Luis Alberto Álvarez, el otro, el incómodo

Un contradictor del neoliberalismo en la entraña de la institución cultural antioqueña[1]

Santiago Andrés Gómez Sánchez

Ph.D. Universidad de Antioquia

santiago.gomez12@udea.edu.co

 

Buenos días. Ante todo, saludo a los amigos del Grupo de Estudios en Literatura y Cultura Intelectual Latinoamericana, GELCIL, especialmente a Selnich Vivas Hurtado, quien amablemente ha tenido en cuenta esta sugestiva posibilidad de ampliar el conocimiento sobre un crítico de cine y crítico cultural, en general, tan importante y ciertamente banalizado como Luis Alberto Álvarez Córdoba. Vamos a lo nuestro, aclarando que la banalización de Álvarez opera en ocasiones por parte de verdaderos conocedores de su obra que detienen su mirada en virtudes muy discretas o restringidas del intelectual, las cuales asocian a un entorno gremial, casi siempre el entorno cinematográfico más obvio, y así las desprenden de unas contiendas políticas y sociales más amplias en las que su trabajo se dio con vehemencia. En verdad, tales contiendas eran visibles. Así, lo que ha habido es, más bien, un ocultamiento.

 

  1. Algunos antecedentes

El 23 de mayo de 1996, tan pronto se supo que el influyente crítico de cine colombiano Luis Alberto Álvarez había muerto, se desplegó en Medellín una serie de acciones destinadas a preservar su memoria en un tono idílico que nada tenía que ver con las dificultades que tanto el Álvarez hombre como el intelectual habían debido afrontar en los últimos años. Estas eran producto de enfrentamientos directos del crítico con la institucionalidad desde el comienzo mismo de su labor en el periódico El Colombiano, a mediados de los años setenta. En acuerdo y compromiso con estos hechos acallados, aquí consideraré los antecedentes y algunas evidencias de aquellos enfrentamientos, fundado en parte en mi trato con Álvarez, mi padrino confesional y en el oficio, y al final formularé conclusiones orientadas a estimular una investigación que, por su calibre, debe ser tarea institucional, no individual, ni solo grupal.

 

En la villa de Medellín, llegando a los años ochenta, los aires nuevos eran turbulentos entre sí. Hablamos de cambios que ha historiado Álvaro Tirado Mejía en el libro Los años sesenta. Una revolución en la cultura, así como en diversos artículos y conferencias, y que aún se pueden rastrear y cotejar en los testimonios de personas del común que acompañaron a los nadaístas en su gesta irreverente, como la secretaria, administradora y escritora María Helena Restrepo, cómplice de los artistas de su generación en más de una aventura. Quienes, como ellos, vivieron aquellos años, advertían choques tan fuertes de las irrefrenables ondas libertarias con la cultura tradicional de Antioquia, que en los setenta solo podrían verse conciliados con el narcotráfico, y sobre todo, ya en los ochenta y los noventa, y en oscura mezcla, con las consignas mafiosas del naciente neoliberalismo. Expliquémonos.

 

En 1971, el rockero Festival de Ancón refrendó no solo al anarquismo de los nadaístas en Medellín, sino a unos aires nuevos que ya se respiraban en la ciudad. La Conferencia Episcopal de 1968 y las primeras bienales de arte de Coltejer eran signo de una verdadera apertura mental. No obstante, esa emancipación sería pronto adormecida bajo la consigna del mercado por una cultura que la escritora Restrepo, en una entrevista, llama “sociedad pueblerina” (Gómez S., 2017), y que Tirado describe hablando de “una educación totalmente cerrada, clerical y autoritaria” (Tirado M., 2016). Dice mucho que el alcalde de entonces tuviera que justificar su autorización al Festival de Ancón aduciendo no solo cambios culturales incontenibles en el mundo (Zuluaga, 2020), sino el beneficio económico de que Medellín se pusiera a la vanguardia del turismo en Colombia (Moreno C., 2022).

La Conferencia Episcopal de 1968 y las primeras bienales de arte de Coltejer eran signo de una verdadera apertura mental. No obstante, esa emancipación sería pronto adormecida bajo la consigna del mercado por una cultura que la escritora Restrepo, en una entrevista, llama “sociedad pueblerina”…

Ciertamente, aquí como en todo el mundo la llamada industria cultural se consolidó gracias a la liberación de los discursos promovida no solo por el rock, sino también por el cine, en lo que muy particularmente el historiador Alexander Patiño llama un “enfrentamiento a la tradición en Medellín” (Patiño, 2015). Sin embargo, si esa liberación resulta cooptada por el mercado en todos los frentes, el hecho de que en Medellín fuésemos ya por esos días grandes comerciantes de las sustancias que exacerban ese cambio, las llamadas drogas, prohibidas además, lo cual tiene sensibles implicaciones económicas y sociales, acarrea trastornos muy puntuales en nuestra cultura. Dos ejemplos protuberantes: Pablo Escobar, o el filantrópico y arrasador ingenio paisa, captará la moneda suelta de las mayores ciudades norteamericanas, al tiempo que su socio Carlos Lehder proclama una revolución continental con la cocaína.

 

Esto da cierta idea de la fuerza del Cartel de Medellín y el poder de sus herederos. En últimas, las consignas antioqueñas de que “plata es plata”, y que en ello “todo vale”, se hacen ley inapelable. Entre tanto, en esta ciudad de negociantes sin tripas, un clérigo de mente liberal y sensible percepción estética, educado en filosofía y teología en Italia y Alemania al calor de los cambios que Juan XXIII y Pablo VI le imponían a la Iglesia, trataba de evangelizar con una actitud frente al cine al margen del mercantilismo. Criado por una madre amante de la ópera, en un ambiente familiar que propició la lectura de los clásicos europeos, de Homero a Goethe, y en unos años que él mismo consideraba paradisíacos, los del Frente Nacional, en una ciudad que se mantenía a salvo de la violencia rural, Álvarez se parecía a los aristócratas que ensalza el Wilhelm Meister de Goethe, poseedor y guardián de una nobleza necesaria.

 

En los sesenta Álvarez estudia filosofía en esa Roma del Concilio Vaticano II y teología en Würzburg, Alemania, en el Estado Libre de Baviera, por los años en que el célebre Manifiesto de Oberhausen se rebela contra un cine folclorista alemán amnésico frente al nazismo. Acostumbrado a un medio sensible a los serios debates que por entonces propicia el cine, el sacerdote vuelve a su país con la decisión, muy propia del nuevo orden católico, de evangelizar por medio de la crítica cinematográfica. Un artículo suyo de noviembre de 1978 es buen ejemplo inicial de lo que serán sus reiteradas afirmaciones en contra de la especulación barata de lo que llama “un medio espiado y controlado por mercaderes multinacionales” (2005, p. 200). Es un texto en el que un joven Luis Alberto Álvarez, de poco más de treinta años, hace un himno a las cinematecas y a las salas de cine arte y ensayo en tanto “ciudades de refugio”.

 

Significa allí el eclesiástico desde su púlpito civil, una página de cine, a tono con los nuevos tiempos pero, insistimos, en una onda misional, que la Cinemateca El Subterráneo y entidades como el Instituto Goethe o el departamento de cultura de la Cámara de Comercio de Medellín, abría los ojos de la comunidad, o bien, de algo más que un conjunto de consumidores, así fuese esa sociedad civil que, no sobra decirlo, el propio Álvarez se cuidaba mucho de no dejar caer en las seducciones radicales de la revolución. Así Álvarez no transigiera con el cine panfletario, como lo muestra su texto “Emotion Pictures” (pp. 55-58), o se mostrara incómodo con cineastas y películas grandes pero de postura extrema, como Apocalipsis ahora o la obra de Chaplin, había en él un interés claro en diferenciar al cine como discurso, no industria, sino caracterizado por criterios no especulativos en lo comercial.

…el propio Álvarez se cuidaba mucho de no dejar caer en las seducciones radicales de la revolución.

 

En otras palabras, Álvarez estaba nítidamente en contra de la idea de manejar al cine solo como un negocio. O sea, se negaba a pensar el cine bajo una coordenada dominante de ganancias económicas, y eso suponía distanciarse, primero que todo, del cine espectáculo, y esto es, del cine en tanto evasión. En otros apartes de su obra podríamos apreciar que su proyecto se acercaba a una ética de la empatía, contraria al poder, pero aquí es menester hacer un énfasis y probar sus desacuerdos con la política comercial de distribuidoras y exhibidoras de cine en Colombia. Para ello es útil acudir a otras fuentes que las usuales. En su página de cine del diario El Colombiano, de donde se ha extraído su valoración de las salas de cine arte en oposición a un cine mercantilista, hay material clave al que hay que volver siempre, pero vale recuperar otras evidencias cuyo registro existe por hoy en lugares menos accesibles.

 

  1. Algunas evidencias

La primera de ellas es una grabación fonográfica de inicios de los años ochenta, más exactamente del segundo semestre de 1981. La grabación me fue confiada por un médico influyente de Medellín que asistió a un curso de historia, teoría y técnica del cine, supongo en el Instituto Goethe, y grabó, a veces muy mal, algunas sesiones. La fecha es deducida por una referencia del profesor al estreno en nuestra ciudad, en octubre de aquel año, de la película La puerta del cielo, del polémico y malogrado niño terrible del llamado Nuevo Hollywood, Michael Cimino. En la clase inaugural, Álvarez se ocupa de su propia voz personal, de su fama, de su poder problemático. Él hace conciencia de ello al decir que el éxito de la convocatoria, el recinto atestado de gente, es la demostración de un interés popular por el cine como lenguaje, al menos, y como historia, como pensamiento o sensibilidad.

 

Es decir, Álvarez recalca en los altos ingresos por matrículas para una entidad cultural y, a continuación, los explica por una falencia o vacío social que no llenan las simples lógicas del mercado. Su saludo, oído cuarenta y un años después, resulta estremecedor, sobre todo si se piensa que, años luego de ese curso, en 1996, la contienda con las distribuidoras, y especialmente la contienda con Cine Colombia, fue el trasunto que subyace en el último artículo escrito y publicado por el crítico, pocos meses antes de su muerte, cuando las llamadas salas Cinemark asomaban en unos proyectados centros comerciales por venir dominantes, y las cinematecas y centros culturales agonizaban y Álvarez veía su trabajo, su medio de subsistencia y su misión existencial no solo en riesgo sino ya literalmente extintos, o bien: subyugados por la lógica de la oferta y la demanda en los mercados internacionales.

 

Las palabras iniciales del clérigo en ese lejano año de 1981 son las siguientes:

Buenas tardes, muchas gracias por la asistencia y por el interés. El hecho de la cantidad de personas que anunciaron su venida o que anunciaron que querían participar en este curso creo que no tiene absolutamente nada que ver exactamente con mi persona sino con el clima de interés que el hecho cinematográfico ha encontrado en los últimos años en esta ciudad y que busca verdaderamente respuestas de diverso tipo, unas respuestas que, como ustedes saben, los que menos dan son precisamente los que tienen los instrumentos más fuertes y más poderosos en este campo, es decir: los distribuidores, los exhibidores cinematográficos. Es un hecho palpable que esta gente, los dueños del cine, todavía parecen estar ciegos acerca del hecho de que hay un público diferente. Ese público son ustedes y son muchísimas más personas, gente que quiere ver el cine de una forma diferente, gente que quiere penetrar en la naturaleza de este medio, que es popular pero al mismo tiempo complejo, que tiene una naturaleza intrincada por el mismo hecho de su conformación ecléctica, que responde a diversas expectativas, que habla a la intelectualidad, que habla a la emoción, que habla a la vista y que da respuestas, que trata problemas que a todos nos conciernen. Entonces este hecho tan complejo requiere un análisis, requiere un estudio, no digamos un estudio de doctores, un estudio de profesionales del cine, pero sí una especie de aproximación inteligente, una aproximación detallada a todos los aspectos que conforman este medio y este fenómeno. Y eso es lo que vamos a pretender hacer aquí, en todos estos días. (Álvarez, 1981)

 

Repitámoslo: Álvarez sabía que ese clima de interés por el cine del que habla, del cual señala que es reciente, se debía en parte a su popularidad, aunque también entendía que obedecía a razones más profundas y que se daban en otras ciudades y en otros países. Esos asuntos “que a todos nos conciernen” de los que habla el cine y a los que da respuestas son una dimensión pública del conocimiento y de la realidad a la que los llamados “dueños del cine” parecían estar todavía ciegos. Así pues, constituían un público al que las entidades culturales podían dar respuesta, pero haciendo competencia. Por eso podemos leer a Álvarez competencia declarada a las políticas de las multinacionales del cine, que, como es sabido, no son solo del cine. Luis Alberto Álvarez hacía competencia a las políticas globales del mercado y de la anulación de lo público. Si no lo hemos visto es porque ha sido minimizado a conciencia.

Es un hecho palpable que esta gente, los dueños del cine, todavía parecen estar ciegos acerca del hecho de que hay un público diferente.

 

Fue una amiga íntima de Álvarez quien me hizo percatar de esto hace poco cuando me dijo que él tenía casada una pelea con una distribuidora en especial, el gran emporio de Cine Colombia, casi la única distribuidora en su momento, pero eso no era algo oculto. El inicio de un artículo en especial podría demostrarnos que, en efecto, la pelea era de frente. Se trata del artículo dedicado a El matrimonio de María Braun, de Rainer Werner Fassbinder. Allí el sablazo a Cine Colombia se establece en términos de confrontación pública y exigencia sin remilgos, incluso es una denuncia. Aquella película, bien polémica en su momento para Alemania, una obra que trata con el casi necesario o al menos inevitable olvido de la barbarie nazi por parte del pueblo alemán en necesidad luego de la guerra, entregado a los planes de Marshall y Adenauer, capta por un instante el interés de los distribuidores en Fassbinder.

 

Sin embargo, a ese Fassbinder llevaba años dedicándole Álvarez páginas enteras y ciclos de películas largos y acompañados de charlas y cursos como el que hemos considerado. La ironía con que el crítico expone el repentino valor que cobra para Cine Colombia un Fassbinder descafeinado y convertido de pronto en figura internacional, solo porque llega amparado no solo por premios sino por hacer parte al fin del portafolio de una cadena asociada a los intereses económicos globales, es más que ironía un sarcasmo burletero desfachatado, adobado por intríngulis que Álvarez relata sin recato alguno. Estas son sus palabras en el artículo del 2 de septiembre de 1981 de su muy influyente página de cine del diario El Colombiano, o sea: por los días en que iba a dar o ya empezaba a dar su curso de historia, teoría y técnica del cine (los énfasis son míos, y apuntan a la retórica de Álvarez):

Cuando hace unos años le dije a un importante ejecutivo de Cine Colombia que si no habían pensado en la eventualidad de exhibir películas de países como Alemania, Australia o cualquiera de los que estaban produciendo un cine nuevo, original y con nuevas perspectivas, me respondió literalmente: “si no lo damos es porque no es bueno. Todas las cosas buenas que salen en el mundo se exhiben aquí. Tiburón se estrena casi contemporáneamente aquí y en Estados Unidos. Si esas cosas que usted menciona no se dan es porque son mediocres”. Bueno que esas cosas hayan dejado de ser “mediocres” y que estén ahora en disposición de traspasar el finísimo filtro de calidad de los ejecutivos de Cineco. Ahora tenemos nuestro Tambor y nuestro Nosferatu y nuestra María Braun, porque Herzog y Schlöndorff y Fassbinder se han mostrado dispuestos a honrar las exigencias de sus distribuidores norteamericanos. (Álvarez, 2005, pp. 214-215)

La ironía con que el crítico expone el repentino valor que cobra para Cine Colombia un Fassbinder descafeinado y convertido de pronto en figura internacional, solo porque llega amparado no solo por premios sino por hacer parte al fin del portafolio de una cadena asociada a los intereses económicos globales…

 

Álvarez está montado notoriamente en un ímpetu narrativo social. En él habita y se expresa un relato que a veces coincide con lo que consideraba paranoia en los izquierdistas. Sin embargo, el párrafo que sigue a continuación es demoledor, y no solo por su franqueza, sino sobre todo por su convicción. Empieza con una aclaración que no justifica, sino que parece estar dándonos aviso de algo que al final calificará de modo taxativo (de nuevo, los énfasis son míos, y apuntan esta vez a la lógica de la argumentación):

No nos digamos mentiras. Si en Colombia se ven estas películas no es por su calidad, ni por su comercialidad, ni por el interés que puedan despertar. La única razón es que en Nosferatu (pero no en Aguirre, la ira de dios), en El tambor de hojalata (pero no en Los pobres de Kombach), en María Braun (pero no en Effi Briest o en La tercera generación), hay invertido capital de empresas americanas. No es algo que se ofrece y se toma sino algo que se impone. Que al menos una vez esas imposiciones sean agradables no le quita al asunto su radical perversidad. (Álvarez, 2005, p. 215)

 

Según lo sugiere el hilo argumentativo de Álvarez, lo peor de los monopolios que dirigían la exhibición de cine en Colombia, era, entonces, la mentira. No solo la calidad de las películas era lo de menos, sino incluso su comercialidad. Esto, visto apenas un poco de cerca, es devastador. Pero el calificativo final, “radical perversidad”, tiene que ver con una falta de coherencia que, o bien el ejecutivo de Cineco no podía desconocer, o bien se negaba a reconocer por cualquier razón finalmente inescrutable, acaso ignorancia, acaso interés, acaso ambas. Más allá de todo, incluso de la programación, el asunto es radicalmente perverso. Es como cuando Sócrates, en Gorgias o de la retórica, llama la atención sobre la índole del juicio para evaluar su validez, y exige un razonamiento para que la fórmula sea correcta o no, pues de ser una simple repetición por tradición u obediencia sería un juicio espurio.

 

De modo que hay un idealismo en Álvarez que obedece, tal como sucede en Platón, a la simple lógica en la demostración de los juicios, de la que carece el argumento del ejecutivo de Cineco. Y los intereses que motivan esa contradicción flagrante son expuestos como de carácter contrario no solo al argumento ofrecido, la calidad, sino incluso al argumento más probable, la comercialidad. Lo que está desentrañando Álvarez es un infundio de carácter, punto por punto, hay que decirlo, imperialista. Y es un imperialismo multinacional, el imperialismo de los monopolios del norte global. Álvarez, mediante una lógica que se remonta a los principios de la civilización occidental, desmontaba todos los argumentos que la escuela neoclásica de Viena aportaría al Consenso de Washington para desplazar al Estado.

 

El que fuera un sacerdote quien hacía ese movimiento perceptible para todo quien supiera leerlo, pues estaba a la vista de una nación, hacía más complicado el asunto para sus oponentes, pues no era fácil callarlo. Y así como la demostración de Álvarez se ocupaba y refería a un engaño práctico, sin salirse en ningún momento de la realidad concreta de los supuestos valores tanto del cine como del mercado, la imposición comercial no daría marcha atrás. El peligro de Álvarez estaba en la semilla que podía dejar, en la inquietud que sembraba, pero más que nada en la altanería de su voz en contra de instituciones que siempre quieren hacerse ver como sacrosantas, por más de que sea también por ellas asumido su pragmatismo básico. La revista Toma 7, que durante los ochenta difundió el cine de Cineco, fue la suntuosa respuesta de la distribuidora contra Álvarez. Y ya habría otros desplantes provocados desde bien arriba.

El que fuera un sacerdote quien hacía ese movimiento perceptible para todo quien supiera leerlo, pues estaba a la vista de una nación, hacía más complicado el asunto para sus oponentes, pues no era fácil callarlo.

 

  1. Algunas conclusiones

Sobre estas otras implicaciones en la vida y el pensamiento y la expresión del clérigo habría bastante más que decir. El camino es una historia que tuvo un final desesperado para él. Su último escrito vuelve a mencionar directamente a Cine Colombia, y el tono conciliatorio es digno, pero inaceptablemente digno para la autoridad, aunque muestra la conciencia de una derrota. Plantea alternativas que considera necesarias para una deshumanización que en algún otro artículo, tal vez sobre la película El cartero, también él presentía en el cierre de los cines de barrio y la construcción de salas en centros comerciales. Una investigación sobre esto debe apuntar también a los artículos y notas de toda clase que no están en las compilaciones suyas que conocemos hoy gracias a la Editorial Universidad de Antioquia. En cualquier caso, sus críticas a los futuros Cinemark podrían haber marcado una discrepancia definitiva.

 

El abandono del centro de Medellín hace parte de un exterminio de lo público perfectamente constatable en el privilegio a esas salas de los centros comerciales, delatadas simple negocio de comida rápida por el propio Álvarez en muchos artículos suyos, ventas de perros calientes, gaseosa tóxica y crispetas gourmet con el adobo de un simple ruido de fondo que sale de la pantalla. Se ve bien: Álvarez no era cómodo para los planes del capital. Entretener a una masa con emociones básicas es clave para tenerlos en la cadena del parque comercial, a salvo de quienes queden por fuera, y con la seguridad de hacer parte del sistema y de la prosperidad, comprando, renovando unos valores sin ningún reparo a los mismos y a sus consecuencias. ¿No es sospechoso que se disimule tanto el carácter contestatario de Álvarez a esas lógicas de mercado imperantes? Al fin, quien dé la respuesta debe ser no uno solo, sino la academia.

 

REFERENCIAS

Fuentes primarias

Álvarez, L. A. (1981). Curso de historia, teoría y técnica del cine [clases magistrales]. Registro fonográfico inédito.

Álvarez, L. A. (2005). Páginas de cine, vol. 1. Universidad de Antioquia.

 

Fuentes secundarias

Gómez S., S. A. (2017). “Nunca me ha acobardado hablar”. Entrevista a María Helena Restrepo Múnera sobre ‘De palabras y palabreros’. Recuperado el 6 de septiembre de 2022 de URL

Entrevista a María Helena Restrepo Múnera sobre “De palabras y palabreros”

Moreno C., H. A. (2022, 4 de septiembre). Álvaro Villegas, un alcalde “hippie”. Publicación. Facebook.

https://www.facebook.com/photo.php?fbid=2194872150684777&set=p.2194872150684777&type=3

Patiño M., A. (2015). El rock en Medellín. Identidad juvenil y enfrentamiento a la tradición, 1958-1971. [tesis de pregrado, Universidad de Antioquia]. Archivo digital

https://bibliotecadigital.udea.edu.co/bitstream/10495/14806/1/Pati%C3%B1oAlexander_2015_RockMedellinIdentidad.pdf

Tirado M., Á. (2016). Cambios económicos, sociales y culturales en los años sesenta del siglo xx. Historia y Memoria, 12, pp. 297-316.

Zuluaga, P. A. (2020). ¿Qué es ser antioqueño? Ediciones B.

 

 

 

 

[1] Este es el texto de la ponencia presentada en las Terceras Jornadas Colombianas de Historia Intelectuales, el 9 de noviembre de 2022, y es también el capítulo del libro Hermanos en armas. Ensayos sobre scritores antioqueños contemporáneos, en proceso.

[2] Periodista, doctor en literatura. Investigador independiente.