Laura Indira Guauque Socha
SeveraLÁMPARA Laboratorio
Desde hace algún tiempo he empezado a nombrar mi hogar como un país de mujeres. El alma quiere volar es una bella y bien lograda representación de esta expresión. El universo femenino de cinco mujeres que son familia se proyecta atravesado por la intimidad, el dolor, las creencias, las risas, los silencios y las conversaciones que suceden entre ellas. Mujeres rodeadas de mujeres, mujeres maldecidas con historias de amor y de horror que se entremezclan en un mismo instinto: tomar vuelo. En medio de una realidad lacerante que desmitifica el amor romántico dejando ver lo que pulula tras la puerta del matrimonio patriarcal, estas mujeres se unen, contienen y dan luz.
Una hija, una madre, la violencia de un hombre abusivo; otra madre que es una abuela, hermanas, tías, vecinas y amigas, aparecen entremezcladas en múltiples relaciones de complicidad, reproche, cariño, supersticiones, dolor y liberación. Los dramas de una mujer abusada por su compañero y padre de su hija, de una mujer que desea casarse, de una mujer que desea tiempo de calidad fuera de casa, de una mujer que sufre porque se asume maldita, y de una mujer que vuelve a la vida a partir de la pérdida, recaen sobre Camila, una niña de diez años que, al enterarse de que las mujeres de su familia cargan con una maldición, atraviesa distintos momentos entre la vida y la muerte.
En una atmosfera de intimidad absoluta entre los cuerpos de estas mujeres, en la obra son además protagonistas la música y el espacio. A partir de una sonoridad en la que las voces de las protagonistas no falsean los modos de relación latinoamericanos, la música que es emotividad detonante hace alusión a la idiosincrasia sonora de nuestro territorio. Esta carga simbólica y afectiva aparece también en la construcción espacial del universo familiar de estas mujeres. Las texturas de las materialidades escénicas, la colorimetría pastelosa y envejecida, la luz del sol sobre el patio y la luz de la intimidad, a veces sofocante a veces luminosa, generan sensaciones de un hogar entrañable colombiano: religioso, festivo, colectivo.
Diana Montenegro pone su mirada sobre la construcción de miradas femeninas desde el punto de vista de una niña. Este horizonte posibilita explorar el universo personal y colectivo de las mujeres y sus modos de relación consigo mismas, con otras mujeres y hombres, y con su interpretación del mundo, el amor, el dolor y la familia. El respeto al marido y al padre, el silencio ante el maltrato, la creencia en el amor romántico y en una maldición sobre este –que lleva a su negación–, la complicidad, los afectos, la toma de decisión y la liberación de las cargas impuestas, son desencadenantes en la afirmación del vuelo como estado de autonomía y amor propio.
A partir de una sonoridad en la que las voces de las protagonistas no falsean los modos de relación latinoamericanos, la música que es emotividad detonante hace alusión a la idiosincrasia sonora de nuestro territorio.
La realización de obras audiovisuales dirigidas por mujeres cuya estética y narrativa aborda historias de mujeres y la representación artística de sus cuerpos, modos e imaginarios, se constituye en lugar obligatorio para la afirmación de un giro en las perspectivas patriarcales hasta ahora dominantes. Esta obra en particular encarna la realidad de las mujeres y el poder femenino que se anida en su juntanza.