La Ciudad de las Fieras, de Henry Rincón

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Andrés M. Murillo R.

Sueños y contrastes. Deseos de un mundo diferente en opuestos con la realidad. Un vibrar y un beat urbano confrontado con la calma y silencio rural. Una película que navega entre las propuestas de un mundo juvenil que se reencuentra en el arraigo de lo tradicional. La Ciudad de las Fieras se estrenó en cartelera como una de las propuestas de Medellín, haciendo una lectura más atemporal sobre conflictos de barrio, jóvenes con búsquedas y ese choque de realidad violenta que rodea la ciudad.

 

Henry Rincón se lanza con su segundo filme, después de ocho años de su ópera prima Pasos de Héroe (2016), distanciándose del tono familiar empático y acercándose a algo más rudo, toques autobiográficos y una mirada sobre la reconciliación generacional. Parte del riesgo que asume el director en su película es poner su vivencia personal: el arraigo por el terruño y la importancia de los lazos familiares; intentando equilibrar con lo áspero de los callejones, los problemas de bandas y un actuar inofensivo de los protagonistas. Un reto que sale adelante cuando viajamos entre las batallas de improvisación en esquinas y los silencios de los parajes rurales; entre diálogos alebrestados con silencios contemplativos; entre la impertinencia juvenil y las miradas cómplices cargadas de arrugas.

 

Una película que llega en el marco de una seguidilla de estrenos nacionales retrasados por la pandemia y algunas ganadoras en certámenes internacionales. Una competencia en salas interesante y cruel, de cara a un público que sigue distante del cine colombiano y que a la ligera etiqueta los títulos como “otra de…”, sin dar mayor oportunidad de generar la conversación obra-espectador. Un momento oportuno para consolidar las propuestas que surgen desde Medellín y el enfoque de los jóvenes como exploradores de las dinámicas excluyentes, violentas y asfixiantes de la ciudad.

 

La Ciudad de las Fieras es la historia de Tato, que cuando el barrio lo acorrala, encuentra su escape en el campo, en el abuelo desconocido, en los cultivos y el trabajo con las manos. En su reconciliación con lo ancestral, el afán de la ciudad lo vuelve a llamar, tentar las balas de la muerte representadas fuera del plano, en el gorgoteo de un exhosto de una motocicleta que se acerca. Estructura de sonido cuidada, diseñada a la medida, en exploración de cada momento y cada sentimiento. Una fotografía que transita entre los neones y los naturales atardeceres, que destaca rostros de angustia y calma los ánimos. Un montaje narrativo que permite transitar las emociones del personaje y descubrir con sutileza que Tato es un chico más, un representante de tantos silencios ahogados en calles de la ciudad.

 

Un filme que logra encajar en el corazón del espectador ese sentimiento de lo necesario, del respeto por la tradición y la búsqueda de nuevos referentes en el presente. Siempre se desea mayor contundencia narrativa, pero son pasos de un director en la búsqueda de un lenguaje propio. Procesos que, dentro de nuestra filmografía, tienen periodos de tiempos muy amplios y demandan demasiada perfección para cada obra. Acá hay una lectura de ciudad, una lectura de fieras al acecho, del encuentro generacional recordándonos la importancia de lo que somos y para entender lo que seremos.