Mauricio Laurens
Jaime Osorio Gómez (1947-2006), nacido en Viterbo (Caldas) y fallecido en la población de Nilo (Cundinamarca), seis meses antes de cumplir los sesenta años, hace parte fundamental de la historia del cine colombiano al haber puesto en escena un episodio sentimental y trágico en el contexto histórico del más grave incidente político que afectó a la nación colombiana en la mitad del siglo XX.
Porque al Mono Osorio, director y productor, se le reconoce en el plano hispanoamericano por la autoría del largometraje argumental que configura el ejemplo más pulcro e intimista de nuestro cine de finales de siglo –el bogotazo reconstruido desde La Habana cuando aquí no se le facilitó hacerlo–. Importante, igualmente, por consolidar el papel crucial del inversionista delegado, o financiador local de películas nacionales e internacionales –a través de Tucán Producciones–, con aspiraciones tanto comerciales como alternativas.
Confesión a Laura (1990). Focine de Colombia en coproducción con el ICAIC (Cuba), Televisión Española y Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano –discretamente estrenada con tres años de retraso–. Guion impecable de Alexandra Cardona Restrepo –entonces esposa de Osorio–. Triángulo pasional y circunstancial imposible de consumarse: Vicky Hernández (Laura), Gustavo Londoño (Santiago) y María Cristina Gálvez (Josefina). Tres virtuosos técnicos cubanos: el director de fotografía Adriano Moreno, el experimentado editor Nelson Rodríguez y el compositor Gonzalo Rubalcaba.
Un prólogo romántico minimalista y un momento histórico dramático –la noche después del 9 de abril de 1948–. Tres personajes bien perfilados, en dos escenarios reducidos al mínimo y narrativa lineal durante unas pocas horas de tensión o zozobra. Tras el toque de queda y la ley marcial, un matrimonio bogotano y la vecina de la casa de enfrente observan de cerca el caos y los desmanes provocados en la capital por el magnicidio de Gaitán. Ejercicio realmente virtuoso, que aborda situaciones críticas e involucra a sus maduros protagonistas rolos en dilemas trascendentales: Santiago, casado infelizmente con Josefina, y Laura –la vecina solterona en trance de dejarla el tren–.
Los primeros cinco minutos son de antología, con la inserción de fotogramas noticiosos en sepia sobre el bogotazo, progresivamente fundidos con la escenificación callejera de visos coloridos al servicio de su función narrativa central; el caballero en referencia se ve arrastrado por la multitud enardecida, pero logra ingresar a su residencia del segundo piso –sin prestarse para recorridos gratuitos, la acción se concentra en un solo espacio–. Su referente clásico, por Ettore Scola, salta de inmediato a la vista: Un día muy especial (Una giornata particolare, 1977).
Los primeros cinco minutos son de antología, con la inserción de fotogramas noticiosos en sepia sobre el bogotazo, progresivamente fundidos con la escenificación callejera de visos coloridos al servicio de su función narrativa central…
A la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano se le agradece la restauración piloto de las cintas del Noticiero Nacional de los hermanos Acevedo, cuyos instantáneos fragmentos del caos urbano desatado son iconográficos. Cabe destacar la economía de recursos y su ambientación apropiada hecha en Habana Vieja de una céntrica calle santafereña y dos discretos apartamentos vecinos de clase media baja del barrio de Las Nieves. Para enriquecer nuestra cotidiana atmósfera hogareña, hubo que trastear sombreros y ruanas, cucharas de palo y empaques de productos nacionales de la época. Su postulado: “revelar la trascendencia de los detalles invisibles”, en palabras del cineasta. Tener en cuenta que el mediometraje De vida o muerte, en 1987, sirvió como primera aproximación dramática del dúo Osorio-Cardona para constituirse en el célebre largometraje mencionado.
Doce años después y con resultados desiguales, llegó Sin Amparo –segunda y última película del Mono Osorio como director–. Historia muy sencilla, que podría resumirse así: un choque automovilístico, producto de discusiones conyugales, acaba con la vida de una distinguida dama; su viudo investiga quién le lleva flores de enamorados (nomeolvides) a la tumba de su señora y descubre que podría tratarse de un joven amante de extracción popular.
Este curioso triángulo póstumo (Rodrigo–Amparo–Armando) se desenvolvía en calles y locaciones del centro y suroriente de Bogotá. Al confrontar dos clases sociales y dos estilos consecutivos de vida, los resultados no fueron convincentes y sus argumentos se quedaban cortos o a mitad del camino. A partir de una hipótesis poco creíble –amistad de supuestos rivales que desafiaron el mundo íntimo de quien había muerto–, se evidenció el rotundo desconocimiento que tenía el tal Rodrigo de su cónyuge. Es que… “fines de semana en Miami, vacaciones en Europa y comidas con el presidente” no sirvieron para delinear los alcances de Amparo.
‘Antes con Laura, ahora sin Amparo’, en la revista bogotana Ciudad Viva (octubre 2005, no. 10), crítica formal bastante dura resultante de una decepción frente al encanto de su predecesora. Escribí, sin cambiarle una sola coma: “la dirección fotográfica presenta desenfoques en los objetos de fondo y bajos contrastes luminosos o de color; sus imágenes son muy poco atractivas y por más que se intente seguir el relato siempre nos tropezaremos con desajustes inexplicables; la dirección de arte como tal no existe y el resultado final se ve algo postizo, aunque se pretendan recrear múltiples ambientes”. Agregué: “algunas locaciones utilizadas pecan por artificiales –frío salón de recepciones, jardín cementerio sin perspectiva, desabrido restaurante de lujo, comedero típico de gallina, sala de juntas descrita someramente, fábrica anodina, prostíbulo que cae en lugares comunes, refugio de desplazados (¿o de indigentes?), tienda de barrio no precisada, bar artificioso de Lila, etcétera–“.
Si en la ópera prima de Osorio Gómez un hombre casado rompía por casualidad los lazos matrimoniales y se enredaba presuntamente con su vecina (Laura), esta vez dos individuos antagónicos rastrearon el pasado de una misma mujer al ser compinches y cómplices de sus evidentes secretos. La enigmática Amparo, contradictoria e imprevisible, encarnada por la impactante actriz venezolana Ruddy Rodríguez, no pudo traslucir semejante frialdad; Rodrigo, empresario de clase alta, naufragaba en recorridos improbables por zonas peligrosas e incómodas que el veterano actor Germán Jaramillo tampoco definió cabalmente; y Armando, individuo que sin más rodeos le entregó su corazón a la finada, abandonó esos rasgos bohemios y se limitó a una depresiva representación asumida por Luis Fernando Hoyos.
Si en la ópera prima de Osorio Gómez un hombre casado rompía por casualidad los lazos matrimoniales y se enredaba presuntamente con su vecina (Laura), esta vez dos individuos antagónicos rastrearon el pasado de una misma mujer…
Los triángulos pasionales en potencia, y los conflictos o deterioros matrimoniales, parecerían inquietar al también escritor o colaborador de tales escrituras hogareñas en compañía de su anterior esposa en la vida real (Alexandra). Es, entonces, cuando debemos remontarnos al mediometraje de Focine titulado Derechos reservados, de 1986, con Vicky Hernández y Carlos José Reyes dedicados a escribir con dificultades la historia paralela de una pareja de intelectuales, cuyo guion atraviesa momentos de dificultades que delatan la crisis misma vivida en la intimidad por sus autores o gestores. También, se abordaba el tema del escritor fantasma y la autoría, no de quien se le aplaudían sus méritos como director, sino de la esposa que arduamente inspiraba como una musa y redactó la idea original en su totalidad. Con guion de Cardona Restrepo, recordar cómo Sin Amparo abarcó demasiados episodios sin que brotase la esencia de los conflictos doblemente afectivos y profesionales. Es así como aquel triste amante afirmó: “lo necesito a usted como confidente ya que de lo contrario me quedaría sin (A)amparo”.
Otra de sus facetas fue la de eficiente productor, por cuanto el Mono Osorio se desenvolvió exitosamente en cabeza de su compañía Tucán. Primero lo hizo con La Virgen de los sicarios (1999) –novela del medellinense Fernando Vallejo bajo las riendas del consagrado cineasta francés Barbet Schroeder–; después, María llena eres de gracia (2004), dirigida por el estadounidense Joshua Marston y, ese mismo año, La sombra del caminante, que significó el promisorio debut filmográfico del joven cesarense Ciro Guerra.
Si cualquier persona puede tener tropezones, y más tratándose de un artista, el buen ojo del Mono se impuso al emprender proyectos de valía traducidos en la excepcional nominación al Óscar principal que recayó sobre la actriz bogotana Catalina Sandino-Moreno. De impresionante realismo, sin caer en trivialidades ni sensacionalismos, el encanto natural que transmitía su segura protagonista y los matices de una historia que, partiendo de la vida cotidiana saltaba toda clase de escollos, lograron redondear un cuadro dramático sobre las mal llamadas ‘mulas’ y otras historias de muchas víctimas atraídas por dineros ilícitos.
Siendo Colombia “el país de mi corazón”, Schroeder reconoció la calidad excepcional del equipo técnico y artístico que lo acompañó durante su preproducción y rodaje, en Medellín. Además del profesionalismo escénico de Germán Jaramillo y de la progresiva incorporación de sus dos actores naturales, siempre se registró positivamente el responsable manejo empresarial y ejecutivo de Osorio; igualmente, las habilidades técnicas del equipo fotográfico digital comandado por Rodrigo Lalinde. También, mantuvo su empeño en manejar actores extraordinarios como en el mencionado caso de Vicky Hernández fundida en el papel de Laura.
Al explorar una dolorosa realidad colombiana y estremecer con sus contundentes planteamientos sociales, una película audaz como La virgen de los sicarios le sirvió a Osorio para exorcizar la búsqueda de imágenes o locaciones propicias en una ciudad al borde del caos, tras las secuelas del narcotráfico y el clímax de una violencia apabullante. Con una mirada directa y desinhibida del entorno social bogotano, siendo localizador dos años antes de su fallecimiento de La sombra del caminante en el centro capitalino, palpó con inquietudes propias el asfixiante panorama del rebusque callejero, los desplazamientos forzados del conflicto armado y la indigencia sobrellevada en barrios céntricos de Las Aguas, Egipto y La Concordia. Porque no era indiferente al mezclar víctimas, verdugos y victimarios entrelazados de manera indisoluble en sus respectivas historias; cada uno de tales protagonistas principales arrastraba consigo las privaciones y las heridas profundas de pasados violentos, aun sin revelarse los terribles móviles de otros tiempos.
La virgen de los sicarios le sirvió a Osorio para exorcizar la búsqueda de imágenes o locaciones propicias en una ciudad al borde del caos, tras las secuelas del narcotráfico y el clímax de una violencia apabullante.
¿Qué cómo conocí al Mono y me interesé por sus habilidades tanto creativas como de producción ejecutiva? Aunque no suelo hablar de situaciones personales en artículos periodísticos, me parecen extraordinarias las circunstancias de tales encuentros. Bastará decir que sabía de su estrecha amistad y colaboración técnica con Lisandro Duque, tal como lo percaté cuando fui invitado al rodaje de El escarabajo en Sevilla (Valle). A raíz del ciclo René Clair y el realismo poético francés, en la sede de la Cinemateca Distrital –segundo piso anexo al teatro Jorge Eliécer Gaitán–, el Estatuto de Seguridad del régimen Turbay Ayala militarizó y cerró este centro cultural por cuanto su nueva directora María Cristina Posada de Carrizosa se negó a retirar de la cartelera interna algunos panfletos del sindicato de trabajadores culturales. El muy respetable maestro Hernando Salcedo Silva fue obligado por oficiales de policía a desalojar dicho establecimiento, mientras asistía a la matiné de Bajo los techos de París. Entre los asistentes, que protestaban en la calle frente a semejantes abusos de la autoridad: Osorio, el mismo Duque y la reconocida fotógrafa Vicki Ospina, quienes fueron detenidos y llevados a la Comisaría de Germania. Casualmente, me uní al grupo de protestantes exigiendo una explicación del abuso cometido y servir voluntariamente de veedor por si algo les pasaba a estos trabajadores audiovisuales. Varios años después, el Mono –militante del Partido Comunista– me agradeció por haber sido testigo y denunciador en la prensa de semejantes atropellos.
Para finalizar, lo último que supimos de Jaime. En aquella búsqueda emprendida del presunto militante comunista y ficticio precursor del collage en Colombia (Pedro Manrique Figueroa), por Luis Ospina en Un tigre de papel (2007), tras el exhaustivo retrato del pretendido artista gráfico y escurridizo agitador, cuatro intelectuales ya fallecidos acreditaron su existencia en los círculos culturales y contestatarios del país: Arturo Alape, Carlos Mayolo, Santiago García y Jaime Osorio; además de la artista plástica Beatriz González, el historiador Joe Broderick y la actriz Vicky Hernández –entre otros–. Con suficiente material de archivo, Ospina repasaba dos décadas convulsionadas de la historia nacional a partir del bogotazo y rendía un homenaje en vida a los “testigos” mencionados. Finalmente, un año después de tan sensible desaparición, su nombre apareció acreditado como uno de los diez productores ejecutivos de la coproducción colombo-mexicana Satanás.
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Director:
Derechos reservados (1986)
De vida o muerte (1987)
Confesión a Laura (1990)
Sin amparo (2004). Guionista.
Asistente de dirección:
Visa USA (1986)
Milagro en Roma (1988). Serie TV Española Amores difíciles.
Productor:
La virgen de los sicarios (2000). Coproductor.
La sombra del caminante (2004)
María, llena eres de gracia (2004). Coproductor.