Tres cortometrajes: Ausencia, Se venden conejos y Corteza

La vejez es un árbol vivo

Joan Suárez

“El secreto de una buena vejez no es más que un pacto honrado con la soledad”.
Gabriel García Márquez

 

El cielo en cada noche tiene a la luna, luminiscente en conjunción con las estrellas, como las cicatrices en la piel, a mitad de camino en la caprichosa y sideral existencia. Así como los astros tienen sus puntos de luz vistos a simple vista, igual sucede con el cuerpo, bóveda del pensamiento y la experiencia, cristal de lágrimas y humo de dolor, jardín de néctar para la memoria y los sueños que se polinizan en la vida. El sonido de los años se hace agudo después de una corta longitud de onda y asoma la claridad y el remordimiento, similar a las constelaciones que se quedan en el cénit, el eco cronológico de cada paso se abriga con la vejez, un destello rápido, el mismo de algunos cometas, con un período corto visible a ojo desnudo ante los demás y solo contra sí mismo.

 

La vejez es una autoridad absoluta, perdurará como la cinta de cine, el final inconcluso de una película es un fragmento con toda la validez, imbatible, en el que se hace más presente un tríptico sobre su esencia, como condición de vida, mirar, pensar y hablar, allí llegan las interpretaciones, algunas relevantes y otras no tanto con juicios desaforados. Aun previniendo una retaliación, diría que de la vejez hay que aprender, y punto. Y nunca terminaremos de hacerlo. Estos ejercicios de escritura no son unívocos y se acercan, es la intención, a tres cortometrajes colombianos. Echémosle a cada uno un vistazo corto.
La película Ausencia (2018), del director Andrés Tudela, nos brinda una historia biográfica inspirada en la vida de su abuela. El personaje, Bernarda (Marina Corredor), es una mujer mayor que, en medio del conflicto armado, le desaparecieron a su esposo. Vivieron toda su vida entre montañas y la neblina. Ahora ella, con el paso lento contra el viento y su sombrero rojo, vive con las secuelas de la guerra que no vio, pero sí sintió; del mismo modo, quienes la sienten, pero no la ven. El sonido del campo en la noche es estridente, se rompe con el timbre del teléfono, otro personaje que acompaña la aparente soledad y la oscuridad con el gato, generando angustia e interrogación por la voz de su hija que nunca logramos ver.
La serenidad de la vereda también invoca el saludo de quienes no están y los que se han ido. Bernarda camina para visitar a su vecino ya ausente y toma su maleta para ver el rostro de los que van en un camión. Quizá huyendo a lo desconocido y sin nombre. La placidez se pierde con el susurro y el murmullo del combate. A la mañana siguiente su sombrero es color negro, como el abismo del abandono y la nostalgia. Un día antes, después de ordeñar la vaca y de regreso a su casa, cae el barril de aluminio con la leche que se derrama y fluye de abajo hacia arriba en la pantalla, y se cierra con la mirada en un plano al final, luego de un entierro simbólico que hace Bernarda en su tierra, en el que mira al cielo y cambia la luz.
Así son las imágenes de este relato, sutilezas con el movimiento de la cámara y primeros planos en la singularidad de la piel y el rostro, el misterio y la lluvia de las lágrimas sin eco de Bernarda. Por su sobriedad, la calidad técnica, la composición sonora y su factura fotográfica, hacen que sea una pieza sensible e inteligente para oír el silencio del monte y una aproximación sobre la vejez, con su olvido y recuerdo, que ha crecido en el páramo.
La segunda película a la que haré mención tiene un personaje de mediana edad que se enfrenta a su cuerpo y sus prejuicios, al miedo que revela la piel en el espejo y los laberintos de la mente. El corto Se venden conejos (2015), del director Esteban Giraldo, ofrece una especie de fábula en el universo femenino y sus temores. Clemencia (Victoria Hernández) también habita en el campo en un paraje lejano y en compañía de su familia, cuatro conejos, que vive por ellos, al igual que las lechugas que cultiva. Ella reside en un entorno de continuo ataque de sus sueños y esperanzas en el que desea ser madre y, en ausencia de ello, comienza una afectividad hacia los animales. Anhela dar amor en medio de su soledad y el desierto de su ser.
Ella se resiste, no al territorio o algún agente externo, como las fumigaciones que allí suceden, sino que su pleito aumenta con las expresiones de su cuerpo; se ducha con su ropa por el pudor de descubrirse ante sí misma y el paso de las líneas de su piel, ciertas pérdidas biológicas, físicas y mentales. El recorrido cotidiano en el lugar se describe con los cambios de temperatura y de condiciones climáticas. Igual, acá sucede el fuera de campo de agentes invisibles al relato, la aspersión, la contaminación de la siembra y la muerte, que potencian el desarrollo de la historia.
En el interior de la casa se respira un ambiente gris y tenso que se enriquece con la textura de la fotografía, que revela al espectador un paso, no solo en un momento de vida de Clemencia, sino el cambio de su cotidianidad. Es un preludio próximo a la vejez. Allí la acompañan dos fotos en la pared con la melodía del viento y la filtración del agua lluvia. El ritmo contundente y dinámico es una expresión de un logro técnico y artístico que se impone ante la austeridad y la metáfora de la vida y las renuncias en este relato.

Igual, acá sucede el fuera de campo de agentes invisibles al relato, la aspersión, la contaminación de la siembra y la muerte, que potencian el desarrollo de la historia.

Hasta ahora he citado dos directores y sus respectivos cortometrajes protagonizados por mujeres; la tercera película es de la directora Lourdes Paloma Rincón Gregory y se titula Corteza (2016), y su personaje es Lilia (Lilia Salazar) de 71 años. Rememora en cierto sentido el cuento La bañera (2007) del argentino Andrés Neuman, en el que un abuelo está desnudo en una bañera y en un examen retrospectivo repasa su vida al compás de cada goteo. Paloma nos expone ante un cuerpo vulnerable, agotado, enfermo y flaco. Estamos ante la reducción significativa de la motricidad y la mente. Tal vez por el grado en el que está la protagonista, la acompaña una joven mujer para sus cuidados esenciales. Aunque en la inmensidad del baño se asoma la serenidad de un gato.
Se trata de un relato desafiante y cautivador que pinta en cada encuadre lo indescifrable de la piel, su geografía de colores y la transformación vital. En un gesto metafórico la mujer nace, y probablemente muere en la bañera (líquido amniótico) en agua clara y transparente, rodeada de un ceremonial de sonidos y silencios. La cámara en movimiento y en sincronía con su imagen estética acaricia y cuida a la mujer, el cuerpo y su ser. El viaje es un camino de recuerdos y raíces, confusión y sueños alterados. Lilia es un árbol vivo y palpitante en su mirada, los latidos de su corazón y lo indescriptible de un mundo ajeno al aquí y al presente. Es una oda para el respeto y la dignidad del cuerpo y el alma femeninos.
La desnudez es un paso a otro universo que en la actualidad ha instalado una concepción en el que la vejez estorba y se repite. Hay una decadencia por el cansancio y el agotamiento. Nos invaden con la retórica que viene con la esbelta y efímera juventud. Contra lo anterior, esta historia es un reto poético para el espectador y un encuentro para experimentar la sensación en un momento existencial (tiempo y espacio) gracias a la combinación certera de su montaje y la variedad de sus planos.
El metrónomo en estos tres cortometrajes son las pulsaciones musicales de la vida que nos llevará a una cita con la pequeña obra de arte, la vejez, un encuentro de acceso libre, perturbador, nostálgico y alegre, dependiendo de las circunstancias, no solo materiales, de quien la experimenta, sino su contexto social, político, económico y cultural. Es entonces un momento para soportar la reflexión ante el embate del viento, caminatas suaves, movimientos sincrónicos, dilatación del tiempo y el cuerpo ultrajado. La comprensión del límite, la sombra de la frustración, la quietud ante el dolor y algunas, no pocas, renuncias ante la imposibilidad reducida de la flexibilidad y la fuerza, la espiritualidad y el intelecto.
La vejez es la aventura de la luz, como un cuerpo celeste irradia su frecuencia de onda y algunos describen sus órbitas elípticas; del mismo modo, la senectud se vincula e integra con las cualidades y las experiencias de vida. Queda un parpadeo intermitente, que se conjuga con el lenguaje, linterna de palabras, y construye un espectro de oralidad, propia de algunos maestros. El palpitar del recuerdo sin tiempo ni espacio es una sombra laberíntica que abre momentos épicos, algunos son un acertijo, y memorables como estas películas. Constelaciones en la pantalla.