Rebelión, de José Luis Rugeles

Rapsodia bohemia

David Guzmán Quintero

 

Constantemente se omite el juicio ético en una obra artística. Esto es debido a la carencia de estas reflexiones en los entornos académicos, poniendo por encima una sed desesperada por una fotografía académicamente correcta —porque pocas veces podemos decir que se abarca toda la estética de un filme, esto es: actuación, sonido, montaje—; por otro lado, está esa perspectiva autovictimizante de los privilegiados blancos cisheteronormados, quienes apelan a una suerte de conspiración paranoica por parte de los movimientos cuir, afro y feministas, por mencionar los más relevantes, al menos desde el punto de vista de este texto; esta última postura se sustenta en algunas malas representaciones de estos movimientos, las cuales son tomadas como chivos expiatorios. Lo anterior se ve acrecentado por lo taxativa y categórica que ha tendido a ser la crítica: o hablás de estética o hablás de ética —aunque difícilmente pueda trazarse una línea que divida estos dos campos—.

 

Cuando Estados Unidos pretendió, a principios del siglo pasado, propagar su modelo ecopolítico en los países “subdesarrollados”, les vendió esta idea con una palabra que es de las favoritas en los discursos imperialistas desde entonces: “Desarrollo”; o sea, el país “subdesarrollado” solo se “desarrolla” cuando se parezca a los yunates. Y parece ser que sucede lo mismo con el cine latinoamericano: hablamos de una “buena película” cuando se parezca a las gringas o europeas, pues Rodrigo D es muy poco sofisticada y La vendedora de rosas da una imagen vergonzosa de Medellín y no nos representa como colombianos. Y ha sido eso lo que ha determinado la evolución del cine colombiano: ya podemos grabar en 4k, tal y como los gringos y los europeos; ya los diálogos son audibles, no como esa caja de chinches metálicos que era la banda sonora no remasterizada de los filmes colombianos hasta los años noventa; ya contamos con sofisticados equipos de posproducción de sonido y tratamiento de color digital. (Quién sabe. Tal vez era más interesante cuando la falta de acceso a ciertos equipos obligaba a los autores a ingeniárselas por otros lados). Y si esa “calidad” viene precedida por un festival o una academia —de Europa o Estados Unidos—, mejor. Así que, si el filme gana o es mencionado en Cannes o en los Oscar, más que un aval, obtiene un blindaje. O, en el caso de Rebelión (2022), si se parece a Bohemian Rhapsody, filme de país “desarrollado”, es porque es buena, ¿no?

 

Por lo general, hemos optado por una posición condescendiente hacia los filmes colombianos desde hace décadas. Y no es una posición reprochable en un país donde podían pasar años sin hacerse un solo filme y, para que sucediera, se tenía que unir el cielo y la tierra —claro, aún más de lo que se requiere para hacer cualquier película—. Hoy, el mero hecho de hacerlo es un acto sinceramente plausible: es el esfuerzo aunado de cientos de personas durante meses o años para dar con unos cuantos minutos de metraje por razones que nadie tiene muy claras aún. Sin embargo, creo que pasamos por unas vacas gordas. Por los años ochenta, era verdaderamente utópico llegar a sacar la cantidad de filmes colombianos que salieron el año pasado o el antepasado o el anterior a ese; y creo que prueba de ello es la existencia misma de esta revista: incluso hace veinte años creo que era impensable la existencia de una revista cuatrimestral enfocada únicamente en el cine colombiano. Por lo que creo que estamos justo en el momento en el que podemos —y debemos— empezar a exigirle a nuestros realizadores y realizadoras.

 

Tomar la decisión de hacer un cine desligado de los estándares hegemónicos significa tomar el camino más difícil. Significa alejarse del sentimentalismo lastimero o el estupor fácil que busca el cine crispetero y acercarse a la empatía y la humanidad en los relatos. Significa renunciar a los elogios y a los “tu peli me emocionó mucho” y aceptar el beneplácito —gratuito y meramente personal— de estar usando más de una neurona al tiempo. Significa enfrentarse a los comentarios de los intelectuales academicistas de quinta del tipo “tu guion es malo porque no tiene conflicto”, “la foto de tu peli es mala porque tiene ruido”, “la banda sonora es pésima porque no tiene música” y así…

Así que, si el filme gana o es mencionado en Cannes o en los Oscar, más que un aval, obtiene un blindaje. O, en el caso de Rebelión (2022), si se parece a Bohemian Rhapsody, filme de país “desarrollado”, es porque es buena, ¿no?

 

Ahora, toda la carreta anterior es porque el filme en cuestión lo que hace es poner a una figura tan propia de Colombia como el “Joe” Arroyo para hacerlo el epicentro de un listado de acontecimientos que resultan reduciendo la figura del cantante a un periquero mujeriego —un genio musical también, parece—. Está bien, esto está planteado más como una suerte de antibiopic. Está bien, es una ficción, no tiene que ser fiel a la realidad. Pero es justamente eso lo que hace tan problemática la realización de un filme de ficción sobre la vida de un músico, pues resulta siendo una idea tan efectiva como delicada. Por un lado, tenemos filmes como El cantante, que no ofrece algo más allá de lo que podría darte una sala y un tocadiscos. Por el otro, tenemos filmes como Bohemian Rhapsody, que resultan siendo reductivos en su vida privada. Tal vez es esa la razón por la cual la música ha encontrado sus mejores momentos del cine en el género documental. Para no extenderme demasiado en ejemplos, solo citaré el reciente Moonage dream, que hurga en los recovecos más íntimos de la vida de David Bowie, pero solamente aquellos que tengan que ver con su personalidad creativa. Y eso es justamente lo que le hace falta a Rebelión: prefiere tomar las partes más, digamos, controversiales de la vida del “Joe” y las hace el punto central del relato: el “Joe” mete coca, el “Joe” fuma, el “Joe” tiene sexo con cientos de mujeres… Ah, también hace Salsa. La parte creativa de la vida del “Joe” queda reducida a un par de momentos en pantalla: cuando saca una grabadora y empieza a componer sobre la marcha y cuando el “Joe” Mercury pelea con su banda por lo exigente que es trabajar con un genio de la música. Incluso, a pesar de lo contundente de la actuación de Jhon Narváez, en esta escena de la pelea en particular, esta se ve entorpecida por unos diálogos costeños escritos por rolos y un bonaerense. Recuerdo uno muy especialmente, que dice algo como: “lo que a ti te hizo falta fue juete, car’e verga”.

 

En cuanto a las mujeres, algunas solo aparecen en la cama del “Joe”, su madre es solo un accesorio narrativo durante cinco minutos y, lo peor de todo, hicieron venir a Miss Cepeda desde Miami para ponerle una barriga de embarazada más o menos a la altura de los muslos y un par de escenas en las que es el delirio del “Joe” o una en la que tiene sexo con él, él le dice que se quede y ella “no, chao”.

…el filme en cuestión lo que hace es poner a una figura tan propia de Colombia como el “Joe” Arroyo para hacerlo el epicentro de un listado de acontecimientos que resultan reduciendo la figura del cantante a un periquero mujeriego…

 

Ahora, la parte visual es el mejor problema del relato. A excepción de los planos del principio, que parecían un cortometraje estudiantil, el trabajo de cámara es demasiado controlado. Los travelling que hurgan, inestables, por los espacios, nos sumergen en una atmósfera agobiante, casi de filme de horror, que al final, no es que trascienda mucho. El diseño de producción es verdaderamente plausible, bien cuidado y ejecutado punzada por punzada. Y el tratamiento de color, verdoso en su mayoría, la sofisticación técnica empleada en este campo, es lo que más devela a un relato hecho para el deleite de la audiencia gringa. Es una propuesta medio efectista y demasiado rimbombante, sin embargo, reitero, bien ejecutada en la mayoría del relato.

 

Y no podemos quitarle méritos a la propuesta musical, que es verdaderamente sólida y el mayor acierto del relato. Digamos que el Jazz es el papá de los pollitos: del Jazz surgen géneros como el Bolero, la Ranchera, el Soul, el Rock, el Rock’n’Roll y, claro, la Salsa. Y toda la música extradiegética del filme está hecha con instrumentos de Jazz, tocados al estilo Jazz: redoblante, saxofón, piano; distorsionándolos a veces para realzar esa atmósfera creada a veces por la cámara.

 

Finalmente, los problemas de guion y fotografía mencionados más arriba, se ven acrecentados por un montaje que intenta ser trasgresor, empleando una estructura arbitrariamente fragmentaria, que es lo que resulta poniendo el énfasis en los lados del “Joe” que inciten más morbo, descuidando otros momentos del relato en los que se pudo profundizar más, como la infancia del “Joe” con su madre o cuando un infante “Joe” Arroyo canta un bello bolero en una cantina, incluso los momentos creativos en ese pulguero de mala muerte que, aunque fascinantes, pasan rápidamente. Y las transiciones son definitivamente lo peor del montaje, haciendo constantemente una panorámica sin rumbo alguno para cortar a lo siguiente. Se sienten bruscas y sin sentido, justamente porque la desorganización del relato tampoco se solidifica como una propuesta clara.

 

A pesar de todo, Rebelión, juzgado con un poco de ese espejismo que llaman “imparcialidad”, puede salvarse de ser un mal filme. Tampoco mi reproche con el filme es parte de un sentimiento patriotero. De hecho, lo admito, Rebelión resultó siendo injustamente el objetivo de esta varilla, pues podemos mencionar otros ejemplos, incluso aquellos que pueden ser de mi agrado, que impostan determinadas decisiones en sus relatos para que sean aplaudidos en Francia, Alemania, Estados Unidos, etcétera. Como lo dije más arriba, es un relato hecho para la satisfacción extranjera, así que no es de sorprenderse que haya ganado a mejor película en un festival en Tallin o que ese público que dice que el cine colombiano es puro narcotráfico —es un ejercicio interesante, cuando uno se encuentra con esas afirmaciones, preguntarle al homosapiens en cuestión cuántos filmes colombianos conoce— salga descrestado, sin poder creer lo que se está haciendo en Colombia. Qué tan “malo” o “bueno” sea eso, depende de cada quien, y tampoco es que pretenda hegemonizar una “narrativa colombiana” —si es que existe tal cosa— como correcta y única fórmula para realizar. La invitación es otra. Hemos asistido desde mediados de los años cinuenta a narrativas que nos han representado como latinoamericanos y todas ellas parten de la honestidad, del acercamiento genuino a la realización de un relato cinematográfico y de unas propuestas estéticas con una reflexión ética como base. La invitación es a pensar un poco más el cine más allá del aplauso de un espectador gringo.