Danny Arteaga Castrillón
Los colombianos hemos tenido siempre la idea de la partida como el camino hacia la búsqueda de un mejor futuro. El habitante rural figura su porvenir en la urbe, y el de la urbe lo proyecta en el extranjero. Quien permanece “se estanca”, dicen. Pero a veces, muchas veces, para hallar nuestro destino, nuestro lugar, no siempre es necesario trasladarnos. En la misma tierra que pisamos puede estar el devenir. Solo es necesario cambiar el sentido cuando el entorno parece paralizarnos en el tiempo. Diría que La roya, película de Juan Sebastián Mesa, nos siembra ese pensamiento, que para pocos será ajeno, sobre todo cuando contrastamos nuestra vida con las de quienes han migrado.
“Vengo a desenterrarlo”, le dice, en la película, un amigo del pasado a Jorge, joven caficultor del Suroeste Antioqueño, que vive en la finca que le dejó su padre fallecido para seguir cultivando café, donde además cuida a su abuelo enfermo e intenta erradicar una plaga de roya que invadió sus cultivos. Un reencuentro con sus antiguos compañeros de colegio, que se instalaron tiempo atrás en la ciudad y vienen ahora de visita al pueblo para sus festividades, despierta en él sentimientos dolorosos, como la paralizada nostalgia de un amor, la persistente añoranza de recuperarlo, de volver a ser quien se fue, y el vértigo de sentirse ajeno entre quienes ya no son como él.
La frase del amigo, detonante de la historia, da cuenta de esa concepción citadina de que quien habita el campo, las entrañas de las montañas y los valles, está aislado, enterrado; y esta imagen es aún más punzante cuando se refiere a alguien joven, con la alternativa siempre latente de dejar su tierra y perseguir el mismo devenir de sus semejantes. El personaje en este caso toma incluso para sus conocidos el aspecto del anacoreta, petrificado por el tiempo quieto del campo, que tal vez ama su aislamiento, y lo compadecen, lo ven como alguien a quien es necesario salvar. Recrean entonces para él su mundo de modernos excesos, de música ajena, de drogas sintéticas, de placeres desconocidos. Le revelan, en otras palabras, un desordenado entramado de tentaciones.
Pero Jorge parece inmune. No sabemos si se siente atraído por lo que observa y experimenta. Es, precisamente, en su complejidad donde reside el valor de la película. Sus dilemas, si los tiene, no son traslúcidos. Su proceder es silencioso, acorde con el rumor pacífico del campo, y lo es también frente al bullicio de sus amigos, como si llevara siempre consigo el mutismo de sus montañas. No estamos entonces frente a un personaje tentado por el estruendo de la ciudad que traen sus amigos, sino afectado por el encuentro; de hecho, enferma cuando le anuncian la visita, sobre todo al enterarse de que su amor de adolescencia estará también presente. En definitiva, no busca la trama sumergirnos en el parangón del personaje, sino en cómo se asienta en su espacio, porque Jorge es consciente de a qué lugar pertenece: su tierra. Él es como su cultivo de café, vulnerable ante un agente exógeno, invasor, como lo es la roya; así opera en él, en su cuerpo incluso, el arribo de sus amigos de adolescencia, que pasan de ser coterráneos a ser foráneos. Cómo se libra de esa enfermedad es el móvil de la película.
Todo ello se cuenta a través de las imágenes y del protagonista, cuyos pensamientos permanecen ocultos, pero que adivinamos en su comportamiento taciturno, su entrega al cuidado de la finca y de su abuelo, incluso en el romance con su prima. A esto se suma una suerte de símbolos o anticipaciones: una jaula con un ave sobre la rama de un árbol nos remite a un encierro desde el cual se contempla la libertad; sus vecinos indígenas le cuelgan un amuleto en el cuello para protegerlo del mal que lo aqueja, pero luego se hace innecesario cuando en la fiesta del reencuentro vive una epifanía liberadora; el fuego con el que quema la fotografía del grupo de compañeros del colegio, antes de reunirse con ellos, es acaso el mismo fuego en el que arden los cultivos de café muertos por la roya para proteger el resto de la frondosa cosecha, y la roya misma, como ya se dejó entrever, funciona como metáfora del pasado agobiante, de la promesa incumplida de un amor y la presencia invasiva de sus amigos.
De esa manera la película evidencia un marcado contraste entre lo rural y urbano. A diferencia de su anterior largometraje, Los nadie, donde la ciudad es protagonista, Juan Sebastián Mesa pone como escenario el campo, lo resalta con sus encuadres paisajísticos, de esmerada fotografía, que evidencian el vínculo del joven caficultor con el horizonte montañoso que suele contemplar nostálgico. Sin embargo, en Los nadie los jóvenes buscan su lugar, su aventura, fuera de la urbe; del mismo talante es Los reyes del mundo, de Laura Mora, donde un grupo de adolescentes abandona también la ciudad para encontrar una tierra prometida en el campo. En La roya, el protagonista ya se encuentra allí, en ese paraíso que algunos citadinos añoran; su lucha consiste en permanecer. El cine colombiano actual tiene quizá la tendencia de estar abandonando el centro para sumergirse en las periferias. Es como si las películas mismas, en extraña sincronía, estuvieran haciendo esa travesía y hubieran arribado ahora al estadio que ofrece La roya: los parajes del Suroeste Antioqueño.
Él es como su cultivo de café, vulnerable ante un agente exógeno, invasor, como lo es la roya; así opera en él, en su cuerpo incluso, el arribo de sus amigos de adolescencia, que pasan de ser coterráneos a ser foráneos. Cómo se libra de esa enfermedad es el móvil de la película.
La película devela además otra problemática, que se suma al de la distribución de la tierra en el país: quién se queda a trabajarla, cuando el campo se está envejeciendo y los jóvenes campesinos emigran por la falta de oportunidades. Jorge es el arquetipo de aquellos que deciden permanecer a seguir cultivando la tierra. En La roya atestiguamos esa persistencia. Vemos cómo su protagonista, luego de enfrentar las nostalgias de su pasado, las realidades de su presente y la algarabía informe de la urbe que traen prendida sus antiguos amigos, desata toda una poderosa revolución silenciosa, solitaria, amenizada apenas por su canto y por la imagen de sus dedos desgranando café, luego de que el fuego ha extinguido la plaga.