Biabu Chupea: Un grito en el silencio, de Priscilla Padilla

Entrelazar heridas y tejer cicatrices

Gloria Isabel Gómez

 

En las calles y en los puentes de muchas ciudades de Colombia es frecuente encontrarse con una imagen que evidencia el hambre que padecen la mitad de sus habitantes: mujeres indígenas de largas cabelleras y trajes coloridos pasan días enteros a la intemperie acompañadas de sus bebés. Desde hace un tiempo me pregunto qué piensan, qué sienten y cómo es la relación que tienen ellas con sus niños y niñas, quienes se inquietan por permanecer tanto tiempo al sol y al agua.

 

La última película de Priscilla Padilla me hizo pensar en este fenómeno, que refleja la marginación de las comunidades indígenas en las ciudades y también nuestra desconexión con un grupo poblacional que tiene prácticas culturales que desconocemos muchísimo si las comparamos con tradiciones de otros países con las que nos sentimos más familiarizados debido a la globalización. El documental Biabu Chupea: Un grito en el silencio (2020), narra la historia de una mujer Embera-Chamí que vende sus artesanías en las calles de Bogotá. Con lo que gana sobrevive y sostiene sus necesidades básicas. Ella nació en un resguardo y a los diecisiete años tomó la decisión de irse de su comunidad al enterarse que le fue practicada la ablación. Desde entonces, la soledad es su única compañía, pues no sabe si sus padres aún viven y si algún día podrá volver a la naturaleza, esa que añora pintando las paredes de los lugares en los que ha vivido.

 

A lo largo del documental conocemos a la protagonista a través de canciones escritas en su idioma que se relacionan con el trauma de haber sido mutilada, pues este acontecimiento ha tenido consecuencias en su sexualidad, su vida amorosa, sus proyectos personales, su bienestar emocional y su salud física.

 

Su voz es el dispositivo narrativo con el que ella expresa el dolor de sus experiencias, ya que, en la película, su rostro permanece oculto a través de símbolos que son propios de su cultura: el cabello largo, las máscaras de animales y los tejidos de colores nos impiden mirarla a los ojos, invitándonos a escuchar sus palabras y a prestar atención a sus manos.

 

En sus trayectos por Bogotá, sus coloridos vestidos contrastan con el gris de la ciudad y es así como la película transita entre las ruinas de lo urbano al espesor de la naturaleza, la dureza del asfalto y la delicadeza de la tierra. Esta tensión entre el campo-ciudad es visual y dramática, y se desarrolla a través de otro personaje de la película: Claudia, una mujer que viaja de la capital al resguardo para compartir sus aprendizajes como estudiante de enfermería. Vinculando a sus saberes las plantas medicinales, ella conserva su identidad indígena, pero con una conciencia más crítica de las prácticas y rituales de su comunidad que vinculan la espiritualidad con la corporalidad. En ese sentido, el conocimiento científico no enjuicia ni tiene un rol evangelizador sino que aporta diálogos y conversaciones que le permiten a estas mujeres comprender mejor sus cuerpos y erradicar una práctica en la que siguen muriendo muchas niñas y bebés.

 

…el cabello largo, las máscaras de animales y los tejidos de colores nos impiden mirarla a los ojos, invitándonos a escuchar sus palabras y a prestar atención a sus manos.

 

De esta manera, la película construye la posibilidad de pensar en nuevas mentoras en una cultura que respeta la vejez al tiempo que se permite escuchar a la juventud para reflexionar sobre sus costumbres y construir un presente más justo para las niñas de la comunidad.  En contraste, los hombres del resguardo mantienen una posición pasiva frente a este tema, pues reconocen que aún se practica, pero no comprenden las consecuencias de la mutilación del clítoris, un crimen que se ejerce sobre el cuerpo de las mujeres y que nos hace preguntarnos: ¿Qué significa la cultura y cuáles son sus límites?, ¿Por respeto a las tradiciones debemos aceptar que se atente contra la integridad de las personas?

 

Algunas de estas inquietudes ya se esbozaban en trabajos previos de la directora Priscila Padilla, quién había filmado algunas comunidades indígenas en Colombia investigando sus rituales (La eterna noche de las 12 lunas, 2013) pero también la vulneración de sus derechos (Nacimos el 31 de diciembre, 2011).  En Biabu Chupea: Un grito en el silencio su aproximación goza de una madurez crítica y temática, al crear una narración en la que se dignifica la lucha de las mujeres, a la vez que se cuestiona el machismo que hay en estas comunidades, la corrupción en la justicia indígena y la perpetuación de costumbres que no son autóctonas sino frutos del colonialismo.

 

Además, hay una coherencia entre lo filmado y cómo se filma, pues el equipo de rodaje estuvo conformado por mujeres, una necesidad que responde a varios testimonios y espacios de intimidad femenina y a lo que significa compartir un género, que tiene mucho que ver con tener en común una serie de vivencias que, aunque podamos experimentar de formas diferentes, pueden reconocerse o distinguirse, como el acoso, la dominación, el control sobre nuestros cuerpos, el secretismo con el que tratamos nuestro ciclo menstrual, nuestro deseo y nuestro placer.

 

Además, hay una coherencia entre lo filmado y cómo se filma, pues el equipo de rodaje estuvo conformado por mujeres, una necesidad que responde a varios testimonios y espacios de intimidad femenina…

 

Sin mencionar al feminismo, el patriarcado o la sororidad, esta película visibiliza la lucha de un grupo de mujeres por ser dueñas de su cuerpo y garantizar estos derechos a las niñas y las futuras generaciones de su comunidad. En conjunto, las mujeres no tienen miedo de expresar sus temores, tabúes y sufrimientos: ellas derraman lágrimas de tristeza por la infertilidad de sus cultivos, ellas se ayudan en las dificultades aún si no se conocen y ellas trabajan en equipo respetando la naturaleza.

 

Retomando el inicio de este texto, pienso que quienes somos de la ciudad, tenemos un enorme desconocimiento de las experiencias de los campesinos en el marco de la guerra y el conflicto armado, una distancia que ha disminuido gracias a expresiones artísticas como el cine colombiano, que se ha ocupado de narrar el desplazamiento forzado, la desaparición, el secuestro y los horrores que implica salir de un territorio. Sin embargo, me cuestiona lo poco que hemos relatado las agresiones al cuerpo como una estructura sobre la que también se ejerce el poder, porque a diferencia del espacio físico, el retorno o la reconstrucción de nuestro cuerpo es mucho más complejo… Las cicatrices –se vean o no– van contigo a todas partes.