6º Festival de Cine de Jardín

Los festivales de cine: imaginar lo común

Pedro Adrián Zuluaga

Un teatro municipal, la cancha cubierta de un colegio o una casa de la cultura se vuelven escenarios dispuestos para un sencillo pero conmovedor ritual: reunirse a ver y escuchar documentales o películas de ficción que tienen en su centro y corazón las experiencias de campesinos de Colombia y de otros países. No son experiencias amables, en su mayor parte. En ellas se muestra el desprecio con que un cierto modo de civilización técnica, y los proyectos políticos que la respaldan, han tratado al campo y los campesinos. Y, sin embargo, el acto de reunirse no provoca tristeza sino una suerte de energía política que, en su pequeña escala, contrarresta la arrogancia de quienes intentan despoblar al campo para dejarlo a merced de políticas extractivas frente a las que el campesino aparece como una población estorbo.

 

Ese ritual ocurrió en el 6º Festival de Cine de Jardín, un municipio enclavado en la ruta fundadora de la colonización antioqueña. Allí, en ese pueblo bello y encajonado en un impresionante paisaje de montañas en donde aún se cultiva el café, el director Víctor Gaviria y la Corporación Antioquia Audiovisual crearon un encuentro anual en torno al cine y el pensamiento en el que ha puesto la lupa sobre temas tan álgidos como la democracia o, este año, los campesinos.

 

En 2017, el Colectivo de Comunicaciones Montes de María, en la sexta versión de su Festival Audiovisual organizó una proyección de La vendedora de rosas en El Salado. Muy cerca de la cancha que años antes había sido escenario de una masacre, se armó un improvisado teatro para acoger la proyección de la película de Víctor Gaviria. El director estaba presente y muy visiblemente conmovido tomó el micrófono para decir que en Colombia necesitábamos muchos más momentos de reunión como aquel, puesto que si nuestro relato común como colombianos ha sido –dijo Gaviria– el despojo que humilla y la violencia que desintegra, ya era hora de empezar a tener el recuerdo de otras experiencias, las que nos conectan con las fuentes de la vida, las que juntan y no disgregan.

 

En Jardín, del 16 al 19 de septiembre, vimos y oímos cosas terribles. En una trilogía como “Campo hablado”, dirigida por Nicolás Rincón Gille, le pusimos rostro, cuerpo, nombre, geografía concreta, territorio a esa abstracción en que a veces se convierte la guerra en Colombia. Las estadísticas se volvieron Carmen, Blanca o José. El cine, desde siempre, encarna en personajes que sentimos vivos. Lo ausente se vuelve presencia. La distancia cercanía. En otra película, Relatos de reconciliación, dirigida por Carlos Santa y Rubén Monroy López, las técnicas de animación son un filtro que nos permite acercarnos a las experiencias orales de víctimas y victimarios del conflicto colombiano sin ver sus caras. A veces, también se necesita la distancia. La empatía consiste en saber cuándo estar cerca y cuándo no.

 

La escritora Yolanda Reyes ha escrito y hablado sobre la catástrofe simbólica que es, quizá, a la vez causa y consecuencia de nuestra violencia. No disponemos de un relato desde el cual narrarnos o entendernos, y muchos de los relatos que prosperan afianzan la exclusión. Hay un déficit de comunidad y de confianza que se convierte en narrativas del desastre, el individualismo o el emprendimiento personal entendido como un sálvese quien pueda.

 

Los festivales de cine, o la idea misma de festival, remite a las promesas del encuentro y la fiesta. Casi se podría decir que es una suspensión del tiempo con su sucesión y un recuerdo de que hay otras temporalidades posibles. En Colombia se están haciendo muchos, muchísimos festivales de cine y, en general, de cultura, gestionados en su mayor parte por la sociedad civil. Y son, cada uno de ellos, una muestra de resistencia y ciudadanía. Podríamos hacer pues un mapa de ese país que se opone a que la guerra sea nuestro destino y nuestra condena.

Los festivales de cine, o la idea misma de festival, remite a las promesas del encuentro y la fiesta. Casi se podría decir que es una suspensión del tiempo con su sucesión y un recuerdo de que hay otras temporalidades posibles.

 

Fue emocionante ver a la Comisión de la Verdad participando de forma activa del Festival de Cine de Jardín. El arte cumple un papel esencial en la superación de esa catástrofe simbólica de la que habla Reyes. Y no es por la existencia de películas, libros, obras de teatro en sí mismas, sino porque cada una de estas expresiones son mediadoras de nuevas experiencias comunes: en ellas nos juntamos para ver el rostro del otro, la singularidad de su experiencia, de su esperanza, de su deseo. Ese otro está en la pantalla, en el escenario o en la página del libro, pero también es quien está a mi lado compartiendo una disposición para ver y escuchar.

 

Sin la potencia del arte para simbolizar, para darle cuerpo, sentido y significado a lo que pasó es muy difícil poder imaginar lo que vendrá. E imaginar un porvenir que no sea una repetición es lo más complejo que tenemos por delante. Los festivales nos enseñan, cada vez, que no se puede imaginar lo común y la comunidad sin fiesta, sin encuentro y sin alegría.