Cristian García
Al otro lado del mar es un filme epistolar. Esta obra consiste en una serie de “cartas audiovisuales” que se enviaron Eloy Domínguez (español) y Samuel Moreno (colombiano), directores de la película, durante aproximadamente tres años. En estas cartas –que son filmadas por ellos mismos con poco más que cámara en mano– vemos fragmentos de cómo es la convivencia con su familia, la relación con su entorno, su intimidad, dicen lo que piensan, dan cuenta de sus viajes, de cómo vivieron el encierro de la pandemia, y surgen otros temas subyacentes en el proceso. De esta correspondencia audiovisual entre dos amigos directores surge una obra sobre la nostalgia, que ronda asuntos aparentemente irresolubles y, como se va revelando poco a poco, se decanta por la búsqueda de un hogar.
Resulta que los directores no pensaron inicialmente en compartir con alguien más que entre ellos mismos estas cartas. Entonces esto da al material filmado un carácter íntimo. Se invita al espectador a ser testigo de una correspondencia ajena. Lo que el espectador encuentra es la expresión de una amistad. El peculiar ejercicio de la película se resume en que, por ejemplo, Samuel filmaba y editaba la carta y luego se la enviaba a Eloy. Entonces, Eloy veía la carta, para luego grabar y editar una respuesta. Esto no necesariamente sucedía de manera inmediata. El proceso entre carta y carta podía tomar meses, incluso un año o poco más de un año. El contenido de las cartas es variado, pero mayormente se corresponde con las preocupaciones personales y el clima interior de los directores durante el proceso de grabación. Había libertad sobre la elección del contenido de la carta, pero, aun así, hay en esa correspondencia una suerte de alineamiento de sus espíritus, una confluencia hacia el mismo sentir; hay una mirada hacia la exposición de las grietas íntimas.
El filme inicia con una carta de Eloy donde le cuenta a Samuel sobre Galicia, su región natal, y sobre cómo es odiar la lluvia en un lugar donde llueve siempre. Luego le cuenta que se fue a vivir al Ártico por un tiempo sin tener claro qué buscaba allí. Le cuenta como cada cierto tiempo en este lugar el sol se oculta y no vuelve a salir hasta varios días después. Uno de los habitantes locales le dice algo así como que no se puede apreciar la luz del sol cuando no has conocido su ausencia. Kilómetros y kilómetros de una tierra blanca e indómita en total oscuridad hasta que un día el sol reaparece tan despreocupado como cuando se fue. Y allí está Eloy, que confiesa que su viaje a esta tierra fría lo hizo de manera impulsiva, siente que huye de algo, aunque no sabe bien de qué. La primera carta de Samuel, por su parte, lo muestra en cuarentena en algún lugar de Colombia. Está en el campo y no parece que sea invierno. No tiene ni la nieve ni los vecinos hablando en noruego ni la aurora boreal que Eloy le mostró en su carta; Samuel tiene una ventana por donde captura a un pájaro que pelea con su propio reflejo. En otra ventana habla con su esposa y su hijo. La desazón aquí corresponde al encierro.
Además de la diferencia de los lugares y de contextos mostrados en esas primeras cartas, hay otra que se advierte rápidamente: las elecciones estéticas y formales de ambos directores. Eloy usa la voz en off, se graba explícitamente (incluso como si se tratara de un video blog o un youtuber de viajes), construye personajes secundarios por medio del montaje (hay una secuencia encantadora sobre cómo su abuela visita su familia a través de un muro, y por medio del corte rápido durante varios días vemos cómo la mujer repite los mismos gestos de saludo y despedida cada día). Se muestra bailando sin razón e incluso tomando baños desnudo. La naturaleza para filmar de Eloy tiene pulso voyeurista (graba mucho a los demás desde alguna ventana). Por su parte, Samuel omite la voz en off y en su lugar recurre a los textos en pantalla. Su figura apenas si aparece frente a cámara y cuando lo hace siempre guarda una distancia, permanece en silencio; su cuerpo responde más a la quietud. También tiende a los planos largos y estáticos. De esta manera, la correspondencia se vuelve en una suerte de diálogo estético, de evidenciar lo diferente que somos en la manera de mirar, aunque se tengan recursos similares y se elabore el mismo ejercicio.
La naturaleza para filmar de Eloy tiene pulso voyeurista (graba mucho a los demás desde alguna ventana). Por su parte, Samuel omite la voz en off y en su lugar recurre a los textos en pantalla.
Ahora, volviendo a eso de las grietas íntimas, ambos directores muestran cómo pasaron el encierro durante la pandemia. Y es allí, en ese encierro forzado, donde revelan grietas en el hogar, con su familia. Eloy cuenta sobre su incapacidad de decirle “te quiero” a su padre. Lo puede decir en una grabación, pero es incapaz de verbalizar el afecto frente a él. Samuel cuenta sobre la tensa relación que tiene con su madre, sobre el esfuerzo que debe hacer para que una charla no termine en discusión. En el filme, estas situaciones no avanzan más allá de plantearlas, quizás dejan en el aire la posibilidad de cambio, pero eso es todo. El encierro lleva a notarlas, a tenerlas día a día, pero no necesariamente las soluciona. Se enuncian, se dicen y no necesariamente se busca una solución. Entonces las cartas son también una declaración de incapacidades, de asuntos aparentemente irreconciliables.
Además, también hay circunstancias insolubles que no depende enteramente de quien sostiene la cámara: por ejemplo, en una de las cartas Samuel filma a unos cubanos varados en algún lugar de la costa de Antioquia y cree que puede ayudarlos en su incierta situación, así que filma testimonios y material de apoyo, pero al final ese material no llevó a nada. No se hizo nada con ese material. Samuel se pregunta qué habrá sido de esos cubanos y la pregunta queda en el aire, sin que nadie pueda ofrecer una respuesta.
Pero las cartas no constan solo de nostalgia y de preguntas al aire, también tratan de la añoranza, de las expectativas por el futuro. Y sobre el último tercio de la película ambos directores dirigen su mirada y su accionar hacia la construcción –metafórica y literal– de un nuevo hogar, de un nuevo comienzo. Ambos en zonas rurales, curiosamente. Las diferencias de países y entornos familiares no evitaron la confluencia hacia un deseo común. Esto denota mucho de sus autores, de su clima interior y de la cercanía de este juego epistolar.
Un juego que, dicho sea de paso, tiene una carga de motivación hacia el cineasta: inspira el deseo de filmar, pero no cualquier cosa o filmar por filmar, sino el filmar de esa manera particular que es guiado por nuestra mirada y nuestra sensibilidad. Despojarse de excusas, abrazar las limitaciones, seguir ese gut feeling que dicen los americanos y filmar. El placer de filmar.
Al otro lado del mar es una obra que incita a la creación, a exponerse, a hacerle caso al pulso, a usar las cartas como medio para que expresen lo que de otra forma no podríamos. Es una película que no pretende grandilocuentes manifiestos sobre el cine o la vida, y es que tampoco es que sus cartas sean innovadoras en la forma. No busca esto ni tampoco le interesa. Es una obra que partió desde la austeridad, de ese vínculo que da el carácter de la correspondencia personal, y desde ese lugar da cuenta de que la intimidad con el otro va más allá de simplemente compartir un espacio físico, es un asunto del espíritu.