Alejandra Meneses Reyes
Una voz resuena desde la oscuridad de la pantalla. Pequeñas lucecitas se encienden y extinguen, casi efímeras. La voz sugiere que la trayectoria de las luciérnagas es difícil de prever, pues se refleja en luces que aparecen y desaparecen sin reglas, sin fórmulas, intermitentes y libres.
Este juego de la mirada en medio de las sombras sirve como metáfora a Ginna Ortega y Adriana Bernal-Mor para seguir el rastro de la vida y obra de Hernando Toro, fotógrafo colombiano irreverente y transgresor.
Más allá del discurso instalado respecto a la historia de sus imágenes, Adriana y Ginna desean encontrar a un Toro desarmado y expuesto. Buscan entre las fisuras la develación de sus sombras: ¿cómo llegó a ser “el fotógrafo de la cárcel”?
Uno de los “escondederos” de sus fotos es el punto de partida para empezar a construir un collage de su propia vida. La maravilla del montaje nos permite entrar a esa constelación y navegar entre el ritmo y el universo posible de las imágenes.
Coloreadas/rasgadas/reencuadradas, acompañadas de música, las imágenes van pasando una tras otra en la pantalla, mientras gracias a la voz en off imaginamos un eventual recorrido de los pasos andados por Toro durante una convulsiva Colombia en los años 70. Descubrimos también el amor que lo llevó a Barcelona y la ambición que lo arrastró por igual, hasta terminar en la cárcel por narcotráfico.
La cárcel ha perseguido a Toro toda su vida. En ella nació el fotógrafo y quizá el deseo más fulminante que habita sus imágenes: retratar los destellos de vida de lo marginal, la vida misma sin ocultamientos, las máscaras vistas desde su revés. Toro supo construir una comunidad de confianza e intimidad, donde la sociedad franquista tachó el peligro y la necesidad de aislamiento.
… retratar los destellos de vida de lo marginal, la vida misma sin ocultamientos, las máscaras vistas desde su revés.
En medio de la zozobra y la soledad que puede generar el encierro, Toro creó un estudio de fotografía, experimentó y enseñó a los otros a develar su cotidianidad y a rebelarse a través de las imágenes. Los presos le permitieron fotografiar sus cuerpos desnudos por fuera de las convenciones, la imperfección de su rudeza, la historia de su vida y de sus miedos grabada en sus tatuajes. Frente a la cámara expusieron o personificaron sus deseos más profundos.
La mirada y la piel de lo marginal iluminan el fondo oscuro de las fotografías.
Toro ha sido oculto y devuelto a la luz por su propio pasado. Su reconocimiento nació en la cárcel, sus imágenes llenaron galerías, a pesar de su ausencia.
Es gracias al viaje de las documentalistas, y a su habilidad de la mirada, que volvemos a recorrer los espacios de Toro –presentes y pasados– y cargamos de sentido su arte y su sed de seducción. Toro es un artista seductoramente marginal en medio del esnobismo del arte.
La película nos permite acceder poco a poco a su atractiva contradicción: un individuo aparentemente infranqueable y duro, atravesado por la rigidez masculina de una época, retrata los bordes de la crueldad y la ternura, la colorida fluidez entre el universo masculino y femenino, a fin de cuentas la vida, que no es jamás sólo luz o sombra, sino un destello entre las dos.