Amparo, de Simón Mesa

Maternidad y patriarcado

David Guzmán Quintero

Escuela de crítica de cine de Medellín

 

“Medellín es como esas matronas de antaño, llena de hijos, rezandera, piadosa y posesiva, pero también es madre seductora, puta, exuberante y fulgurosa.”, dijo Jorge Franco; ¿No es esa la Medellín noventera que nos muestra Simón Mesa Soto en Amparo? Así, jocosa pero desgarradora, imponente pero vulnerable, soberbia pero humilde, alborotada pero discreta, ácida pero calurosa; y, claro, igual que Medellín, y como se puede esperar de Mesa, Amparo (Sandra Melissa Toro) es la matrona que pone la cara y el pecho ante la adversidad por su hijo. “Esta no es una película perfecta”, decía el director sobre su Amparo, un relato de recursos ahorrativos, narrada cada escena en único plano fijo al estilo Beginning (2020), que sofoca por su valor cerrado y que solo da un respiro con sus movimientos de cámara.

 

Elías, 18, entre la cámara y la pared. La luz que da solo en la mitad de su rostro, es suficiente para apreciar al joven mirarnos directamente. Una voz comienza a hacerle preguntas que poco a poco se tornan más absurdas y poco tienen que ver con una detención, si es que se estaba considerando ello, pues el joven está siendo reclutado por el ejército, pero de eso nos enteraremos más adelante a través de su madre. Esta primera escena se antoja brechtiana, con su absurdo distanciamiento y preguntas que despiertan risas esporádicas en la audiencia.

 

Su madre: Amparo, madre soltera, trabaja todo el día, por lo que debe dejar a Karen, su hija menor, al cuidado de una vecina. Llega a casa. ¿Dónde está Elías? Amparo va a buscarlo, a la casa de uno, del otro, este o aquel amigo… Nadie sabe. En una segunda búsqueda, le dicen que fue visto con Anderson y que fue reclutado por el ejército. Va hasta allá y concluye con un hombre que cobra tres millones de pesos para poder falsificar los resultados de las pruebas de aptitud y así no enviar a Elías al Caquetá, zona que, desde los años noventa —década en la que se sitúa el argumento— hasta hoy, ha sido el centro de enfrentamientos entre el ejército y la guerrilla. Aquí comienza la angustia de Amparo, abordada en una historia de unas 48 horas intensas y agobiantes. Sin embargo, por la mitad de la película, esta estructura clásica tan marcada hace que el argumento se ahogue en sí mismo, volcando el peso del relato ya no al personaje sino a las estrategias implementadas por un guionista urgido. Pierde organicidad que gana frecuentemente mediante un aire cómico que emana de la ingenuidad —a veces descarada— de los personajes que rodean el periplo de Amparo.

 

Aquí comienza la angustia de Amparo, abordada en una historia de unas 48 horas intensas y agobiantes.

 

Elías cumple todos los requerimientos para ser, en una telenovela, el chico de la familia al que el padre estricto envía a trabajar a la granja de algún tío para que se enderezca. Pero no tiene padre, solo madre, y si de algo nos habla el relato de Mesa Soto, es que la empatía que siente una madre por su hijo, solo puede sentirla ella. Desde la distancia, habrá quiénes contradigan a Amparo y sentencien que ellos —espectadores— no harían nada por su hijo —vago— en esa situación, que dejarían que se lo llevaran y que fuesen útiles allá porque no lo son en casa. Pero, al final, ¿quién puede decirle a Amparo que no está obrando bien, que no haga lo que está haciendo, que no luche hasta el cansancio por su hijo? ¿Quién, si es Amparo la que convive con él en casa día a día? Incluso, seguramente, la misma Amparo puede llegar a considerarlo —su hilarante e inoportuna madre paisa se encarga de recordárselo cada tanto—, pero es introducida de ipso facto en un maremagnum en el que la emoción sobrepasa de lejos la razón. Y esto se sintetiza en uno de los momentos más deliberadamente conmovedores de la película: Cuando Amparo llega a casa de su amante, y, frente a la esposa de este último, en un monólogo, recuerda con nostalgia la infancia de Elías y de la angustia devoradora que ha sentido en las últimas horas, que era muy pequeño, que duerme con ella, que… Ese muchacho no es mío, sentencia su amante. Y Amparo, una vez más, no tiene de otra: a la calle, a seguir intentando salvar a Elías.

 

Lo anterior es una primera escala, la más primaria, de este relato, pero también habría que considerar un factor un poco menos evidente: Amparo —de nuevo, llevada únicamente por la emoción que ciega a la razón— se enfrenta a microsistemas patriarcales que irá afrontando con el ímpetu propio de una madre desesperada, hasta que eventualmente, por la misma razón, no le queda de otra más que sucumbir: confronta a hombres que van desde su jefe —que le toca el hombro de una forma un poco extraña; algunos analistas de conducta coinciden en que tocar el hombro de alguien es, de alguna manera, un intento de dominación; más en la escena en que yace Amparo sentada y su jefe, de pie, detrás— y su amante —que solo la busca para engañar a su mujer—, hasta las cabezas de esta espiral de corrupción que parte del Ejército, militares, e, incluso, los hombres que hacen los trámites para falsificar resultados —que es ante el último de estos que termina cediendo—.

 

…algunos analistas de conducta coinciden en que tocar el hombro de alguien es, de alguna manera, un intento de dominación…

 

Sin embargo, es en la representación de este paroxismo de angustia donde flaquea la actuación de Sandra Melissa Torres, pues a veces se manifiestan más las acciones como una causa-efecto más propia del guion que de las acciones en sí mismas, pues la implementación de una no-actriz en su papel principal es la causal de que no tenga la fuerza justa en ciertas escenas. Como una en el primer tercio de la película, cuando Amparo confronta a un militar para saber qué sucedió con su hijo e intenta, con vehemencia, solventarlo. Allí, los diálogos van encaminados a perfilar a Amparo como una madre contundente y, si se necesita, problemática; pero la interpretación no alcanza, pues las palabras no son coherentes con la expresividad del personaje —inexpresividad que sí es muy diciente en la mayoría de la película—, lo que hace del evento un buen intento de actuación y dirección que, desafortunadamente, no es del todo suficiente.

 

Siendo más abarcativos, retomemos el perfil de Elías: joven de 18 años que no estudia, ni trabaja. Si bien, como lo mencioné más arriba, cumple los requisitos para ser un personaje al que solo pueda defender su madre, también es cierto que es el mismo perfil que tenían los más de seis mil cuatrocientos jóvenes engañados para aparecer luego como falsos positivos. Me imagino que el ejército en su cabeza pensará que es gente que nadie va a extrañar; y, al fin y al cabo, si no estás dispuesto a morir por tu patria, tendrás que morir para ella. La angustia de Amparo es por rehusarse a que Elías se convirtiera en máquina de guerra, por resistirse a dar a su hijo como sacrificio. Porque eso es la guerra. Mientras quienes, desde la comodidad de sus penthouses o casas de campo y el privilegio de una clase prestante, deliberan si se siguen dando bala o no en el monte, los jóvenes lacayos del sistema —estatal o no— son los que están poniendo su vida en riesgo. Los muertos deben ser el aporte de los pobres.

 

Esta narrativa sofocante mencionada previamente, contrasta con un único plano general en los últimos minutos de la película que trae consigo alivio y satisfacción, un respiro para el espectador, que ha estado limitado a las mismas márgenes de Amparo, que se vio presionada a tener sexo con el hombre que hacía los trámites en el Ejército, pues no pudo conseguir el dinero, para posteriormente, por fin, recibir a Elías en casa. Pero vale la pena problematizar esta consecuencia —no la estrategia en sí—: ¿Es precisa? Es decir, ¿una mujer hace frente al patriarcado negociando con su sexualidad… y sale airosa? Discursivamente, ¿ese es el frente propio? Sí, la estrategia es oportuna, pero la consecuencia —el final satisfactorio— parece forzada; pues nos han mostrado una mafia —el Ejército— blindada, que solo parece poder penetrarse con dinero, y ella lo hace con sexo. Además, pensando que Anderson nunca fue liberado, pues su madre no pudo conseguir el dinero y parece no haber ofrecido acostarse con el de los trámites para resarcir el monto monetario: ¿Qué quiere decir eso?, ¿Que Amparo sí merece el final feliz por haber ofrecido su cuerpo como medio de pago? ¿Que la otra madre “no aprovechó”? ¿Qué ambas madres no habían pasado por exactamente la misma situación, que había sido igual de injusta con ambas mujeres? Es innegable que la cosificación del cuerpo femenino ha llegado a tal punto que siempre está abierta la opción de pagar mediante favores sexuales; el problema radica en que el efecto es justo con Amparo, y si vamos a hablar de “lo que pasa”, es muy ingenuo pensar que el trabajo sexual siempre es remunerado, que el canje sexo-por-recompensa siempre se cumple a cabalidad: es importante tener claro que el explotador sexual no es un jefe benevolente. El efecto opuesto sí hubiese sido un cierre elocuente para esta postura que se representa frente a la maternidad y el patriarcado (1).

 

…los jóvenes lacayos del sistema —estatal o no— son los que están poniendo su vida en riesgo. Los muertos deben ser el aporte de los pobres.

En efecto, como lo dijo Mesa, esta, su primera película larga, no es perfecta, pero la imperfección no radica en sus valores cinemáticos. Este es un relato tan paciente como voraz sobre una madre sin amparo, compuesto por una mirada sensible y compasiva a la angustia de la maternidad en esta situación. Desafortunadamente, los convencionalismos —tres actos, conflicto, deseo-oposiciones, estrategias— pueden tender a focalizar desesperadamente los esfuerzos hacia la resolución del conflicto —para la suerte o no del personaje—, y se tiende a olvidar del discurso. Amparo es un buen intento, cuya fortaleza —el género femenino que afronta con ahínco al patriarcado—, con una postura sociopolítica contundente en el margen, flaquea por priorizar un desenlace. Por lo demás, la imperfección no es, en lo absoluto, un defecto.

 

  1. Mis más sinceros agradecimientos a Maria José Guerra Oquendo, sin cuya abnegada colaboración no hubiese sido posible verbalizar mi percepción en torno al final de Amparo.