El canto del auricanturi, de Camila Rodríguez Triana

El Vínculo Inquebrantable entre Madre e Hija

Sandra M. Ríos U.

Twitter: @sandritamrios

 

“Tenga cuidado porque el coco sale y se la lleva”

 

El director guatemalteco Jayro Bustamante revisitó el mito popular del folclor Latinoamericano de La Llorona, en su película La llorona (2019), dándole un giro al horror de esta leyenda con una historia de carácter político sobre el genocidio maya ocurrido en los años ochenta, pero también dándole un carácter humano al mostrar cómo quienes reclaman justicia procesan los duelos.

 

El costarricense Ariel Escalante habló en Domingo y la niebla (2022) del despojo de tierras en un drama social que mezcla fantasía y en una película de misterio y atmosférica que, además de política, también hablaba de esos dramas personales sobre la vejez, la soledad y el duelo.

 

El largometraje de la directora colombiana Camila Rodríguez Triana, El canto del auricanturi”, coincide con las obras mencionadas en su carácter político, en donde del drama social se adentra en el drama humano y en donde sus personajes asumen los traumas dejados por la violencia, intentando procesar sus duelos para así sanar todo su dolor.

 

La de Rodríguez Triana es una historia de dos mujeres, Alba y Rocío, madre e hija. Rocío ha decidido regresar a su pequeño y lúgubre pueblo natal para reencontrarse con su madre, a quien no ve desde que era una niña. Ha decidido afrontar sus miedos, regresar al terror y la zozobra que produce un pueblo gobernado por manos oscuras, estancado en el pasado y con huellas de un machismo anquilosado, para contarle a su madre que está embarazada pero Alba, como consecuencia de la guerra, ha dejado de hablar desde hace mucho tiempo, así que Rocío buscará la forma de reconectarse con ella nuevamente.

Rocío ha decidido regresar a su pequeño y lúgubre pueblo natal para reencontrarse con su madre, a quien no ve desde que era una niña.

Austera, atmosférica, de gran fotografía y cargada de simbolismos, la historia sigue pacientemente el encuentro de dos mujeres heridas, sus acercamientos sutiles, que van reviviendo ese inquebrantable lazo de amor entre una madre y una hija, lleno de silencios y ausencia de palabras, de detalles significativos, de pequeños cuidados, de miradas y de caricias –que la cámara se encarga de dejar claro–, que demuestran ese afecto tan primario y vital, mientras que el ruido proviene de afuera, del peligro de la calle, del “coco” y de la madre Tierra que, como volcán, está escupiendo el horror que los violentos han dejado enterrados dentro de ella. Diversos objetos que sin explicación van saliendo a flote.

 

Esta directora entreteje una historia catártica, de arraigo, donde a pesar de todo ese ambiente de misterio, tan denso, tenso y fantasmal, prevalece esta relación que conmueve y enternece, probablemente por la fuerza misma que produce el deseo de recomponerse ante la maternidad, ante la llegada de una nueva vida que merece florecer. Entonces entiende uno que, en realidad, Alba y Rocío jamás estuvieron tan distanciadas, que su conexión seguía intacta como el recuerdo que conservaba Rocío de su madre: la de su voz grabada en un casete cantándole una canción en una lengua inventada por ellas para comunicarse.