Jaír Villano*
Hay generaciones que nacen sin futuro. Hay generaciones que habitan escenarios que no les pertenecen, que no las representan, que no las satisfacen. Hay generaciones a las que, dada la crudeza del devenir existencial –de la intensificación de su conciencia–, no les queda más opción que apelar al sinsentido.
El punk es nihilismo de la acción. Es desvalorización de los valores supremos sin necesidad de interrogar sus causas metafísicas (y sistemáticas); simplemente: viviendo en contra, porque se está en contra. La vida por oposición. O mejor: por el placer de estar en oposición. En suma: vivir en contra de todo.
En Fósforos mojados Cali es elocuente por estar en contra de las aspiraciones de sus protagonistas: la ciudad, más que significativa, es paisajística: no le propone nada promisorio a su juventud. O bueno: la desquicia, la aburre, la sofoca. Acaso por ello suscita la rebeldía, la desfachatez, la interpelación, la anarquía, la sensibilidad de quienes se resisten a su narrativa social, de quienes se revelan ante sus paradigmas culturales, de quienes desean otra configuración en su praxis.
Así, el largometraje de Sebastián Duque nos habla de anarquía y marginalidad. En breve: de aspiraciones que nacen para fracasar, pero justamente por eso son vitales: su vitalidad es su imposibilidad, su recurso es la marcha que acontece en la utopía, la expectativa se atrofia, pero no por ello hay resignación.
La amistad de Alimaña, Potro, Casta y Melissa es el símbolo de ello. Los cuatro protagonistas, pese a estar en circunstancias desfavorables, no fenecen en sus motivaciones. Hay tropiezos y obstáculos, pero no vencimiento. Los une la amistad, el skatebording, el sinsentido. Y sobre todo: la música.
Fósforos mojados es un homenaje al punk como estilo de vida. Este género, se sabe, necesita de la desesperanza y del ruido: su surgimiento solo es posible en la orfandad; el estado de confort de otras sociedades –de otra ciudad– aniquilaría su acontecer. Es un género que deviene refugio para seres angustiados, inconformes y agobiados. Su disonancia es adrede: es un escupitajo: una catarsis cuya estética privilegia su efecto (el hecho), más que su elaboración (su entramado).
En ese sentido, el espacio resulta axial, pues es en respuesta a sus dinámicas y sus conflictos que su población inconforme escupe notas de rebeldía. Quiero decir con esto que en una ciudad con mejores condiciones de ciudadanía la expresión del punk no sería válida. O al menos no interesante. Es por esto que en una escena Potro, el personaje más anárquico y revulsivo, reniega del pospunk y otros géneros musicales que nacen en sociedades con otras preocupaciones.
“Un man y una vieja con una puta consola ahí, y todos con cara de tristes. Imagínate a nosotros con cara de tristes, güevón. ¡Pero esa mierda no es ni punk, ni rock, ni mierda!” Alega él mientras come empanadas con sus amigos.
Digamos que la manera de situarse ante lo establecido difiere de acuerdo al individuo (y su grupo social; imprescindible, si se trata de jóvenes). De suerte que podríamos hablar de la misma insatisfacción y la misma sensación de vacío, pero con manifestaciones sonoras distintas. Piénsese, por ejemplo, que el shoegaze nace en un país completamente diferente que al que le tocó soportar a los Sex Pistols. My Bloody Valentine y Slowdive, dos bandas representativas de este género, hablan de otra clase de angustia, de otra depresión, ya no tanto hacia afuera (la sociedad), sino hacia dentro (el individuo).
En ese sentido, el espacio resulta axial, pues es en respuesta a sus dinámicas y sus conflictos que su población inconforme escupe notas de rebeldía.
En cualquier caso, para quienes hemos habitado la ciudad de las Tres cruces –y hemos huido de ella– esta película es un baluarte. Es una pieza que retrata varias generaciones cuya identificación no encajaba con el acervo cultural, que se inquieta implícitamente por la intrascendencia –o trascendencia como oposición– que ofrece la ciudad para su juventud. A diferencia de otros registros (literarios y filmográficos), Cali aquí es insinuada, pero bien podría tratarse de cualquier otra urbe de lo que se conoce despectivamente como el tercer mundo.
No quiero decir con esto que la capital vallecaucana no sea relevante: la prosodia de sus personajes, su acento, los visajes con que profieren sus expresiones nos trasladan a la sucursal del firmamento. De hecho, hay un diálogo bastante elocuente entre el grupo de amigos: pasan por el antiguo río Cali, y hablan de los muertos: de los muertos lanzados a los ríos (actividad tradicional de los maleantes locales), y del fallecimiento de una fuente hídrica. Cali es una ciudad de muertos. Es una de las más violentas de Latinoamérica.
Y también dialogan con una figura imponente y de la que ningún caleño –por simpatizante o no del género– rechaza: Héctor Lavoe. La salsa, y eso nadie lo pone en duda, nos identifica, lo cual no quiere decir que sea nuestra predilección sonora, o de nuestro total agrado. Es una característica y un gesto que nos hace ciudadanos del mismo pueblo.
En definitiva, Fósforos mojados es un largometraje bien construido: limpio y certero en su mensaje, sin titubeos, ni ínfulas distintas a su pretensión. Sin ruidos, diría, pero el punk, como dice Potro, es ruido. Es una ópera prima plausible.
Un espectador de cine colombiano que ignore las aristas de la cultura caleña podría apresurarse en el juicio de valor, pues ciertamente de unos años para acá las producciones sobre juventudes han crecido: piénsese en Los Hongos (2014), Los nadie (2016), Los días de la ballena (2019), y podríamos ir más atrás y hablar de la imprescindible Rodrigo D. No Futuro[1] (1990).
Pero no se trata de otra película sobre la juventud. (Y si así fuera, ¿qué tiene de negativo?). O no solamente sobre eso: el largometraje de Duque tiene otras virtudes que podrían ser consideradas. Pero el sinsentido busca el sinsentido, de manera que la nihilidad de sus actantes es lo que prevalece en esta dirección.
La amistad, la adversidad, el temple, la rebeldía, o en breve: el punk (la vida anárquica), hacen de Fósforos mojados una representación generacional significativa para el cine colombiano.
[1] Esta la comenté en El Espectador (a propósito de sus 25 años de existencia): https://www.elespectador.com/entretenimiento/cine-y-tv/la-importancia-de-rodrigo-d-no-futuro-article-649101/
*Crítico, tesis de maestría sobre el Dolor en la filosofía, la literatura y el cine.