Ustedes los pobres, nosotros los ricos, de Alberto Flórez-Malagón

Autobiografía imaginaria de una ciudad

Hugo Chaparro Valderrama

Laboratorios Frankensteinã

 

 

Adolph Zukor presenta a Tito

Guizar y a un soberbio reparto que

reúne por primera vez estrellas de

Hollywood y de la América Latina

en El embrujo del trópico.

 

Leyenda publicitaria de la película

Tropic Holiday (Theodore Reed, 1938)

 

 

Mientras las calles se incendiaban en Bogotá tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, el escritor João Guimarães Rosa, de visita en la ciudad como delegado de Brasil en la IX Conferencia Panamericana, se distraía leyendo a Proust y conversando con otros cuatro brasileños –aislados en la casa de un barrio, según Rosa, “aristocrático”–, sobre filosofía, literatura y paleontología.

 

Las órbitas paralelas entre el ciclón que hizo de Bogotá un campo de batalla y el refugio de Rosa en el tiempo perdido y recuperado por Proust a través de la escritura, es un ejemplo de las fronteras que trazaron el umbral con el que se definieron dos maneras de vivir según los privilegios que permitieran acceder a la gran cultura como un sello de distinción –de acuerdo con la perspectiva ante lo que fuera la cultura–, situado al otro lado de la luna en el que se vive la felicidad sin prejuicios de la cultura popular.

 

Un paisaje mental descrito por Alberto Flórez-Malagón en Ustedes los pobres, nosotros los ricos como explicación al misterio de los matices históricos que dieron origen a las presunciones y las diferencias definidas de otra manera en el trance de un bolero por Roberto Ledesma cuando cantó Con mi corazón te espero: “Tú tan alta, yo tan bajo, / que alcanzarte así no puedo… / Tú tan rica, yo tan pobre, / rico solo en sentimiento… / Todo un mundo nos separa / por dos distintos senderos…”.

 

Senderos que en la Bogotá de los años cuarenta al setenta del siglo XX fueron recorridos por Flórez-Malagón investigando los hechos que decidieron la vida a 2.600 metros lejos del mar, con su realidad fragmentada, cifrada en una frase citada al inicio del libro: [En Colombia] “los ricos quieren ser europeos, la clase media norteamericana y los pobres mexicanos”.

 

El contraste que descubre Flórez-Malagón entre la supuesta altura de la cultura de salón –como una estrategia para huir de la vida provinciana– y el jolgorio popular en Colombia –que no le rindió cuentas a nada distinto que al instinto pasional moldeado por la radio, la industria discográfica o las sorpresas cinematográficas en diálogo directo con el melodrama y su educación sentimental aprendida en radionovelas como El derecho de nacer, en las tonadas de amor según Los Panchos o en el cine que hicieron como emblema de virilidad ranchera dos tipos de cuidado, Jorge Negrete y Pedro Infante; con el humor y el desmadre, escénicos y verbales, de Cantinflas, Tin Tan, Joaquín Pardavé, La Guayaba y La Tostada (borrachas eternamente humedecidas por el vapor del tequila), Resortes, Clavillazo o la gracia espigada de Vitola (por los tabacos delgados que así se llamaban en Cuba), convirtiéndose la pantalla en el escenario de un huracán sensual con la mujer que tenía los ojos más grandes que los pies, la Divina Garza, María Félix–, es una radiografía de la autobiografía imaginaria de una ciudad en la que cada personaje encontró su lugar en el mundo como le enseñó la forma de vivir que era la cultura según el gusto y a la medida de cada quien como pudo y como quiso –o como lo dejaron: en el libro se recuerda al Père Duval, un jesuita francés que, alarmado por la felicidad generacional vivida en los años cincuenta y sesenta alrededor de la música, quiso domesticar el rock’n’roll cantándole al Señor que le hizo el milagro de vender medio millón de discos a nombre de su santidad musical, promocionados en Colombia por las emisoras católicas–.

 

Manual de la discriminación y recuento de segregaciones, Ustedes los pobres, nosotros los ricos traza desde su título una distancia entre el ustedes y el nosotros, entre la casta que asumía el poder social y diagnosticaba qué era “correcto” en términos culturales y miraba por encima del hombro a los bárbaros que danzaban con júbilo festejando el placer de llorar con sus radionovelas, con sus melodramas cinematográficos, aullando y animando en la lucha libre a sus héroes –“¡Sangre! ¡Sangre!”–, disfrutando de exotismos que acercaban un mundo lejano al universo andino con lo que Flórez-Malagón define como una versión del orientalismo en América Latina a través de los cómics y las series radiales protagonizadas por Kalimán o Chan Li Po –que seguro habría dicho, una vez más, “¡Paciencia, mucha paciencia!”, si se hubiera enterado de lo que fueron los cómics para un pedagogo ilustremente bogotano, Agustín Nieto Caballero, fundador del Gimnasio Moderno, alarmado por la cosecha de cómics que invadieron en los años cincuenta a Colombia, citado en el libro por un artículo escrito en El Tiempo, donde Caballero enjuició a los que disfrutaban de “la vulgaridad, en su más baja calidad, la emboscada, el asalto y la exhibición, sin mayor disimulo, a veces con crudeza, de dramas de sangre y lodo. Estas publicaciones estrafalarias de que venimos hablando […] lastiman el espíritu de la niñez y la juventud y ponen fermentos malsanos en su corazón. Hay lecturas que no iluminan sino que queman el espíritu”. Pero, ¿cómo habría leído el pedagogo las historias de Memín Pingüín o de Kalimán, descrito por Flórez-Malagón como un “héroe blanco, masculino, geográficamente híbrido, [que] fue quizás el más benévolo y menos agresivo de los superhéroes de las historietas que circularon en Latinoamérica al comenzar la segunda mitad del siglo XX”?

…Père Duval, un jesuita francés que, alarmado por la felicidad generacional vivida en los años cincuenta y sesenta alrededor de la música, quiso domesticar el rock’n’roll cantándole al Señor que le hizo el milagro de vender medio millón de discos a nombre de su santidad musical, promocionados en Colombia por las emisoras católicas–.

 

Y el cine, de nuevo el cine en este examen mental que nos revela los síntomas de un entorno aletargado por las suspicacias de lo que podría transformar las certezas de su comodidad parroquial –acentuada por una inmigración raquítica en comparación con países como Brasil, México o Argentina–; un entorno al borde del pánico ante todo lo que perturbara la norma, proclamada en el escudo nacional donde extiende simbólicamente sus alas un buitre rozando las palabras “libertad y orden”, privilegiándose el orden sobre la libertad.

 

“Al igual que con las historietas”, escribe el autor, “al cine se lo acusó de estimular en los jóvenes dos peligrosas inclinaciones: la criminalidad y el sensualismo, pues se elevaba a la categoría de héroes populares al gánster y a la vampiresa. El acceso al cine norteamericano, dadas las pocas películas doblegadas a esa lengua, era más intenso en los jóvenes letrados, que podían leer rápidamente el cine subtitulado. Su influencia en el joven pudiente, bautizado por los medios como ‘cocacolo’ en esos años. Esto se evidenciaba cuando estos trataban de emular tales modelos de comportamiento en sus cerrados círculos sociales, por ejemplo, frecuentando heladerías que replicaban las de los Estados Unidos, utilizando automóviles modernos o adquiriendo la ropa de moda que sugerían los modelos de consumo juvenil del norte”.

 

La parodia cultural sirvió entonces como grito de independencia para buscar otro orden a nombre de la libertad, sobre todo cuando los mayores criticaban a la generación cocacola y envejecían haciendo de la censura una postura moral inquebrantable –viejo dilema: los que ya están instalados en el mundo miran con rencor o envidia a los que buscan cómo instalarse en ese mundo que en realidad no es de nadie–.

 

Los apóstoles de Cristo en Colombia se encargaron de cuidar el orden a costa de aplastar la libertad. Flórez-Malagón hace un recuento de motivos que sustentan su afirmación: “La Iglesia católica fue sin duda el actor más importante en la cruzada moralista contra las industrias culturales, especialmente contra el cine que se presentaba en Colombia”.

 

Escribe entonces sobre la tutela de la Acción Católica como un frente de la censura; sobre el arzobispo Joaquín García –que atacó en 1944 al “cinematógrafo y sus películas inmorales” y puso en guardia a sus fieles frente a la amenaza que significaba “la relajación de las costumbres”–; sobre los vínculos entre el Estado y la Iglesia; recuerda a los obispos que en el mes de julio de 1948, durante la V Conferencia Episcopal realizada en Bogotá, alertaron como el arzobispo García sobre el peligro del cine; evoca la petición que hizo la Legión Colombiana de la Decencia en 1951 para que se retiraran de las vitrinas a los maniquíes que anunciaban ropa interior.

 

Visión panorámica de las variables que definieron la idea de cultura en Colombia, aparte de sus referencias geográficas o de altura –europeas, mexicanas o moldeadas en Estados Unidos–, el recorrido por el alma bogotana que hace en el libro Flórez-Malagón es útil para considerar cada historia como una parte esencial de lo que fue –¿y es?– la actitud creativa y recreativa en un rincón del mundo tan insólito como el país del Sa(n)grado Corazón de Jesús. A las descripciones de la evolución urbana en la ciudad, de la presencia del cine como detonante con el que explotaron los misterios de la sexualidad, a la fascinación por el orientalismo que enseñaba una versión exótica del mundo al otro lado del mar según Kalimán o Chan Li Po, los reúne un elemento común: la riqueza cercana del poder –estatal o eclesiástico–, la clase media y los estratos más populares consintieron ser colonizados para encontrar un punto de fuga a la mentalidad local y descubrir un terreno seguro con el que pudieran identificarse. A la consciencia del rezago ante el ritmo del mundo, la ficción y sus fantasmas como están descritos en Ustedes los pobres, nosotros los ricos sirvieron de terapia para escapar de alguna manera de la realidad inmediata y viajar hacia otras dimensiones de la experiencia humana como fue vivida en el tiempo que señala el subtítulo del libro –Industrias culturales extranjeras y gusto social en Bogotá, 1940-1970–.

…recuerda a los obispos que en el mes de julio de 1948, durante la V Conferencia Episcopal realizada en Bogotá, alertaron como el arzobispo García sobre el peligro del cine;…

 

Aprovechando nuestro profesor en la Universidad de Ottawa los delirios de la presunción para demoler sus mitos, inventados para consolarse ante los riesgos del parroquialismo:

“Todavía hoy es común escuchar a habitantes bogotanos, en diferentes contextos, referirse a su español como el más puro de Latinoamérica, en una clara incomprensión de cómo las lenguas evolucionan y se transforman permanentemente, sin que exista necesariamente una mejor o peor expresión, sino, en este caso, muchos españoles (o castellanos) en el complejo mundo hispanohablante”.

 

En el laberinto de su investigación el libro permite momentos de humor, melodrama o sorpresa, acordes con los registros emocionales del relato: nos enteramos de la pasión desmedida que llevó al suicidio a la señorita Luz Alicia Yasnó Guevara, cortándose las venas cuando supo que era la viuda de Jorge Negrete el día que murió su ídolo; recordamos un parlamento del búfalo del western, John Wayne, diciéndole a Pedro Armendáriz en Three Godfathers, de John Ford: “No hables más esa jerga mexicana delante del niño. De ser así, será lo primero que aprenda. Tenemos que criarlo con un hablar elegante de estilo americano”; nos desconcertamos con lo que ya no debería causarnos sorpresa por el surrealismo tóxico de las dictaduras cuando leemos que durante la España franquista se llegó al esoterismo por la confusión que podían ocasionar Supermán y sus amigos voladores en las consciencias cristianas que no sabrían distinguirlos de los ángeles.

 

Flórez-Malagón, Alberto, Ustedes los pobres, nosotros los ricos. Industrias culturales extranjeras y gusto social en Bogotá, 1940-1970 (Bogotá: Universidad Javeriana, Universidad Santo Tomás, Universidad del Rosario), 2021.

 

Colombia como un rompecabezas, que solo ha ensamblado las piezas de sus diferencias regionales en el mapa que dibuja sus fronteras, se descubre en este libro dividida entre la cultura orgullosa de sus privilegios –“la emisora de la inmensa minoría”, se definía la estación bogotana HJCK– y la cultura masiva de la inmensa mayoría. Un enfrentamiento que recuerda la rivalidad imaginaria que hizo escribir en 1936 a Daniel Zamudio, profesor del Conservatorio Nacional, sobre la melodía de la cumbia, que era “terriblemente fastidiosa, pues se repite durante toda la noche mientras se baila”, preguntándose si el país debería “expedirle carta de naturaleza en nuestro folclore”, asegurando que se trataba de una regresión para volver al mono cuando le parecía “simiesca”, alertando ante el peligro de que “el primitivismo sentimental de los negros africanos” pudiera, con “la rumba y sus derivados, porros, sones, boleros”, reñir con “nuestros aires típicos autóctonos ocupando sitio preferente en los bailes de los salones sociales”.

 

Una idea racista no del todo lejana al fenómeno que significó el cuerpo desmesurado de Saartjie Baartman, nacida en Karoo, entre Sudáfrica y Namibia, exhibida como una rareza en Londres y París a principios del siglo XIX para satisfacer la curiosidad por un fenómeno exótico, de anatomía opulenta, concluyendo el científico napoleónico Georges Cuvier, cuando estudió su cráneo después de que Baartman falleciera a los 26 años en París, que su cabeza tenía una deformación por la que su raza estaba condenaba a la “subordinación eterna”.

Colombia como un rompecabezas, que solo ha ensamblado las piezas de sus diferencias regionales en el mapa que dibuja sus fronteras, se descubre en este libro dividida entre la cultura orgullosa de sus privilegios –“la emisora de la inmensa minoría”, se definía la estación bogotana HJCK– y la cultura masiva de la inmensa mayoría.