Daniela Abad Lombana
La última película que vi en una sala de cine, antes de la cuarentena, fue Después de Norma, de Jorge Botero. La primera película que, después de seis meses de encierro, en una libertad digamos condicional, fui a ver, fue Las razones del lobo, de Marta Hincapié. Uno siempre busca, en la vida y en cine, ciertos movimientos, cierta lógica que en realidad no sirve para nada, o quizás solo para darle un orden neurótico a las cosas. No sé, por ejemplo, qué hay de especial en que la última y la primera película que vi antes y después de la cuarentena, coincidan en ser documentales y de directores colombianos. Tal vez sirve solo de demostración de que veo cine colombiano y documental.
Me incomoda tener que decir que son cine colombiano, es como cuando se dice que una película está dirigida por una mujer, es como si intentáramos darle una fortaleza, pero en realidad reveláramos un prejuicio, un hándicap, una debilidad. Como decir que es una proeza que una película sea colombiana o dirigida por una mujer. Y al mismo tiempo es cierto, lamentablemente sigue siendo una proeza hacer cine en Colombia; no tanto ser mujer cineasta. Pero bueno, en este caso en particular, el hecho de que Las razones del lobo sea una película colombiana tiene su importancia, pues habla directamente de lo que somos como país. Que esté dirigida por una mujer, en realidad me tiene sin cuidado. Siempre me ha gustado la crítica de cine, pero he podido practicarla poco, pues es raro que alguien medianamente activa en el medio, empiece a hablar de las películas de sus colegas. Cualquier comentario a favor puede parecer lambonería y cualquier comentario en contra puede ser interpretado como envidia.
Le pedí a Marta el permiso de escribir sobre su película, en parte porque, al salir de la sala de cine, por culpa de la “bioseguridad”, no pude tomarme una cerveza con ella, no pude decirle lo que me habían generado sus imágenes. Igual, mejor así. No sé por qué, pero con tapabocas no pienso bien, es como si me tapara más que la boca, el cerebro. Intentaré hablar de esta como una película, olvidándome del hecho que conozco a su directora, que es mujer, heteronormal, blanca, colombiana, antioqueña, y con el apellido Uribe de segundo.
No sé por qué, pero con tapabocas no pienso bien, es como si me tapara más que la boca, el cerebro.
Las razones del lobo tiene como punto de partida una apuesta radical. La directora filma persistentemente un lugar al que pertenece, el Club Campestre de Medellín y al mismo tiempo nos cuenta, mediante recuerdos personales, la historia de Colombia en los últimos cincuenta años. La sensación durante el visionado es extraña, o más bien, genera cierto extrañamiento, que Brecht define como ese salirse de sí mismos y observarse desde afuera. Mientras la documentalista nos habla de las peores tragedias, de los peores abusos, de secuestros y homicidios, el Club sigue intacto. Los jóvenes juegan golf, montan en jetski, se casan. Los adultos almuerzan, montan a caballo, se reposan en el hotel, son atendidos, servidos, cuidados. Cuando veo una buena película, muchas veces no me doy cuenta de que lo es hasta el final. La experiencia de ver cine es algo volátil, es un momento siempre en tránsito, unas imágenes que aparecen en nuestras vidas y después desaparecen. Pero en el fondo no, yo sé que una película es buena, cuando sus imágenes retumban en mi cabeza incluso después y terminan haciendo parte de mi vida, de los múltiples fantasmas que me acompañan en el día a día.
En Las razones del lobo, uno entra en una especia de trance, la voz nos guía, las imágenes se repiten, reiterando algo que no entendemos bien qué es. La reiteración, sin embargo, la persistencia, es una de las características de un director, alguien que resiste en su mirada, que mira y vuelve a mirar, porque solo volviendo a mirar, algo nuevo se revela. Por eso se hace incómoda a veces la mirada, pues mira sin escrúpulos, para ver algo que nadie ve. Y al final, después de ver una y otra vez los campos de golf, las piscinas, el gimnasio, las canchas de polo; un relámpago, un trueno estremecedor rebota en la sala. Abruptas nos llegan unas imágenes filmadas de forma radicalmente distintas. Marta y su madre, una irreverente y extraordinaria historiadora, de la que conoceremos más a lo largo de la película (y con seguridad muchos ya conocen), están viendo en televisión el conteo de los votos del plebiscito por la paz. Afuera está lloviendo, o mejor, cae una tormenta. Todos sabemos, por lo menos los que somos de acá, lo que va a pasar, pero ellas no, ellas en ese momento no lo saben y eso es lo que hace estas últimas imágenes tan espeluznantes y maravillosas. Como en las mejores películas de suspense, asistimos a una ironía dramática perfecta. El espectador sabe más que los personajes. Las imágenes son el presagio de un mundo que no cambia o que cambia demasiado despacio para el breve tiempo del hombre. Al fondo los truenos empiezan a confundirse con los pitos de los carros y la pólvora que los colombianos tiramos cuando gana el Nacional, cuando es 31 de diciembre, cuando un mafioso corona o cuando gana el Centro Democrático. Una imagen aérea se levanta sobre el Club Campestre desde donde observamos a Medellín una vez más, pero esta vez es distinto, aunque la imagen sea casi la misma, aunque no haya cambiado el campo de golf. A lo lejos siguen sonando las explosiones de la pólvora, ¿De las bombas? ¿De los disparos? Y entonces, como en los retratos, el retratado nos observa como diciendo, tú también, tú también como yo terminarás por ser solo un retrato ¿no ves lo que de mí hay en ti?
Por eso se hace incómoda a veces la mirada, pues mira sin escrúpulos, para ver algo que nadie ve.
Las imágenes de Las razones del lobo ya hacen parte de los fantasmas que llevo conmigo, me alertan, me recuerdan que la indiferencia es otra forma de violenciay es más peligrosa, no suena.