Utopía, de Laura Gómez Hincapié

O la búsqueda de una imagen justa que se fije en la memoria

Pedro Adrián Zuluaga

Utopía, la opera prima de la cineasta pereirana Laura Gómez Hincapié es, a la vez, una película puente y una película río. Puente porque en ella se conectan las tradiciones del documental político que expresó ideales combativos y fue instrumento de lucha por la transformación social, con la tradición, más reciente pero igualmente robusta, de un cine en primera persona que nos ha enseñado que en los afectos en general, y en la escena familiar en particular, se disputan y prueban los cambios sociales. Río porque la película fluye tranquilamente en busca de una imagen justa que esté a la altura de las paradojas y las contradicciones de la vida y porque abraza este presente confuso sin ingenuidad y sin escepticismo, con los ojos abiertos para ver el daño causado y los tesoros que perduran, como bien lo dice el poema de la militante feminista Adrienne Reich.[1] Puente porque las militancias del pasado se vinculan, no sin fricción, con el horizonte político abierto por las luchas actuales, y río porque la película se permite imaginar un espacio común en el que quepan unas y otras a pesar de las diferencias.

 

En este documental, Laura Gómez Hincapié enciende la cámara en plena pandemia y seguramente urgida por la intuición de que la memoria y la lucidez de su padre Fernando, profesor y militante de izquierda, pronto se desvanecerán. La película se ofrece entonces como depositaria de una memoria en movimiento, a la vez tozuda y vulnerable. Laura indaga en la historia de su padre y de su madre Ruby, propicia los momentos dramáticos para que se remuevan los silencios y los sobreentendidos familiares, hace emerger –en su padre y su madre– el dolor vivo por los compañeros asesinados en el genocidio contra miembros de la Unión Patriótica; se abre a la escucha sin juicio, a esa forma del amor que es estar con la atención puesta en la razón y el corazón de la otra persona.

 

En pleno encierro impuesto por los regímenes hospitalarios que prosperaron a causa del Covid-19, el gesto de Laura abre la casa de nuevo al mundo, para demostrarnos que somos en compañía de otres, y para señalar, sin decirlo, que el principal trabajo de las hegemonías y el poder es, hoy y siempre, condenarnos al aislamiento. Y, por tanto, la resistencia consiste en encontrar de nuevo lo común y la comunidad. No bien avanza la película, las consignas que se recuerdan en la casa de Laura, Fernando y Ruby (un personaje que en lo personal hubiera querido que tuviera más protagonismo en el documental) incendian de nuevo las calles de Colombia en un grito colectivo. La utopía aparece entonces viva. Es un no-lugar y por tanto son todos los lugares posibles. Es el estallido y la imaginación. No son posibles ni el silencio ni la resignación.

En ese lugar al que ella nos invita a entrar, podemos reconocer fragmentos de nuestra educación política y emocional (educación cuya médula es siempre la familia) que siempre pasa por aceptar las zonas grises y terminar reconociendo la grandeza del cuidado.

La película pone en escena un diálogo generacional en el que las hijas toman la herencia familiar y la cuestionan, no para desvincularse del linaje que las constituye sino para remover sus conformismos y silencios. Laura Gómez Hincapié convierte a su familia en La Familia, la vuelve común. En ese lugar al que ella nos invita a entrar, podemos reconocer fragmentos de nuestra educación política y emocional (educación cuya médula es siempre la familia) que siempre pasa por aceptar las zonas grises y terminar reconociendo la grandeza del cuidado.

 

Ante nuestros ojos, y con sinceridad, Laura expone su novela de formación y la deja abierta, evitando el cierre melancólico que es habitual en este formato narrativo. Me explico: en las narrativas de aprendizaje o formación que heredamos de muchas tradiciones pero que encontraron su síntesis definitiva en la tradición europea –con Goethe como su máxima expresión–, parece que el cierre del ciclo formativo del personaje (generalmente masculino) es el desencanto. Contrariando esa tradición, en Utopia hay un terco y admirable intento de reencantamiento de las luchas sociales y políticas que tiene implicaciones sociales importantes en un país obsesionado con sus duelos, y con las narrativas de la falta y el fracaso.

 

Hablé más arriba de la condición de hija de Laura, y esto, dentro de la formación de nuevas sensibilidades y subjetividades estéticas y políticas es determinante. Sabemos del papel de hijos, hijas e hijes en sacudir la memoria social, en especial en países donde hubo procesos políticos de autoritarimos y violencia. Utopía se inscribe dentro de un corpus de películas colombianas recientes dirigidas por mujeres y fuertemente marcadas por la memoria personal de las directoras, y por cómo esta memoria individual resulta inseparable de la memoria social y colectiva. La familia, sus herencias y legados, y la posibilidad de cuestionarlos y transformarlos, es un eje fundamental de lo que podríamos llamar el “cine de las hijas”.

 

Entre el grupo de directoras que han coincidido en este acercamiento están Claire Weiskopf (Amazona), Josephine Landertinger Forero (Home- el país de la ilusión), Mercedes Gaviria (Como el cielo despues de llover), Aseneth Suárez (Clara) y Marta Hincapié (Las razones del lobo). Utopía, y Laura Gómez Hincapié, participa de un propósito común de muchas directoras colombianas y de sus películas: no ocupar, ni dentro del teatro familiar ni dentro de la tradición del cine colombiano, un lugar pasivo; por el contrario, ser catalizadoras de un tiempo nuevo en el que sea posible seguir pensando, por medio de un arte no separado de la vida en justicia, en belleza y en verdad.

 

El estreno de Utopía coincide con el de un documental con el que comparte varios puntos: El rojo más puro, de la cineasta Yira Plaza O’Byrne. Ambos abordan, desde un plano familiar, el genocidio de la Unión Patriótica. Esto es significativo en un año en que la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano por estos hechos y el gobierno de Gustavo Petro acogió la sentencia y se comprometió a reparar a las víctimas y sobrevivientes. Sabemos que el cine juega un papel importante en la reparación simbólica de grupos e individuos victimizados. En Utopía, muchas cosas que por años fueron avergonzadas u obligadas a expresarse con miedo, salen a flote con orgullo y desenfado: reivindicar símbolos asociados a la izquierda o el comunismo (el Ché Guevara, cantar la Internacional, leer (o no) a Marx, proclamar sin complejos la diferencia política en un país que sistemáticamente la ha eliminado. No es poca cosa, es –ni más ni menos–desafiar las narrativas de la hegemonía.

 

 

[1] Se trata del poema “Buceando hacia el naufragio” (1972). Aquí un fragmento: “Vine a explorar el naufragio./ Las palabras son intenciones. / Las palabras son mapas. /Vine a ver el daño causado / y los tesoros que perduran”.