Martha Ligia Parra
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Para nosotros, hacer cine no se trata de crear, inventar o controlar.
Se trata de conectar, tejer, escuchar, observar, compartir y estar presentes.
Es un espacio de apoyo, generosidad y reciprocidad”
Lina Rodríguez
Explorar la incertidumbre en espacios liminales, concebir el cine como un regalo, concentrarse en lo pequeño y negarse a definir a sus protagonistas, son algunos de los hilos que se tejen en Mis dos voces. Una apuesta arriesgada de la directora colombo-canadiense Lina Rodríguez en su tercer largometraje y primer documental.
La realizadora sorprende, una vez más, al abordar de modo diferente temas como la migración; entendida como un proceso continuo, sin principio ni fin. “Dicen que cuando uno se va de su país, nunca termina de irse completamente o de llegar a ese otro lugar”, explica la directora. Y, al mismo tiempo, indaga por otros tópicos como la identidad, la maternidad, la discriminación, el miedo, pero también el valor para enfrentar los cambios.
Mis dos voces es una atenta e íntima escucha, un tríptico de mujeres inmigrantes que recoge de forma amorosa los relatos de la mexicana Ana Garay y de las colombianas Claudia Montoya y Marinela Piedrahita. Y su experiencia tanto en su país de origen como en Canadá. Pero el acercamiento a estas tres mujeres se hace de forma inusual, a través de sus voces, relatos y acciones, los gestos de sus manos, los objetos y el espacio que habitan. Los rostros y apariencia física permanecerán en el anonimato y el espectador se verá forzado a escuchar.
“Empecé la película con la idea de hacer algo alrededor de Claudia. No una película ‘sobre’ la inmigración, ‘sobre’ las mujeres inmigrantes o ‘sobre’ ellas tres, porque me parece que cuando uno hace algo ‘sobre’, de cierta manera te paras encima de ello y no quería hablar por ellas. A veces la gente dice que quiere darle voz a los que no tienen voz, y pues, ellas tienen voces que son muy propias. No quería hacer una película ni sobre ellas ni para darles voz, sino alrededor de ellas para tratar de buscar una manera de articular ese espacio liminal del que yo también hago parte”, explica la realizadora.
Esta declaración de Lina Rodríguez, evidencia uno de los tres aspectos en los que, podemos decir, se apalanca su visión del cine y del documental. El primero sería, la idea de rodear, de acompañar y compartir; del cine como diálogo y espacio para conectar con los otros. El segundo, la intención de desligarse claramente del cine industrial “que saca historias de los otros para sí”. Una postura radical y consciente que se niega a cualquier tipo de extractivismo o fin utilitarista. Y, en consecuencia, la narrativa evita servirse o aprovecharse de las protagonistas.
“No quería dar esa satisfacción de crear una especie de producto o una historia consumible. Ni hacer un retrato donde yo dijera ‘estas personas son así’; ni definir, categorizar o fijar sus identidades y experiencias. Tampoco ‘contar sus historias’, pues estas no solo son complejas y amplias, sino que continúan”, destaca Rodríguez. De ahí que la película funciona de una manera más orgánica y en consonancia con sus intereses expresivos y ritmos. Es una obra que invita a afinar los sentidos, nuestras percepciones y lo que creemos saber.
El tercer aspecto de la visión de Rodríguez es que a partir de lo pequeño se habla del todo. “No deseaba concentrarme solamente en las historias mayores, sino en los retazos, por eso la película funciona también como una colcha de detalles que a veces parecen insignificantes”. Y finalmente ese tejido paciente de pequeñas piezas conforman un mosaico potente de contrastes, ecos, conexiones.
El documental pone en duda no solo lo limitado de nuestra visión sino también de nuestra percepción. Y, al mismo tiempo, mueve al espectador a jugar un papel activo en organizar las piezas; para hacerse no sólo una idea física sino emocional, social y política de las tres mujeres. Asimismo, estará obligado a experimentar la desubicación, tanto espacial como temporal y el sentirse dividido como ellas. Todo esto puede resultar tan incómodo como liberador. Ana, Claudia y Marinela están en Canadá, pero gran parte de su identidad y recuerdos están en su país de origen. Hablan en el presente desde el pasado y de una identidad construida en dos espacios, en dos voces, en dos tiempos.
El propio estilo de la película es acorde con lo difícil que resulta experimentar esa situación liminal, cambiante y en la que se trata de encajar. Rodríguez manifiesta que deliberadamente profundizó la distancia entre lo que se ve y lo que se escucha, a través del sonido no sincronizado, el encuadre mismo y la composición de las imágenes. Conversaciones y espacios están filmados por separado. “Creé intencionalmente una discrepancia entre los sonidos y las imágenes (…) lo cual también viene de mi deseo de tratar de hacer eco de la experiencia misma de la inmigración, que nos pide que nos orientemos constantemente en un nuevo entorno y cultura”.
Acorde con su poética, Mis dos voces está rodada en super 16mm, ya que el celuloide imprime a las imágenes suavidad, calidez y luminosidad. Y como manifiesta Rodríguez, porque impone la rigurosidad que buscaba, al no poder filmar muchas horas como ocurre con el formato digital. “Esto me parecía importante pues no deseaba entrar a sus espacios con esta sed de consumir y ‘capturarlo todo’. Es decir, llegar a filmar, grabar todo de una vez y salir corriendo”. Es una dinámica muy distinta que permite dar tiempo al tiempo y espacio al espacio, como ella explica.
En un intercambio de correos, a propósito de su película, la realizadora escribe: para mí hacer cine es un encuentro que tiene que ver con crear oportunidades para ver y escuchar juntes, para estar juntes entre nosotres, si trabajo en equipo; o para estar con el cielo, las nubes, lo que está alrededor si estoy filmando sola. Y a la hora de rodar, expresa que la inspira mucho la afirmación del pintor expresionista abstracto Franz Kline: “No pinto las cosas que veo, sino los sentimientos que despiertan en mí”.