Sumercé, de Victoria Solano

Desde la Colombia profunda pa sumercé

John Harold Giraldo Herrera

Al cine colombiano le viene faltando público y ha obtenido muchos méritos por las historias que nos ha colocado. Cuando uno pasa por los títulos estrenados, año tras año, saltan de inmediato los relatos de la Colombia profunda, de esa arrinconada por la marginalidad y exquisita en personas y realidades que han ideado modos de vivir dignos y de lucha. Es el caso de Sumercé, una palabra que nos ubica en la subregión del altiplano, en particular en Boyacá. No solo juega con nosotros desde el título convocándonos, sino que apela a esos seres humanos, quienes, con sus manos gruesas y llenas de venas, han labrado la tierra, pero también protegido el patrimonio de la biodiversidad. En la trama de Sumercé, como en otroras tiempos, lo que se encuentra en jaque es la riqueza, por supuesto, el preciado líquido y la conservación del frailejón.

Los españoles nos legaron una cultura y al tiempo una lengua. Obligaban a los criollos e indígenas a pronunciarse con reverencia. Su merced, el vocablo, escalonó y ahora es un modo coloquial de trato: Sumercé. Sí, sumercé que lee, y que ha fijado la atención, el cine colombiano produce destellos sostenidos, como esta película, donde posa sus ojos sobre tres líderes sociales: el resuelto César Pachón, el incansable Eduardo Moreno y la decidida Rosita Rodríguez. El lema es que ya vinieron por las semillas y ahora llegaron por el agua. Con el cine hemos venido aprendiendo, ampliando nuestro panorama sobre la Colombia oculta (para medios y Estado), que va desde lugares, como la laguna de La Cocha, con la película La Sirga (2012) de William Vega, o de personas tan gratas y de empatía como la de Señorita María, la falda de la montaña (2017), hecha por Rubén Mendoza.

Así la lucha es por la defensa de la vida, el territorio y el agua. Las amenazas son latentes y ya no un rumor. Victoria Solano, su directora, corresponde con un deber de memoria y un compromiso con un recurso que ha desarrollado y generará disputas en el orbe. Ya en Chile el agua fue privatizada, en Bolivia ha habido guerras por el líquido, en Perú se encuentra en pugna y en Colombia, mientras se ha promovido una discusión para obtener un beneficio que cubra un mínimo vital gratuito para la población, se agencia la cooptación de espacios de páramos, como el de Santurbán y en este caso un lugar único en el mundo, como lo son los seis sitios, de más de 538.000 hectáreas, donde existen páramos: el Altiplano Cundiboyacense, lugar de los Muisca, donde está el páramo de Ocetá; Tota, donde existe una laguna extraordinaria por su paisaje; Pisba, que tiene páramos y ocupa buena parte de zonas exclusivas; Iguaque- Merchán, igual que los demás es un Parque Natural; Guantiva La Rusia y la fastuosa Sierra Nevada del Cocuy, que son los que la película y sus protagonistas enmarcan en su lucha.<

Esto sitios, además de no tener claridad de lo que albergan y sus límites, sí han sido la presa de multinacionales y corporaciones y del mismo Estado para ser saqueados y explotados, otorgando títulos de minería y dando licencias para extraer las riquezas que allí se encuentran y de las cuales no se benefician -por el usufructo generado- las poblaciones. Ellas han hecho prácticas diversas de cultivos, y han intentado vivir sin hacer afectaciones que desequilibren los ecosistemas. Sin embargo, como es sabido, los grupos de saqueo no miden ningún tipo de consecuencia.
Como película, Victoria nos sacude, es una persuasión a defender una extensión incalculable en valores, sobre todo por sus gentes, y tan diversa que es un lujo poseer ese patrimonio. Se calcula que Colombia posee cerca del sesenta por ciento de los páramos del mundo, pero todos ellos se encuentran en peligro y riesgo. Y uno de los tantos hechos llamativos, consiste en ponernos de frente el paisaje y la riqueza biodiversa, y en particular, el paisaje humano y sus resistencias.

En Colombia, el cine, ha instaurado una tendencia, la del cine regional. Son cientos de películas que por primera vez ponen los ojos sobre espacios nunca antes puestos en pantalla grande. Se recuerda, por ejemplo, la película El vuelco del cangrejo (2010) de Óscar Ruiz Navia, quien tuvo el mérito de ir hacia la Costa pacífica y ser pionero, adicional, con historias sobre la playa La Barra, y su actor natural Cerebro. Lo mismo pasó con El páramo (2011), una película de suspenso, de Jaime Osorio Márquez, en la que se convierte en la primera filmada en una zona montañosa con ese espesor blanco de hielo. Así como esas, hay varios hitos y Sumercé puntualiza varios: la problemática del frailejón, el de salirle al paso a la lucha de los campesinos y la papa.

El cine-región viene siendo subversivo, si por ello suponemos sobresaltar y darles vuelta a realidades. Ha sido responsable, sin tener que serlo, de mostrarnos lo que nos hace sentir orgullosos del país y al tiempo promueve un arraigo. Recientemente en el Cauca, nos permitieron tener un retrato de la resistencia allí con la película documental Sangre y tierra (2017) de Ariel Arango Prada, donde el foco es las comunidades indígenas y sus procesos de liberación de la madre tierra, como llaman a la recuperación de territorios.
Ver Sumercé es estar presto a la dinámica entre la fuerza de la población y sus causas y aquello que sin pudor podríamos perder. No es un juego, ni siquiera un chiste, pero en Colombia regalamos el patrimonio, como sucede con el despilfarro y el atentado que hacen los que la cercenan, dinamitan, saquean y expropian al llevarse el carbón. A cambio, dejan una estela de horror y de miseria alrededor. Ni siquiera se mitiga el maltrato y lo poco que dejan es botín de la corrupción. ¿Cómo explicamos que donde sacan los recursos naturales, lo que prolifera es oleadas de violencia y extrema miseria? Y adicional, existe un desmonte del grado de institucionalidad construida. Las consultas populares, de Cajamarca, y de Pijao, ejemplares por su capacidad de oponerse a proyectos de megaminería, han sido obviadas y pretenden desbaratarlas.

En Perú, una película, muy emblemática al referirse al caso del agua, ha logrado motivar reacciones ciudadanas, es la llamada Hija de la laguna (2015), dirigida por Ernesto Cabellos Damián. Ya con poco tiempo de estreno, Sumercé ha provocado decisiones de alcaldes y de la ciudadanía por su patrimonio. El caso es que Sumercé, como muchas otras películas colombianas, no puede quedar como latas en el fondo del río, es decir, sin público y patrocinios para ser exhibida. Su estreno se ha postergado, pero esa nueva normalidad, agenciada por la biopolítica, ha disparado la piel digital y las redes sociales, como los lugares predominantes para asistir a encuentros de todo tipo.

Victoria Solano había mostrado su talante en el documental 9.70 (2013). Su visión crítica le permitió explorar el abandono y el acabose de los cultivadores de arroz, a quienes el Estado dejó relegados a delincuentes, por no usar semillas certificadas. Sí, es un delito no corresponder con los intereses de los megapolios del alimento, es un crimen no conjugar con las semillas de las que son dueñas un puñado de corporaciones. Entonces allí entra la brutalidad del Esmad maltratando a los campesinos y el Estado condenándolos, es eso que uno creería es propio de teorías conspirativas, al estilo de 1984, donde por pensar asuntos contrarios al establecimiento, se puede ser juzgado. Pues bien, la denuncia de Solano, es que la resolución 970 del 2010 y que se aplica, establece como crimen el no usar semillas certificadas.

Por eso ahora, dice sin temor, vinieron primero por las semillas, ya llegaron por el agua. El documental 9.70 le valió un Premio nacional de periodismo Simón Bolívar. Y casi un millón de personas que vieron ese trabajo contundente. Su formación como magíster en periodismo, la catapulta para continuar un camino lleno de improntas y de regocijos, sabe para qué es el arte de ser una Hermes, o de tender puentes, o de establecer el dominio de contar realidades.

Puedo asegurar que quien pueda ver el documental, vivirá también una experiencia de amor. Lo que nos entregan los personajes es un cariño por la tierra y por lo que son, que no hay lugar a dudar de su calidad y sentido humanos. Conmueve y hace un efecto de eclosión interna, uno se derrumba y cae, pero se para y se vuelve activo, con la decidida manera de ser de ellos. En parte esa intimidad, es producto de la cercanía y la responsabilidad, de su directora, con la historia. Para contar con esos testimonios, no hay otra forma de saberlo que es gracias a su modo de hacer inmersión y estar en el lugar de los hechos, con una sensibilidad admirable.

Con Sumercé hay un trabajo cuidadoso de fuentes, de detalles, combinado con la fuerza poderosa de cautivar y desenvolverse con un hilo conductor que nos hace estremecer de indignaciones. Su decisión, en pandemia, fue entregar su trabajo por las redes y así seguirá. Ya sabemos que lo conseguido en taquilla no alcanza para continuar por los senderos de la producción, pero el público agradece, como yo, el esfuerzo y la decisión de contar historias, que además de gratas por lo emocional, sean dispuestas a movilizar nuestro pensamiento.

Así que sumercé, venga, dele una oportunidad al cine colombiano, a estas confabulaciones regionales. A los trabajos de darnos rostros y rastros de una Colombia que se sacude, que se niega a dejar lo que es propio. El cine, ese cine, es tan nuestro como los páramos y no nos entrega nada sensacional para la existencia, es decir, no es primario, pero sí, como un arte y una ruta de devolvernos un deber y un derecho de memoria.

Mientras en Colombia alguien le pone precio a un líder social, como vemos en su película y como lo experimentamos en la vida cotidiana, como si el miedo y la barbarie se hubieran superado a causa de la insistencia y fuerza de las personas, los artistas y en este caso, los cineastas, aportan con relatos desde esa Colombia por conocer, y por visibilizar. Sumercé es un ejemplo de resistencia, tanto en la manera de hacerla como en la de exhibirla, y de encumbrarse en las personas que custodian lo que nos pertenece y quiere ser arrebatado.

Previous Story

Segunda estrella a la derecha, de Ruth Caudeli

Next Story

Nowhere, de David Salazar y Francisco Salazar