Jhon Cristian A. Ortega Erazo
Rodrigo D: No futuro (Víctor Gaviria, 1990) y Medias Blancas (Andrés Isaza, 2017), dos relatos de juventudes diametralmente opuestas, pero bajo el mismo sentido, buscar suplir un vacío, familiar tal vez. La radiografía nacional de nuestro cine y nuestra historia pareciera que nos tratara de susurrar algo aunque sea mínimamente, que nos parece contar que nuestra sociedad ha sido huérfana, desamparada y traída de otro lugar, que busca en algo o alguien, una figura parental, que no se nos separe y que nos sepa guiar para que, así, podamos estar y más tranquilamente aparentar que no parecemos tan confundidos como en verdad constantemente lo estamos, a la deriva, a la espera de no caer, de no ceder ante la imagen de un estado fallido.
¿Qué consecuencias traería ese tipo de sociedad, además de aquello de ser una colectividad conflictiva por no sabernos o ponernos de acuerdo en cómo organizarnos entre tanta pluralidad? –de gente tan distinta de ser y ver las cosas– Posteriormente, ¿esto de qué manera influirá en la filmografía nacional? ¿Se habría podido dar entonces un cortometraje como Medias Blancas unas décadas atrás en este país? ¿en Bogotá o en otro lugar? en definitiva, ¿en otro tiempo diferente a este? Probablemente sí, pero seguramente ya no sería colombiano. Quizá sus elementos, como la puesta en escena realista de la simbólica intención de Ignacio por perderse en el tiempo y su hastío por la vida actual, habrían sido elementos y temas concebidos en otra latitud del planeta, pues la simpleza de su premisa encierra una condición universal que todo ser vivo experimenta, esa idea de que todos vamos a crecer, que todos nos hacemos mayores, que las cosas cambian, y que a veces, aquellas cuestiones, sumergirían a algunos cuerpos de bilis negra, según Hipócrates, en una nostálgica y melancólica tristeza por ver y sentir un pasado que constantemente añoran; serían sucesos episódicos que, por su puesto, podría suceder a otro humano en otra región del planeta, el cual –hasta donde alcanzo a conocer– no fue captado en un cortometraje pero que, aun así, tendrían la posibilidad y las circunstancias de ser y hacerlo si nos referimos a casos como el europeo o estadounidense.
Esto no solo porque nuestra tradición cinematográfica en el siglo XX no tenía –y de por sí aún no tiene– un portento industrial cinematográfico fraguado con el tiempo o porque el argumento de un chico desplazándose a otra ciudad para estudiar en la universidad no fuera una realidad tan común como lo es ahora en el presente, sino porque además, nuestra concepción cinematográfica no tenía espacio en su cabeza como para representar la vida cotidiana con su reflexión sobre la vida más cercana a través de la conjunción expresiva de sus componentes, imagen y sonido. Habría que esperar hasta superar la época bambuquera del cine colombiano y llegar a entender el cine como un lenguaje más establecido. Dos acotaciones aquí nos evidencian nuestra particular relación nacional con el cine respecto al desarrollo de otros países con este arte: Nuestra atrasada e intermitente continuidad cinematográfica y lo que ha sido nuestra inmediata realidad como país.
Al no tener cabeza y certeza de representar al colombiano estudiante joven común y su malestar más interno en décadas pasadas, cuando se comenzó a conocer mejor la técnica cinematográfica, era un asunto más de incidencias contextuales más no de querer no hacerlo. Es decir, ¿qué otra cosa más importante, urgente y preocupante era para los realizadores de esa época hablar sino de la violencia política y barrial entrometida en casi todos los asuntos sociales de esa época?
Si el ejercicio de comprender la violencia estaba desamparado y mal saneado por la mayoría de los medios de comunicación, era entonces una necesidad imperante del cine tratar de establecer un diálogo, en mejor de los casos reflexivo, donde se pudiera tratar la violencia desde lo argumental y con un tipo de suerte, dejarle un sabor distinto al espectador acostumbrado a la violencia de noticieros. Cóndores no entierran todos los días (1984) da cuenta de ese esfuerzo en el caso cinematográfico, tanto que el autor de la novela original, Gustavo Álvarez Gardeazabal, esperaba poder evitar nuevos conflictos al tratar de escribir su obra. Este esfuerzo sucede una vez se tenía dominio del oficio del cine, cuando entonces se pudieron escuchar los buenos ecos de otros tempranos denuedos que hablarían sobre la realidad acuciante del país. Julio Luzardo y José María Arzuaga estarían dando voz a esa violencia miserabilista del abandono estatal de los años sesenta; siendo esta violencia semilla que, como sucedió con la historia política y social de Colombia, germinaría y terminaría siendo también parte de la trayectoria del cine colombiano, trayéndonos consigo una de las más grandes narrativas de nuestro país, la violencia.
Dos acotaciones aquí nos evidencian nuestra particular relación nacional con el cine respecto al desarrollo de otros países con este arte: Nuestra atrasada e intermitente continuidad cinematográfica y lo que ha sido nuestra inmediata realidad como país.
No es gratuito, por tanto, tener en nuestra filmografía nacional películas como Rodrigo D, pues dan cuenta de una concatenación de violencias pasadas hasta ese momento, es decir, como si aquella fuera la secuela de los anteriores episodios de la historia de la violencia en Colombia. Mostrándonos en esta ocasión las consecuencias de esa violencia más inmediata de aquel tiempo, la guerrillera, la cual venia tejiéndose años atrás fruto de otras violencias y que dejaría, junto a otras dinámicas relacionadas, un vacío de oportunidades que serían suplidas eventualmente por el narcotráfico y las bandas criminales. El filme de Gaviria nos daba pistas de lo que fue esa violencia bipartidista –engendrada quizá muchos años antes del bogotazo– y que, en sí, era la misma violencia de ese entonces pero ahora poseía una cara diferente, lo cual no nos indicaba necesariamente que el anterior rostro se había extinguido, o por lo menos no del todo, sino que varias facetas de la misma violencia pueden vivir contemporáneamente.
No es raro esperar, entonces, que una vez el lenguaje cinematográfico fuera dominado un poco más en Colombia, fuera la narrativa de la violencia uno de sus grandes temas, pues no había realidad más acuciante que la vivida en aquella época y que, así como la violencia fue propagándose, evolucionando, escalando y transformándose, así lo hizo –pero quizá no paralelamente y no tan afortunadamente– el cine colombiano.
La violencia primigenia, y de forma distinta, presentada en la disputa entre liberales y conservadores – y el cine nacional aún tiene sus deudas con este periodo– en contraposición con la violencia evolucionada perteneciente a la vida pobre y urbana en Rodrigo D, daría cuenta de un proceso en la trayectoria del país, donde quizá el resultado de esa arrogancia de aquella cúpula plutocrática promulgante de la ineficiencia del estado, trajera consigo el abandono y la falta de oportunidades en buena parte de la población urbana y, sobre todo, rural colombiana, que, en consecuencia, forjaría a los civiles rebeldes padecientes de ese malestar inducido por la indiferencia estatal; naciendo así los decididos grupos guerrilleros, desatando una oleada de guerras internas parciales y luego completas dentro del país, la cual veríamos en sus consecuencias, como el desplazamiento y la falta de oportunidades y su profusa brecha. ¿Qué quedaba hasta ahora de todo eso? pues un entorno hostil y una realidad como la de Rodrigo, insatisfecho y sin futuro, en una Colombia urbana de los ochenta. Una cruda realidad pandillera palpitante que mostraba lo que era ser pobre y joven en la ciudad de Medellín. He aquí una nueva cara de la violencia gestada por lo menos desde el conflicto estado-guerrilla y más antes, entre liberales y conservadores.
¿Qué ha pasado, entonces, con la filmografía de nuestro país como para traernos ahora historias más íntimas como la presentada en Medias Blancas? De un tiempo para acá, aunque la violencia sigue aún viva, pues arde con la misma complejidad, ahora lo hace un poco menos, por lo que su menor intensidad ha dado aire y espacio para pensar y dar nuevos relatos alejados de la violencia asfixiante que significaba en otros años las turbulentas décadas pasadas. Esto sucede al tiempo que una mayor parte de la población ha tenido acceso a la educación y que eventualmente ha proliferado, a su vez, una nueva camada de realizadores que han sido formados en escuela de cine o afines y que, naturalmente, son pertenecientes a una generación más nativa al entorno audiovisual y digital, lo que posibilitaría las nuevas maneras de mirar, relatar y crear, desligándose del gran tema colombiano, y de la esquemática fórmula industrial de hacer cine.
¿Qué quedaba hasta ahora de todo eso? pues un entorno hostil y una realidad como la de Rodrigo, insatisfecho y sin futuro, en una Colombia urbana de los ochenta.
Como vemos, en el transcurso de nuestra historia fue casi inevitable no haber llegado a tener en nuestra filmografía nacional una película como Rodrigo D para ir paulatinamente desplazándose a otros linderos, donde se consideran otros conceptos y cánones conjeturados, a fin de lograr contundencia desde la eficiente y correcta ejecución de una narración alternativa[1] para una realidad menos estridente pero igual de sincera, humana y plausible.
Por tanto, ser una sociedad que desde un comienzo invisibilizaba a sus otras contrapartes en consecución del ordenamiento territorial, nos traería una herencia y una cultura violenta, cuya prolongación azuzaría el caldo de malestar que se cocinaría aún más entrando en el siglo XX y que rebosaría la olla en 1948 con la muerte de Jorge Eliecer Gaitán. Sucesos que pidieron un tratamiento y un intento de explicación, la cual encontraría en el cine una forma de expresión. Es así como estos sucesos influirían en la filmografía nacional, y una muestra de ello es que una idea como Medias Blancas no se habría podido dar en otras décadas, pues la realidad campesina de la época y su apremiante violencia no daba espacio para otros argumentos –el de un joven estudiando en una ciudad ajena– y, sumado a una precaria formación en la técnica cinematográfica, harían imposible una reflexión audiovisual del tema.
Por ello, este texto se escribió bajo la idea de que la violencia fuera una gran maraña, pero contenido dentro de un cuerpo firme de una serpiente –línea recta– en la cual se ha ido recorriendo su piel con cada película que se hizo en su historia, de esa manera se desplaza el cine nacional sobre los distintos centímetros de esa piel escamosa, enmarcando las evolucionadas facetas de la violencia a través de las varias distancias de ese cuerpo –su equivalencia es el tiempo– con la idea de que, quizá, llegaremos hasta al final de su cabeza. Una vez allí, apreciar su cuerpo, señal de no olvido, para la no repetición de este tipo de violencia.
[1] Ejemplos con estas narrativas alternativas la encontramos, claro, en el cortometraje referenciado de este texto, Medias blancas, pero también en otras películas como La tierra y la sombra (César Acevedo, 2015) El vuelco del cangrejo (Óscar Ruiz Navia, 2009); El Colombian Dream (Felipe Aljure, 2006), Los extraños presagios de León Prozak (Carlos Santa, 2010), Violeta de mil colores (Harold Trompetero, 2006), La sirga (William vega, 2012), Cazando luciérnagas (Roberto Flores Prieto, 2013), entre otras.