Anhell69, de Theo Montoya

Nihilismo queer

Lina María Rivera Cevallos (Sunnyside)

 “No quiero ir al cielo. Ninguno de mis amigos está allí”, Oscar Wilde

Desde Son of Sodom (2020), el cortometraje documental de Theo Montoya, selección oficial en el Festival de Cannes, Clermont-Ferrand y Palm Springs, entre muchos otros, apreciamos cómo el duelo se convierte en el epicentro creativo del director. Quien desde su propia identidad transforma a sus amigos y entorno en protagonistas de sus relatos, “documentando” cómo y por qué la muerte ha sido una endemia irremediable en su micro-realidad.

 

Esas obsesiones se convierten en el punto de partida de su primer largometraje, Anhell69, el cual, a través del mismo protagonista de su cortometraje anterior, Camilo Najar, nos abre las puertas a un meta-relato “trans, sin fronteras ni género”, que redefine el no futuro instaurado por Gaviria y el cine Colombiano queer.

 

Las similitudes y referencias a Rodrigo D (1990) son evidentes desde el inicio del film. Jóvenes colombianos sin esperanza que apelan a las drogas, la música y el sexo para sobrellevar la crudeza del entorno, enmarcan, en rasgos generales, el tema común de las dos películas. No obstante, Anhell 69 sobrepasa la denuncia social para exponer una mirada filosófica y existencial de la juventud que se sabe olvidada y atacada por la sociedad, el estado y la religión. Con un punto de vista altamente atractivo, que no parte de un espectador ajeno, sino que explora el género autobiográfico a partir de historias de otros.

 

Los dolores, miedos y pasiones personales de Theo Montoya se exponen a través de la voz en off narrada por el mismo director, quien hilvana todo el relato desde un punto de vista vivencial y personal. Sin embargo, progresivamente se desprende de ese carácter singular, evitando demasiados detalles propios y enfocándose en aspectos de otros personajes para posicionarse como la voz plural de una generación y un sector de la sociedad marginal que no solo comparte ideologías y perspectivas sobre la identidad y la vida, sino que, sobre todo, reproduce sistemáticamente un idéntico destino y formas nihilistas de vivir.

 

El relato resalta el desconsuelo de una narrativa que no es única, sino que además cobra relevancia por su reiteración en los jóvenes que, al igual que él, pertenecen a la comunidad LGTBIQ+ de Medellín y parecen no tener más destino que la muerte temprana. Es allí cuando la narración en voz en off vuelve a cobrar un sentido personal, ya que, a través de la unión de causalidades, apreciaciones y hechos históricos vividos o heredados, Montoya desarrolla una reflexión transparente frente al espectador buscando darle sentido a su propia historia de vida, utilizando como medio principal al cine.

 

Por la manera de introspección y autoescrutinio con la que se cuenta la narración, los aspectos más interesantes no son los ángulos que el director expone de manera consciente o intencionada sino lo que puede verse, sentirse y entenderse, es decir, connotarse a través de esa translucidez que se presenta en la pantalla. Todo comienza con el meta-relato desde el cual parte la película, aludiendo al largometraje de ficción que Theo deseaba grabar con el protagonismo de Camilo Najar, pero que se desvaneció tras la muerte del actor por una sobredosis. En esta narración, los fantasmas son un paralelo a los homosexuales y el odio hacia la espectrofilia es un evidente llamado a demostrar el absurdo de la homofobia, dejando expuesta una herida aún más profunda de la sociedad y la juventud, al limitar incluso la muerte a un estado intrascendente en el que los fantasmas sin alma, pero con cuerpo, se refugian en un eterno escape guiado por el deseo, condenando la vida a la completa y absoluta corporalidad del presente.

En esta narración, los fantasmas son un paralelo a los homosexuales y el odio hacia la espectrofilia es un evidente llamado a demostrar el absurdo de la homofobia, dejando expuesta una herida aún más profunda de la sociedad y la juventud …

Este aspecto inconsciente se extiende hasta la parte más estética y ornamental. A través de la puesta en escena y el diseño de producción, apelan a un atractivo visual en el que los objetos, el maquillaje y los ídolos figurativos demuestran una contradicción cotidiana que gradualmente se convierte en el eje artístico y liberador de cada personaje cuando reconocen y utilizan esos símbolos como decorado de su única propiedad: su cuerpo. La ornamentación se vuelve emancipadora, demostrando una mirada palpitante en nuestra realidad, pero poco expuesta en nuestro cine, en la que todo puede estar mal, pero al menos debe ser bello. Esto instaura a la belleza como la única salvación frente al desconsuelo, la falta de sentido y el abandono, a partir de los cánones queer, “retratando” no sólo una estética LGTBIQ+ sino, en particular, una estética de la autodestrucción.

 

El documental evoluciona a medida que expone sus propias contradicciones, partiendo de la denuncia del padre ausente o violento como constante en una película de hombres queer también ausentes en su propia vida y violentos consigo mismos. Añadido al miedo a la muerte que se disfraza en una búsqueda a morir para combatirlo, aludiendo al pilar de la trama: la autonomía. Porque si la muerte, la falta de sentido y la violencia son el único camino aparente, al menos se debe luchar para que sean consecuencias de la voluntad, por cómo son y como ellos quieren, y no porque alguien lo decida por ellos. Ampliando el origen de lo queer, al asumir que una sociedad de hombres criada por mujeres solteras no tiene más remedio que entenderse más allá de cualquier etiqueta y unificar ambos roles en su propia identidad.

 

En medio de “una casa sin paredes, sin ventanas, sin puertas pero con personas”, Anhell69 edifica una esperanza amarga. Como conjurando el poema de Miriam Reyes, No soy dueña de nada, en el que la libertad, la sensualidad y la orfandad se unen para gritar que “Mi casa es este cuerpo que parece una mujer; / no necesito más paredes y adentro tengo / mucho espacio: / ese desierto negro que tanto asusta…” Para reafirmar que el vacío no es un abismo cuando se observa desde otro que no tiene miedo a la otredad, y que el cuerpo es nuestro verdadero hogar, el único lugar para “ser” sin miedo.