuando quisimos hacer una película sobre Sangrenegra: La hora de los traidores, porque no sospechaba que las actividades criminales de su cuadrilla habían ensangrentado de tal manera aquella región del norte del Tolima. Cuando asistí a la primera proyección de La Sargento Matacho, debí salirme por algún motivo y me asustó comprobar desde el vestíbulo de la sala que el estallido de los disparos poblaba sin descanso los minutos de una película que parecía desarrollarse sin ningún silencio, una película que arrojaba a través de las paredes y las hendijas de las puertas un rencor y un desasosiego tal, que desmoronaba cualquier equilibrio narrativo.
Pero esta historia, las huellas y los signos que han dejado esos años de La Violencia, con mayúscula, fueron valientemente descritos y analizados por María Victoria Uribe, en un libro publicado por el Cinep, en 1990, Matar, rematar y contramatar.
La verdad es que La cerca producía, a pesar de haberla visto en distintas ocasiones, un relato tan escalofriante, tan irracional, tan inconsciente, que cuando trataba de analizarla con cuidado, su sentido y su relato se me movían bajo los pies, sin poder detenerlos. Por eso para mí es tan importante la publicación de este guion.
Como me lo advertía Rubén Mendoza, su autor, lo que sorprende al leerlo es que se trata de una película que corresponde completamente al guion, con una fidelidad tan severa y tan precisa, en cada detalle, en cada diálogo, desde la primera imagen hasta la última, que lo que brinda al lector, es la posibilidad de conocer y entender a profundidad esta película extraordinaria. Y entender el otro camino que propone.
¿Cuál es el otro camino para entrar a ese vórtice irrepresentable de la Violencia que hace parte esencial e irrenunciable de nuestra desventurada historia nacional? La lección que nos da La cerca es que solamente a través del sueño (y la pesadilla) podemos acceder a ese tipo de imágenes.
Así comienza el guion de La cerca: en un sueño en donde se enuncian cifradamente, uno tras otro, los elementos que constituyen la película: “¡Mamá, hoy es viernes, hoy toca carne, sírvame que me muero de hambre!”, pero su madre le anuncia que tampoco ese día habrá carne; el niño se pellizca las manos para comprobar si está soñando o no, y comienza a buscar un árbol de carne que le promete a su madre que encontrará, y lo hace entrando a una pieza en donde su padre está durmiendo: ese es el árbol de carne que descubre feliz. “¡Mamá encontré un árbol de carne!… ¡no está muy fresca, pero es carne así huela a perro!! Salta a la cama con un machete al que ha acercado a la nariz para olerlo, y comienza a machetear a su papá, fuera de campo, y a cortar correctamente la carne que irán a vender y a comer con guiso, como su madre promete hacer.
En la segunda secuencia Francisco despierta del sueño, tiene 40 años, están tocando a golpes la puerta, se pasa la mano por la cara varias veces y se toca las orejas para comprobar que todavía estén allí; y al abrir la puerta encuentra a su papá, a quien no ha visto hace diez años, a pesar de que es vecino suyo; ha venido porque ese día se cumplen los diez años de un contrato que ha hecho su mamá a tiempo de morir, para tumbar la cerca y unir los potreros del padre y del hijo. Y se presenta el segundo elemento, que no es soñado: es 31 de diciembre, el día de los muñecos de año viejo y el día en donde, en una sociedad campesina que se ha despojado, a través del mestizaje, de todo tipo de creencias y de cosmovisiones ancestrales de los pueblos originales de América, y solo han quedado algunos vestigios enigmáticos de creencias y supersticiones como los duendes, las brujas y los espantos, y también ese momento mágico que se repite al final de cada año, el 31 de diciembre, como un extrañamiento, en donde el tiempo viejo muere y nace un tiempo nuevo.
Alba del nuevo año
¡cuán lejano
está el ayer! (Ichiku)
… es 31 de diciembre, el día de los muñecos de año viejo y el día en donde, en una sociedad campesina que se ha despojado, a través del mestizaje, de todo tipo de creencias y de cosmovisiones ancestrales de los pueblos originales de América.
Este es el contexto de La cerca. El 31 llega el padre, no se han visto desde que la mamá murió, hace diez años, cuando separaron sus propiedades por una cerca, pero ya el contrato exige unirlos, con la esperanza de la madre que ellos dos se reconcilien y tengan una sola tierra; pero el hijo no lo quiere, porque el padre quiere tumbar la cerca para apropiarse de todo. Y porque son dos territorios muy distintos: en uno Francisco, el hijo, tiene unas gallinas que siempre cría con sorprendente ternura: “Francisco se libera y cambia tiernamente la dirección de su gallina hacia su casa dejándole un poco de maíz”. Y al otro lado de la cerca su padre ha convertido su potrero en un cementerio. Ese es el reclamo del hijo: “ni se le ocurra que yo voy a unir el potrero que me dejó mi mamá con uno en el que usted mató tanta gente…” Y le agrega: “¿Por qué es uno tan hijuepuerca pudiendo ser bueno tan fácil?”. Y el padre le responde: “Ser hijuepuerca es más fácil … Pero no confunda un hijuepuerca con un berraco… a los copartidarios nos tocaba ser berracos, mijo, ¡berracos!… lo importante era joder al enemigo, esos querían acabar con nosotros, ¡con la patria!” Son las razones del victimario de la Violencia, con mayúscula, el pájaro, el chulavita, que era un victimario que luchaba por la patria con sus copartidarios, contra otros, los enemigos, que también querían matarlos. Pero este retrato es incompleto, porque Francisco le recuerda que a él los políticos le pagaban por las orejas y las lenguas que cortaba… Le pagaban por las orejas de los muertos que eran los enemigos ya ultimados, ya cancelados y clausurados de este mundo.
En la tercera secuencia ellos dos salen a comprar una botella de aguardiente para cada uno, y toman el camino viejo para estar más solos, y al llegar a un puente Francisco no puede resistirse a contar un sueño que ha tenido repetidamente en ese puente de vereda. En este segundo sueño es que aparecen las imágenes de esas prácticas brutales de la Violencia, con mayúscula, como el cortar las orejas o las prácticas del corte de corbata, que consistía en hacer un corte abajo del mentón a los enemigos del partido contrario y sacar por allí una lengua larga que pendía sobre el pecho como una corbata de carne ensangrentada. Al contarlo, el sueño aparece en escena, y aparece por primera vez la madre, pero todas las imágenes envueltas en una corriente de significados que es propia de los sueños.
Y en este sentido esta película toma la lección de Luis Buñuel, en Los Olvidados. Sin la presencia de este sueño no podríamos entrar a las imágenes insoportables (que son acciones insoportables) de este vórtice de crueldad y de desprecio por la vida que fueron los años de la Violencia. El realismo social e histórico, que practicamos en nuestro cine, muchas veces fracasa porque no cuenta con esta lección sorprendente del sueño, que Rubén Mendoza asume muy bien. La conclusión es que esa época de la Violencia, que ilustran las dos docenas de fotos que fueron proscritas en la primera edición del libro “La violencia”, del año 61, son imágenes que hacen parte de un mundo totalmente irracional e inconcebible, cuyos efectos y consecuencias históricas son muy concretos, como el despojo forzado de tierras y apropiación criminal de territorios enteros, pero que se vivió como si fuera una corriente turbia que tenía la forma y las leyes del sueño. Que se vivió como una pesadilla colectiva.
La conclusión es que esa época de la Violencia, que ilustran las dos docenas de fotos que fueron proscritas en la primera edición del libro “La violencia”, del año 61, son imágenes que hacen parte de un mundo totalmente irracional e inconcebible, cuyos efectos y consecuencias históricas son muy concretos.
García Márquez escribió en los años cincuenta acerca de la novela de la violencia: “La novela no estaba en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite, sabiendo que a cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas”. Y también: “Quienes vieron la violencia y tuvieron vida para contarla, no se dieron cuenta en la carrera de que la novela no quedaba atrás, sino que la llevaban dentro de ellos mismos”.
Francisco, cada que se queda dormido por la borrachera, se levanta asustado y se busca las orejas con las manos, para comprobar si todavía siguen allí, pegadas a su cabeza. Las imágenes de las orejas cortadas, el corte de corbata, el corte de franela, que vio practicar a su padre al otro lado de la cerca, transformaron su vida en una pesadilla que vuelve una y otra vez. Se pellizca la mano izquierda con la derecha y viceversa, porque teme que las pesadillas que invaden sus sueños de durmiente pasen a su vida despierta: “Usté no sabe la vida que me ha tocado por su culpa… ¡cuando usté no me pudo dar más rejo, se me vino en pesadillas!… ¡todo lo que usted hizo me lo sueño!… ¡antes no me dejaba ni respirar, ahora no me deja ni dormir!”
La resolución de esta historia se da a través de dos instancias: los sueños, donde se hacen presentes las imágenes de la Violencia, que no tienen otros sentidos distintos a lo onírico y lo ritual, y que a pesar de ser prácticas reales se alojan en una materia que obedece a las leyes del sueño, a través de las cuales podríamos descifrar lo que significan. Y la segunda instancia se da porque estamos en el 31 de diciembre, día mágico en donde el tiempo de todos, ya gastado y trascurrido, se transmuta en un tiempo nuevo.
Cuando el hijo decide matar al padre, al final, con una inesperada andanada de machetazos que caen sobre su cuerpo, que no se ve, y luego decide, también fuera de cuadro, echarle gasolina y prenderlo, coincide con el momento de las doce de la noche, esa hendija del tiempo que todo lo cambia y lo hace nuevo; ese momento en que se queman los muñecos de año viejo de la vereda, que se han rellenado de pólvora para que los estallidos de los tacos y las papeletas nos ayuden a entender que el tiempo viejo ha explotado en pedazos y el tiempo nuevo ha llegado también después de la explosión. Tiempo nuevo en que Francisco, el hijo, echa abajo la cerca.
… los estallidos de los tacos y las papeletas nos ayuden a entender que el tiempo viejo ha explotado en pedazos y el tiempo nuevo ha llegado también después de la explosión.
Es un privilegio tener a la mano este guion literario de La cerca, una fortuna que Rubén Mendoza haya decidido compartirlo con los lectores y que la editorial lo haya convertido en un libro. Es la oportunidad de conocer la forma como están conectados sus elementos, su precisión, su unidad, su sorpresa, la posibilidad de desentrañar el dispositivo de sentido tan extraordinario en que deviene este guion.
Le escuché alguna vez a Rubén que estas son historias que vivieron algunos parientes mayores en la tierra donde nació, Boyacá, y que se las contaron al oído. “Un valioso servicio nos han prestado los testigos de la violencia, especialmente a los numerosos niños que la padecieron como una pesadilla de la infancia y ahora están creciendo en silencio sin olvidarla”, escribió García Márquez a finales de los años 50. Este juicio, creo yo, sigue siendo verdad para los niños de hoy.
Prólogo del libro
Mendoza, R. La cerca: Guion cinematográfico. Editores: Serrano Valero, Fabián Andrés. Bogotá, 2022. 64 p.