La jauría, de Andrés Ramírez Pulido.

La memoria que no olvida

Ingrid Úsuga O.*

 

We don’t need no education
We don’t need no thought control

– Another Brick in the Wall, Pink Floyd-

 

Un dolor profundo se convierte en rabia y venganza para dos jóvenes drogados, de 14 o 15 años. Con un cuchillo en la mano escapan en una motocicleta después de matar a un hombre. Ese es el primer escenario con el que nos vemos obligados a enfrentarnos en el primer instante. Unos segundos después, como si la moto en la que se movilizan los transportara a un futuro inminente, los encontramos en una selva colombiana, con varios adolescentes delincuentes, recluidos, alejados, desprotegidos. Este lugar, ahora es su único hogar. Eliú (Jhojan Estives Jiménez) y el “Mono” (Maicol Andrés Jiménez) son algunos de los jóvenes que están pagando su condena en este “reformatorio” selvático por haber asesinado a un hombre que confundieron con el padre de Eliú.

 

La jauría (2022) es la ópera prima de Andrés Ramírez Pulido; una película producida entre Colombia y Francia, ganadora del Premio de la Semana de la Crítica en el Festival Internacional de Cine de Cannes de este año. Antes de esta cinta, ya había realizado dos cortometrajes, El Edén (2016) y Damiana (2017), que sin duda fueron la semilla del desarrollo de lo que sería este largometraje. Ambos también con adolescentes delincuentes, también en la selva, también con miedo y también con falta de amor. Hay temáticas y locaciones recurrentes en los dos cortos y en La jauría, hay la misma sensación de asfixia.

 

El director Andrés Ramírez logra hacer una combinación perfecta de un realismo crudo ambientado en un espacio que no necesitaba ser alterado de ninguna manera para parecer a su vez un espacio onírico: Una casa en ruinas con una piscina en el centro de la selva tropical donde nadie más que ellos podrían llegar, el mismo sitio utilizado para rodar El edén. Además, el trabajo con actores naturales se logra de manera precisa. Eliú (Jhojan Estives Jiménez) a pesar de que no tiene muchos diálogos, posee una mirada que se vuelve imponente en pantalla, sobre todo por el dolor que está reflejando con ella.

 

¿Qué se puede hacer cuando el miedo y la desesperanza ya están impregnados en el alma de un joven? ¿Algún día se va a “curar”? “Confieso que soy: Ladrón, estafador, bandido…” Todos debían rellenar un formulario de papel aceptando o negando cualquier tipo de adjetivo descalificador. Ellos se encuentran allí con el único fin de ser “corregidos” por sus actos criminales, a través de dos métodos: a través de la violencia y la agresividad de un guardián; y el segundo, a través de oraciones y rituales casi que hipnóticos dirigidos por Álvaro (Miguel Viera), una especie de “líder espiritual”, quien era el único que creía que a través de eso podría lograr una redención que él mismo buscaba en él. Este método casi que se ve como un acto que los impulsa más al desamparo y la sinrazón y que no se diferencia de cómo en Damiana quisieron “reformar” a las niñas, con más trabajo de campo, con más gritos hirientes por parte de los supervisores, con más maltrato, con más mano dura, cuando en esos momentos, lo único que necesita un ser humano de esa edad, es una mano comprensiva frente a unos chicos que también han sido víctimas, y que tienen una memoria que no olvida los abusos que sufrieron.

 

Cabe resaltar el hecho de que temáticas actuales del cine colombiano que tienen que ver con familias desintegradas o con abandono afectivo, se reflejan en la conducta cargada de violencia de los adolescentes, sobre todo en relación con la figura paterna. Esta situación, que la colombiana Laura Mora también exploró en Los reyes del mundo (2022), con una secuencia casi surrealista de los adolescentes protagonistas bailando abrazados con prostitutas muy maduras, demostraba la necesidad y anhelo que tenían de un abrazo caluroso, materno, protector y bondadoso, que les faltaba desde sus cunas. Aunque en La Jauría nunca apareció una imagen femenina consolidada, en las pocas palabras en ese sentido que estos adolescentes pudieron expresar, respecto a poder creer que algún día le darían a su madre una vida mejor, se trasluce un sentimiento positivo que en ningún otro momento de la película se siente. El resto es dolor, pena y confusión interior.

Ellos se encuentran allí con el único fin de ser “corregidos” por sus actos criminales, a través de dos métodos: a través de la violencia y la agresividad de un guardián; y el segundo, a través de oraciones y rituales casi que hipnóticos…

 

Ahora bien, ¿cómo vamos a “reeducar” o a “recomponer” lo que se rompió desde la niñez?, ¿cómo vamos a ayudar a una sociedad que ha engendrado jóvenes ladrones y asesinos adolescentes? ¿Qué significado tiene la palabra “familia” para un chico que nunca ha tenido la oportunidad de tener una? La película es admirable porque no busca respuestas forzadas ni acciones pretenciosas para dar una única conclusión, simplemente es el espejo de una de tantas realidades violentas que el país está viviendo. La jauría muestra el fracaso del sistema penitenciario y de las supuestas resocializaciones que no parten de una compresión profunda de los motivos sociales y familiares que llevaron a los personajes al crimen y que los dejaron en este estado de brutal apatía existencial. Como lo cantó Pink Floyd, ellos son “solo otro ladrillo en la pared” de nuestro fracaso humano.

 

*Ingrid Úsuga O.

Crítica de cine, actriz y modelo colombiana, actualmente radicada en México. Ha escrito para las revistas Kinetoscopio, Cero en conducta y Canaguaro.