Joan Suárez
Mi pueblo, levantado sobre la llanura. Lleno de árboles y de hojas, como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos
Pedro Páramo – Juan Rulfo
El campo es la atmósfera del río, la montaña, el valle y las estrellas. Es la singularidad del prado y los sonidos del viento. Es el espacio del territorio y la pertenencia. Es la referencia de una altimetría entre el sendero y la aridez del suelo. A veces, las corrientes de un pequeño caudal llegan al mar y es abrazado por la infinidad del agua, las olas que acarician la arena de la playa y el agreste movimiento que trae y devuelve peces. En ocasiones, están surtidos en la plaza de mercado, en armonía con hortalizas y vegetales. Así, el ambiente rural, el mar y la ciudad están presentes en la película Tres cuentos colombianos (1962), de los directores Julio Luzardo y Alberto Mejía, una obra de corte crítico social de nuestro país.
Durante su trayectoria cinematográfica la filmografía de Julio Luzardo es amplia y sus roles también: fotógrafo, libretista, director, guionista y productor. Desde sus inicios como cineasta mostró especial interés por los cuentos colombianos, que incluso adoptó en inglés como guiones para sus cursos de cine en Estados Unidos, entre ellos La noche de los alcaravanes(1953), de Gabriel García Márquez, y Tiempo de sequía (1954), del escritor antioqueño Manuel Mejía Vallejo. Su primer largometraje, El río de las tumbas (1964), describe una crítica social, política, económica y cultural sobre la posición del Estado frente a la violencia vivida durante los años sesenta: el silencio, los cadáveres y el río.
Realizó su primer cortometraje de ficción basado en el cuento homónimo, Tiempo de sequía(1961), que fue presentado como el largometraje Tres cuentos colombianos (1962), que integra dos episodios: La Sarda (1962), que está basado en un cuento de Luis Guillermo Echeverri y dirigido también por Luzardo, y El Zorrero (1962), dirigido por Alberto Mejía Estrada y terminado por el cubano José Rojas.
En la primera historia, Tiempo de sequía, una familia campesina, Sebastián y Carmela, ante la aridez, la miseria y la escasez de la zona donde habitan, con un ambiente de calor y sudor, se ve obligada a acudir al sacrificio del perro, Gavilán, como única fuente de alimento. Así como en el cuento, hay una impotencia del personaje ante el ardor del clima, del mismo modo, la fotografía, en ese espacio desolado, alcanza una súplica certera ante el grito a todo pulmón del personaje principal y del ambiente: ¡Aaaaguaaaa! Y nos conduce por un escenario de fuego, presente en el relato escrito y que expresa con imágenes la relación de los personajes con el aire incandescente: “La voz suena a polvo de largo verano, a sed antigua” (1), una sentencia que aún está vigente en tierras marchitas.
“La voz suena a polvo de largo verano, a sed antigua”
La ira de Sebastián ante el fenómeno natural nos recuerda el olvido y la soledad de tantos ante la dureza del espacio vacío, lejano e inexistente. Son dos los lugares, la casa con una hamaca colgada de pilar a pilar, gris y fría; el otro es el monte, sin fertilidad ni el verdor del campo. La sequía también agobia a Sebastián, pide a gritos la lluvia y la sangre lo moja de remordimiento y pesadumbre. Mientras Carmela, con su misericordia y devoción, quiere abandonar el lugar y termina haciendo lo que este decide, aunque hay una resistencia, un dilema por estar al lado de su marido y el deseo de partir con la abnegación y su hijo, un momento de esperanza y vitalidad.
La ofrenda a los dioses con el animal, en procura del bienestar de su familia, son el reflejo de una historia de exclusión en Colombia y el bochorno de la soledad y “la impotencia campesina frente al rigor del verano” (2). De este modo, con un ritmo sutil que se hace perturbador, desde el continuo movimiento de cámara, travelling, que acerca y aleja en cada encuadre un instante abrumador e inhóspito en la vida de los protagonistas, esta película es un referente desde la década del sesenta, como un periscopio en la atmósfera del campesino, la tierra y la familia.
El segundo cortometraje, La sarda, relata la historia de un pescador manco y su hijo, Ramón Beneu y Jorgite Boneu, que utilizan la dinamita para la pesca del día, sin embargo, viven en permanente enfrentamiento con la comunidad negra de pescadores¸ quienes utilizan redes para su trabajo. Así, bajo la atmósfera de otro mundo, el encuentro entre lo fluvial y lo marítimo, el director nos describe una tensión con escenas enérgicas y agresivas en contraste con planos medios y generales en una situación difícil de sortear, la sobrevivencia del protagonista y el choque con los demás habitantes de la región. La fuente de luz hacia el horizonte son un objetivo crudo y sangriento. Ante el espectador, con un estilo singular y sublime de desolación, con una potencia musical, la explosión atrae un tiburón por tanto pescado muerto, y el bocado de la esperanza y la ternura se esfuman entre los brazos del padre, el dolor y la impotencia. Una secuencia paradójica y abrumadora para la bondad y la perturbación en un pequeño poblado junto al mar que se hunde como un barco de papel.
…y el bocado de la esperanza y la ternura se esfuman entre los brazos del padre, el dolor y la impotencia.
Así, con un gran acierto e ingenio, este cortometraje desde su montaje sonoro y visual es una exploración admirable y una revelación, no solo entre los pobladores, sino también por el conflicto de repetición, prácticas e historias en nuestro país. Desde títulos fílmicos como El vuelco del cangrejo (2009), de Oscar Ruiz Navia, y la novela Primero estaba el mar(1983), de Tomás González, encontramos una inquietud latente entre el nativo, el terrateniente y el visitante. Una pugna de pesca, bar y finca. Una sombra maligna y amenazadora.
El tercer y último cortometraje se titula, El Zorrero, que de cierto modo es un poco variable a los anteriores, pero no tan lejano de la realidad desigual e inequitativa en la ciudad. A un ritmo natural y sereno asistimos un día en Bogotá en la vida de un zorrero (persona que vive de manejar una carreta tirada por caballo) y sus parajes, desde la plaza, el parque, la calle y la cantina. Allí, se detallan la desigualdad y el conflicto de poderes dentro de la sociedad colombiana y la perspectiva de una cambiante ciudad que nos recuerda desde la literatura colombiana a Baltasar y Casiano, liberal y conservador, personajes de Al pueblo nunca le toca (1979) de Álvaro Salom Becerra, en un ambiente de rebaño de analfabetos en el que se desconoce el manejo político, social y económico de la sociedad. Casi de igual manera es el zorrero, con un estilo de vida rutinario y obligatorio e inmerso en un contexto que se impone, la exclusión y la marginalidad, la ausencia de palabras y una manera de existir con las dificultades sociales para convivir en la ciudad.
En los tres cortos que componen esta película, ahora restaurada, se destaca no solo que los dos primeros conservan los diálogos literarios, poéticos y sublimes, sino también la calidad técnica y narrativa en su conjunto como largometraje, su interés por los problemas en el campo, la tensión entre la tradición y el progreso, y las condiciones de inequidad social, cultural y política de sus personajes, quienes logran fascinar al espectador desde su cercanía y contundencia, sencillez y complejidad. Un discurso sensato y vigente en la diversidad y las diferentes latitudes de la representación, la memoria y la reflexión. Un tríptico de murmullos.
Referencias
- Mejía, M. (1967). Cuentos de zona tórrida. Medellín: Carpel-Antorcha. Disponible en: https://www.bibliotecadigitaldebogota.gov.co/resources/2864911/
- Ibíd.
- Luzardo, J. (1981). El cine según Julio Luzardo. Cinemateca: Cuadernos de Cine Colombiano. Primera Época No. 1. 20 páginas. Disponible en https://idartesencasa.gov.co/artes-audiovisuales/libros/cuadernos-de-cine-colombiano-primera-epoca-no-1-julio-luzardo
- Luzardo, J. (2020). Encuentro con el director colombiano Julio Luzardo. 2º Ciclo Restaurados de la Cinemateca de Bogotá. Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=XQk9VShiYKI&feature=emb_title