Diòba, de Adriana Rojas Espitia

El silencio de indecisión rompe el agua

Joan Suárez

Arriba están también los niños de los dioses,

y cuando ellos juegan con tambores,

aquí en la Tierra oímos que truena.[1]

 

 

La semilla seca, colocada en la tierra,

no renacería sin la intervención de los poderes o “dioses”

del sol y la lluvia en su justa medida.[2]

 

 

Los indígenas Emberá, de Antioquia y Chocó, cuentan que en la Tierra existía una escalera de cristal para subir al cielo, conocido como el mundo de las cosas azules. El propósito era poder conversar con el dios Karagabí, a la vez femenino y masculino. La condición era sencilla, evitar tocar las flores que adornaban la escalera. Un día esta se rompió, un niño que iba en la espalda de una mujer tomó una flor y marchitó la posibilidad de visitar el mundo de arriba. Hoy, solo se puede acceder a este mundo a través del pensamiento. Y sea este el camino en soledad y en un silencio riguroso el que emprende la protagonista en Diòba (2023), la mujer indígena Emberá Eyábida que está por fuera de su comunidad y en un bosque apartado.

 

La película Diòba, ópera prima de la directora Adriana Rojas Espitia, es un pacto consigo misma, es decir, el de Elba, interpretada por la mujer indígena y líder comunitaria Inés Góez Cortés. Es la posición endemoniada de atraer la dilatación del tiempo con la posibilidad de hacerse un examen retrospectivo sobre su sentido de vida. Es un pequeño e inmenso favor consigo misma. No hay tentación lujuriosa en este mundo infernal sin voz, sino la fuerza oculta que dispone los secretos en una mirada y sus acciones. Si acaso un ligero diálogo. No hay un falso farsante de señor superior ni mucho menos un profeta. “Diòba” es una palabra de la lengua Emberá Eyábida, y hace referencia a estar solo o sola. Y Elba está entre la multitud de la naturaleza y en relación solitaria con las manifestaciones del paisaje.

 

En la cineasta Adriana Rojas es posible sugerir una impronta en su singular estilo a partir de los trabajos previos como realizadora, rol que le ha permitido explorar desde el documental, el experimental y la ficción. Sus inicios por una imagen en movimiento y de sensibilidad se remontan sin ser La última apuesta (2005), sino más bien su primera piedra de papel, y pasando por un ritmo y tono musical en La Salsa dura en Medellín (2007); y especial mención con el cortometraje Domingo (2009), en el que consigue la inmersión en la mirada de una niña, con un fragmento de animación gráfica, ante la inmensidad de una escultura en un parque de la ciudad.

 

En este trabajo ya se intuye una mirada invisible y sin velo para proponer dos tiempos en su narración e intentar alejarse de una manera convencional con el empleo del tiempo narrativo. Un tiempo del personaje en su instante presente y una dimensión en la subjetividad del mismo protagonista. Así, una lectura interpretativa de Elba que está situada en un bosque y zambullida en un juego consigo misma con lo que ve y aquello que se expresa en el más allá.

En este trabajo ya se intuye una mirada invisible y sin velo para proponer dos tiempos en su narración e intentar alejarse de una manera convencional con el empleo del tiempo narrativo.

La cámara sin sentirse deviene en una sombra al lado de Elba, impregna la intención, el deseo y la imaginación que ella habita. La cotidianidad como un invento que se sucede casi a diario entre lo real y lo desconocido, entre la racionalidad y la exuberancia mágica de los sueños que tiene en compañía del espectador. Un magnetismo fotográfico abandonado al templo de la hierba y sus tonalidades mientras la ciudad eléctrica duerme abajo en su voltaje; pero están los rayos de onda corta: los pensamientos de Elba, suscitando palabras sin sonido para hablar con sus ideas rumiantes del ayer y, tal vez, ante su dios Karagabí.

 

Los sueños convertidos en imágenes es la mutación de la conciencia y algunos de sus fotogramas son fascinantes, como el agua que está por todos lados del universo, un lugar óptimo para los seres vivos. La película Diòba tiene un rito de grabado, empero, hay un sello de mérito y es el enfriamiento del ruido y la invocación coral de un silencio vocal, es un voto de misterio y ocultismo precisamente por la foto de la niña en la pared de su habitación, es la puerta secreta (quizá la escalera del mito emberá) para la infinitud de universos paralelos que desconocemos, tanto Elba como el espectador.

 

La mujer indígena en su cama parece la flor de las doncellas y experimenta cualquier fenómeno que se da en la naturaleza desde el viaje al más allá con el agua hasta la tenebrosa oscuridad; con la disponibilidad de una técnica versátil la directora conjuga el atrapamiento e inmersión para el espectador y curiosamente le atribuye a él la prueba del agua, es decir, permitirse fluir por otra propuesta narrativa y explorar los espacios de su consciencia. La cineasta no apela al excesivo abuso de la ambición con la imagen, de un afán por tener a cada instante en el encuadre infinitud de elementos, sino más bien ser cada vez menos, de ahí la alegoría por algunos otros seres vivos del bosque, el ceremonial del alimento, la travesía de la caminata, el lento y provechoso corte de un pequeño árbol que le brinda calor, fuego y cocción a Elba.

 

Sin adivinación ni mucho menos la superstición, la cámara son nuestros ojos en una pureza iniciática que propone dos tiempos iluminados a modo de meditación contemplativa, el día propicio por el sol en las siguientes acciones, son el momento presente en el relato de Diòba; y el secreto místico de transmutación, una manera subjetiva de perseverar en su encierro y ahogo, el mirarse ante el espejo. El cuerpo de Elba envejece, y solo el brillo de sus ojos (que nos mira) permanece desde el primer plano hasta la última secuencia. La mirada refleja el sentir del alma en Diòba. Elba al mirarse a ella misma entra a ese mundo desconocido del que tantas veces quiere huir. Mirarse en el espejo es una revelación. Y, por supuesto, la secuencia de la fogata como instante místico de la noche, en la que los colores del blanco y negro de la fotografía con la niña se yuxtaponen y ahora está presente ante Elba, es el fantasma viviente para integrar a sus recuerdos. La niña vive dentro de ella y esta se ahoga en el estanque de sus pensamientos para emerger y salir de su abismo.

 

La película de la directora Adriana Rojas también puede conectarse con Mu Drua (Mi Tierra, 2011) de la realizadora indígena Mileidy Domicó, quien pertenece al pueblo Emberá Eyábida, al menos, desde su concepción espiritual, la tierra y el agua, el renacimiento y la resurrección. En ambos interfiere la vida y el miedo. La arcilla de la creación. Y Mileidy narra la comunidad de Cañaduzales de Mutatá (Antioquia) y ve su tierra, describe la relación con su árbol familiar, con la naturaleza, las vivencias y costumbres que se tienen en esta comunidad.

 

Diòba es una película significativa en el amplio jardín de estrenos nacionales, tanto de directores como de cineastas, en los que ojalá también pueda subir las escaleras al cielo y disfrutarse en salas de cine y sean muchos más quienes puedan ser no solo espectadores, sino escuderos en la soledad del teatro, la inmersión del silencio expectante, la intensidad de los sentidos y los pensamientos de Elba. La película Diòba podría ser una ofrenda para este tiempo y vivir al ritmo de su protagonista.

 

[1] Lina Mejía Correa; Vanessa Escobar R. (2016). La tierra, el cielo y más allá, una expedición al cosmos. Corporación Parque Explora. Medellín: Fundación Secretos para Contar. Ilustraciones a color La vaca colorada.

 

[2] Stuart-Smith S. (2021). La mente bien ajardinada: las ventajas de vivir al ritmo de las plantas. Penguin Random House Grupo Editorial España.