La fortaleza, de Jorge Thielen Armand

Ostracismo indómito

Lina María Rivera Cevallos (Sunnyside)

“un fátum implacable nos expatriaba, sin otro delito que
el de ser rebeldes, sin otra mengua que la de ser infortunados.”
―José Eustasio Rivera, La vorágine―

 

En los confines de la Amazonía venezolana, La fortaleza, de Jorge Thielen Armand destaca por su bramido de exilio e indomabilidad. Entrelazándose con la emblemática Vorágine, de José Eustasio Rivera, la narrativa nos sumerge en un viaje introspectivo que nos conduce a una mirada más profunda sobre la condición humana. A través de paisajes selváticos tan paradisíacos como infernales, con una estética alucinatoria y onírica respaldada por panoramas sonoros envolventes y emocionales, nos acercamos a un relato que tiene como eje central la lucha entre el hombre y sus demonios internos, enmarcando a la soledad como elemento aluciante.

 

A partir de un antihéroe que domina la pantalla con su actuación y aislamiento la mayor parte del film, nos acercamos al padre de Jorge, quien se interpreta a sí mismo, y a la historia de conflicto e ilegalidad actual de Venezuela y Colombia en la lontananza selva que ha sido inspiración para múltiples cineastas, como Werner Herzog o Clare Weiskopf. Unificando en La fortaleza el deseo de un hijo por reconstruir la imagen de su padre a través del cine y el trabajo con actores “imposibles” que convierten la producción en una osada leyenda, expandiendo ambas narrativas en su documental paralelo, basado en el detrás de cámaras: El Father Plays Himself, de Mo Scarpelli.

 

La película venezolana y segundo largometraje de Jorge Thielen Armand, que se une a nuestro cine a partir de una co-producción colombiana, continúa la búsqueda de su director planteada en su primera película La soledad, en la que toma como punto de partida su memoria, familia y territorio, para estrechar hasta dilucidar, las fronteras entre el documental y la ficción. Esta vez, inspirándose en el pasado díscolo de su padre del que se separó desde los quince años y con el que ha mantenido mayormente un contacto virtual babélico. Dando paso al desarrollo de su próxima película, La cercanía, con la que consumará su anhelada trilogía que anuda en sus palabras así: “Cuando se siente ese desarraigo uno se encuentra con una soledad y tiene que fortalecerse, y ya después es posible la cercanía.”

… a través de su doble nacionalidad, utiliza el destierro como lenguaje y su distancia como la oportunidad de desmantelar los estereotipos de su nación. A partir de personajes enrevesados y difíciles, exponen la complejidad de la realidad, uniendo a la crisis política y económica, la dificultad del amor, la familia o la soledad.

El exilio como fortaleza, se convierte en el sello distintivo que hasta ahora construye la visión conjunta de Jorge Thielen como director, guionista y productor; Rodrigo Michelangeli como co-guionista, productor y director de fotografía; y el colombiano Felipe Guerrero como editor y productor de La soledad y La fortaleza. Logrando trascender lo personal a lo político y social, pero a través de un estilismo sensorial que opta por elegir a la denuncia como un elemento periférico y a la condición humana como el epicentro. Similar a la trilogía Calabresa, de Jonas Carpignano, que a través de su doble nacionalidad, utiliza el destierro como lenguaje y su distancia como la oportunidad de desmantelar los estereotipos de su nación. A partir de personajes enrevesados y difíciles, exponen la complejidad de la realidad, uniendo a la crisis política y económica, la dificultad del amor, la familia o la soledad.

 

El meta relato que compone la trama, se convierte en la frontera estética entre la ficción y la realidad. El espectador entra en una experiencia singular desde la cual la película puede entenderse y apreciarse, ya sea únicamente como un relato cinematográfico o, por el contrario, como un testimonio verídico y autorreferencial documental. No obstante, un acercamiento meticuloso entrelaza ambas perspectivas, aproximándonos a un proceso creativo y humano de redención y sacrificio en el que podemos apreciar, a través de la sutileza, la caótica relación de un padre con su hijo y su inmenso deseo de reconciliarse a partir de lenguajes y perspectivas diametralmente opuestas. Reuniendo este elemento, en las viejas fotografías familiares que al inicio son la marca de verdad de la narración, pero que al final, a través de sus rayones y distorsiones sobre la imagen, se convierten en la prueba de una verdad que se reescribe y una relación que se transforma a través del cine.

 

El limbo en el que se desarrolla la historia y la producción de la película también alude al espacio invisible que termina por habitar el que vive el exilio y el desarraigo. Sumándose al cine reciente venezolano que se caracteriza por hacerse desde el exterior pero con un marcado interés por su primera patria. Permitiendo que el diálogo con su realidad se convierta en una conversación internacional, más allá de las noticias o experiencias con sus migrantes. Esto influye particularmente en la audiencia colombiana, a la que una película venezolana que no plantee como eje central la crisis del país vecino, puede volver a sensibilizar y fomentar la empatía con ese otro extranjero que es en esencia igual pero que a partir de las narrativas diarias ha despertado sentimientos xenófobos. Así, la reconciliación de un padre con su hijo puede ser un eslabón en el inicio de la reconciliación entre dos naciones hermanas.

 

Con retazos biográficos, Jorge asume la creación cinematográfica de la misma manera que los dos protagonistas de sus películas, con una necesidad de renovación que no se concreta simplemente en el hecho de recordar lo vivido, sino, sobre todo, en reconstruir, a partir de las ruinas del recuerdo un propósito al dolor de haber partido y al inevitable desarraigo. A través de un microcosmos en el que las imágenes actúan como “codificadoras” de las emociones y sentimientos, y al introducir con gran acierto la naturaleza como mediadora entre el sujeto y la realidad, construye un cine de rebeldes y conquistadores anónimos que enaltecen su imperfecta humanidad como su mejor rasgo.

 

El aislamiento obligatorio con el que la película propone al cuerpo como el único territorio indómito que no pueden expatriarnos, reafirma a “la fortaleza” interior como el vehículo principal para asumir y resignificar no solo el exilio sino la vida misma. Apartándose de una narración en la que la naturaleza, la política o la economía corrompen o imposibilitan la cordura y el buen vivir, Jorge Thielen Armand nos enfrenta a una verdad incontenible, planteada por Oneti: vivir es enfrentarnos a “la maniática tarea de construir eternidades con elemento hechos de fugacidad, tránsito y olvido”.